miércoles, 7 de noviembre de 2018

MUERTE, MORIR Y MORIRSE.

Una cosa es la muerte, otra morir, y otra muy diferente morirse.
La muerte siempre es eso que les ocurre a los demás fuera de mi ámbito afectivo. Es neutra, indefinida, lejana. Sucede todos los días, a todas las horas, en directo o en diferido, mientras nos divertimos, mientras cenamos, cuando nos enteramos que el vecino del quinto ha muerto o que a aquel compañero de clase le dio un infarto.
Morir es nuestro. Nos ocurre, nos sucede. Es un ya, un inmediato, un flash, ni siquiera un paso. Un hecho sin estados intermedios en el que pasamos de la vida a la no vida. Vida y muerte no coinciden, se suceden, se excluyen. o estás vivo o no lo estás. Otra cosa es morirse.
Morirse es diferente, es enfrentarse, sufrir, aceptar, inventar, revelarse o resignarse. Morirse es nuestro, cuando nos ocurre a nosotros y cuando ocurre a los que nos son más cercanos.
Nos construimos con los demás, somos “yo y mis circunstancias”, un ser social cuya identidad está formada en buena parte por los que nos rodean. Nos construimos con lo que nuestros padres nos han enseñado, con lo que nos han querido. Hacemos nuestra infancia con los hermanos, con los amigos, con los abuelos. Con todos ellos construimos la base sobre la que nos hacemos.
Cuando la muerte invade nuestro espacio afectivo. Cuando son los amigos, los abuelos, los hermanos, los padres o los hijos, la vida queda marcada para siempre con una decepción continua, con impotencia, con un afán de presente, con inevitable y forzosa aceptación que tarde o temprano nos impone relativizar el resto de la vida.
Por eso, cuando uno de ellos desaparece, una parte de nosotros también muere.
La implicación, el momento, las leyes de la biología, marcan la profundidad de nuestro sentimiento.
La primera relación de los niños con la muerte suele ser el final de los abuelos: sentida, profunda, pero en la mayor parte de los casos racionalizable y comprensible. Dura pero pedagógica: ponemos los pies en el suelo de la vida.
Pero cuando en la infancia, en pleno proceso de construcción personal, cuando no está todavía claramente definido dónde comienzo yo y dónde lo hacen los demás, un padre, una madre o un hermano desaparecen, ya no será sólo una experiencia dura, será una parte de mí que condicionará toda mi vida la percepción de la realidad.
Más adelante, íntimo será también el fin de los padres aunque sean mayores, quizá el fin de mi pareja, de amigos, de familiares… aunque la parte más íntima que acaba con nosotros sea la muerte de un hijo. Sólo a quien le ha ocurrido, sabe qué es de verdad morirse.
Pero morirse es también primera persona. Es el proceso, la actitud, el segundo a segundo que se irán descontando cuando nos concreten la fecha de caducidad.
Con un poco de suerte habremos vivido la muerte de forma ordenada: abuelos, vecinos mayores, conocidos…, y no sé si con suerte o sin ella quizá un infarto nos haga caer de forma fulminante. Pero es muy probable que algún día tengamos un dolor sin importancia y a salida de la consulta nos hayan puesto un plazo para acabar.
Será seguramente el momento en el que seremos más auténticos, más “nosotros”: será el tiempo en el que nos mostremos esquivos o enfrentados, rendidos o luchadores, realistas o ilusos. Será el momento de pensar en el futuro de los demás sin nosotros. El momento en el que el dolor es más importante que la muerte, en el que la vida es lo que ya has sido, en el que querremos más a los que ya queríamos y valoraremos lo que nunca habíamos valorado.
Nos enfrentaremos acompañados, pero realmente solos, a un hecho que sólo aceptaremos sin parafernalias cuando comprendamos nuestra existencia.


FILOSOFÍA, EL REGRESO.


Volvemos contra pronóstico. No contra uno, sino contra dos.
Contra el pronóstico de que la filosofía no ampliaría sus horas lectivas cabía cierta esperanza, los partidos habían manifestado su disposición. Pero contra el pronóstico de que fuera ahora, precisamente cuando no se ponen de acuerdo en nada, ha sido una sorpresa. Por algo se empieza, y no está mal que comiencen con la filosofía.
Este regreso plantea sin embargo algún problema al mismo tiempo que puede ser una buena oportunidad para repensar la metodología y los contenidos de la materia.
El problema que plantea no nos afecta directamente a los profesores aunque si levantará alguna ampolla entre compañeros de otras materias. Una vez superada la dificultad de introducir una asignatura que no se imparte, surge una dificultad añadida: ¿qué horas se quitan para impartir la materia que no estaba? Políticos y asesores tiene el gobierno para decidirlo.
La segunda cuestión no es que dependa totalmente de nosotros, pero si que tenemos alguna implicación más: ¿la filosofía debe seguir impartiéndose como hasta ahora o es momento de plantearnos una nueva forma de hacerlo?
¿Qué enseñamos: filosofía o a filosofar? Hasta cierto punto ambos están muy unidos, pero no son exactamente lo mismo.
La filosofía es el estudio de problemas fundamentales y de las soluciones que se han dado a lo largo de la historia. la existencia, el conocimiento, la verdad, la belleza, la moral, el lenguaje…
Filosofar es la actitud de hacerse preguntas y buscar respuestas, de no aceptar lo aprendido porque sí, de buscar el rigor en los razonamientos…
Desgraciadamente, con demasiada frecuencia –por ejemplo según el examen que se haga en la EvAU-, la enseñanza de la filosofía se convierte en impartir unos contenidos que no dicen nada a los alumnos y que reescriben de memoria en el examen.
Cuando en las declaraciones de intenciones defendemos la necesidad de la filosofía, hablamos de su importancia para desarrollar una actitud crítica, reflexiva, racional, capaz de hacer preguntas, de no dar nada por sentado, de ir al fondo, de desarrollar un conocimiento comprensivo y relacional… Pero si en la práctica esto se convierte en memorizar teorías y repetirlas en tres folios, esto es un engaño en toda regla.
Por una parte, interesarse por los problemas y soluciones de pensadores de hace trescientos, mil o dos mil quinientos años , exige una madurez intelectual y unas inquietudes que en principio nuestros alumnos adolescentes no tienen.
Uno no busca soluciones y se interesa por ellas si previamente no tiene un problema. Si de verdad queremos que desarrollen esas actitudes reflexivas y críticas tenemos que partir de problemas que realmente tengan o que al menos sean cercanos y no les cueste trabajo comprender, después será mucho más fácil ir retrocediendo en la historia para comprender los problemas de otras épocas. Si no tienes un problema, ¿para qué quieres una solución? –De ahí que alguna diferencia de contenido entre las modalidades de bachillerato sería provechosa-.
Por otra, en esta propuesta encuentro dos aspectos positivos aunque uno sea insuficiente.
Me parece muy positivo que se busque la continuidad entre los tres cursos en los que inicialmente se piensa introducir la filosofía, esa continuidad debiera implicar progresión de forma que al llegar a segundo de bachillerato fueran capaces de alcanzar esa madurez necesaria para interesarse por problemas clásicos y básicos del pensamiento.
También me parece positivo que se contemple la filosofía como una materia tan fundamental como matemáticas y lengua, aunque esta importancia –ya sé que ahora es mucho pedir- se retrotaiga  incluso hasta la educación infantil y primaria que es cuando desarrollamos nuestra forma de enfrentarnos con el mundo y cuando sería mucho más fácil que los alumnos asumieran esa actitud critica, racional, lógica… Evidentemente no se trataría como piensan algunos de empezar a hablarles de Platón o de Kant, sino de que a su nivel fueran capaces de observar, plantearse preguntas, responder con argumentos bien construidos a cuestiones cotidianas: ¿por qué es necesario que en clase haya ciertas reglas? ¿las que reglas que tenemos se pueden mejorar? ¿qué ideas tenéis para mejorarlas? ¿quién tiene autoridad para establecerlas?...
Otra cuestión que sufrimos en filosofía pero que también mejoraría el aprendizaje de otras materias, sería facilitar la interrelación de las diversas asignaturas que ahora se imparten como compartimentos estancos y sin relación: historia, literatura, filosofía o ciencia coexisten y se influyen mutuamente en la realidad aunque en los currículos parezcan conocimientos independientes que los alumnos son incapaces de relacionar.
Volvemos, la cuestión es cómo volvemos. Si mejorando nuestra docencia o manteniendo la visión que algunos hermanos mayores darán a los pequeños, ¡filosofía!: “Alien, el regreso”.



miércoles, 17 de octubre de 2018

INFORMACIÓN, DESINFORMACIÓN, MANIPULACIÓN.

Estoy en uno de esos grupos de wassap con ocho amigos, grupo en el que nos ponemos en contacto de vez en cuando para alguna broma, pero mayormente para cosas serías como quedar a tomar un café. A veces miras el grupo, te encuentras veinte o treinta mensajes y los pasas sin leer porque no tienes tiempo para tanta conversación sobre asuntos poco importantes. No hace mucho me llamarón, “no has ido al funeral del hermano de Arturo” ¿funeral?. Entre esas dos o tres decenas de mensajes tipo “a qué hora bajas” “a las ocho con el perro”… Arturo había puesto un mensaje: “mi hermano ha fallecido”. El exceso de información me había convertido en una persona desinformada. Esta es una de las paradojas de nuestro tiempo. Uno de los problemas de la sociedad de la información es la gran desinformación en la que vivimos. Desinformación consustancial a un sistema que nos pone delante de un volumen tal de noticias y datos que somos incapaces de discriminar. Pero desinformación también provocada que aprovecha este sistema para, de forma consciente y buscada, desinformar y manipular creando infinidad de noticias intrascendentes que ocupan horas y horas de programas de televisión, miles de mensajes en redes sociales y buena parte de las noticias de los informativos. Mientras lo más importante, lo que más nos afecta y lo más directo, se ignora. Sobre todo a través de las redes sociales, con cientos de noticias diarias, vivimos en la duda, la inseguridad y la falta de confianza, nos hemos convertido en ciudadanos desinformados o al menos siempre desconfiados ante posibles mentiras y manipulaciones que nos puedan llegar. Parafraseando a Paul Ricoeur podemos decir que estamos en “la información de la sospecha”: tenemos que desenmascarar la verdad o mentira que hay detrás de cada información, convirtiéndose así en sospechosa. La noticia más recurrente en todos los medios hace unas semanas, fue la enorme contaminación de plásticos que sufrían los mares. No niego que exista tal contaminación, pero para muchos fue la primera noticia al menos de sus dimensiones y ¿casualmente? coincidió con los días que por decreto comenzamos a pagar las bolsas de plástico en los comercios. Después, nunca más ha sido noticia. Durante semanas la política se ha convertido en “quien tiene el master más regalado o la tesis más plagiada”. La cuestión es importante ya que pone en duda la honradez del que es y de los que pueden ser presidentes del gobierno, pero ¿hasta dónde llega la importancia de esta noticia para que durante estas semanas “no pase nada más en el mundo”? ¿Es una cortina de humo para tapar temas más importantes? ¿Los temas y el tiempo dedicado a cada noticia en un informativo es una cuestión de información o de ocultación? Sin deportes, olas de calor y de frío y que en cualquier parte del mundo alguien ha matado a alguien, ¿qué queda de un informativo? ¿algo más que titulares la mayor parte superficiales? Con estos millones de mensajes que se envían por wassap, twitter, Facebook… es muy fácil cumplir el viejo principio de que una mentira repetida mil veces se convierte en verdad y avanzando hasta lo más sofisticado llegamos al “deppfake”. En el 2017 la palabra del año fue “fakenews” –noticia falsa- pero ya hemos ido mucho más allá, hemos llegado a los “deepfake” –videos falsos- que reproducen los gestos, la expresión facial, la vocalización, la voz…, videos manipulados en los que podemos hacer por ejemplo que un líder político diga lo que nosotros queremos de forma tan perfecta que sólo con programas especializados de verificación digital podemos distinguir si es real o no. La sociedad de los vehículos más veloces se ha convertido en la sociedad de la prisas, la de las conexiones permanentes en la de la ansiedad porque no responde al segundo, la de la información en la desinformación. ¿No estaremos haciendo algo mal?

jueves, 27 de septiembre de 2018

EL PRECIO DE LA PAZ.

Las armas que matan población civil inocente, que generan emigraciones masivas y que mantienen conflictos inacabables, son en los países desarrollados puestos de trabajo.
El funcionamiento de nuestra economía constituye un sistema en el que -simplificando- sus elementos esenciales son los trabajadores que crean productos, productos que posteriormente se venden y generan un beneficio, beneficio que en parte repercute en los trabajadores cuando cobran sus sueldos. 
Si alguno de los elementos de este sistema falla el sistema económico deja de funcionar.
Por tanto, eliminar por decreto la venta de un producto significa romper el sistema y abocar a los trabajadores de las empresas que lo producen -y al comercio, hostelería y servicios que de ellos dependen-, a engrosar las listas del paro.
En este contexto, el ideal de un mundo en paz, sin armas, o al menos un mundo de guerras en el que nosotros no colaboremos, choca con la realidad de miles de puestos de trabajo que desaparecerían. La guerra no sólo es un gran negocio para muchas empresas, es también el sustento de muchas familias.
Si ponemos en un platillo de la balanza los miles de víctimas que generan las armas que producimos y su influencia en la economía global y particular que esa producción causa, nos encontramos ante un dilema que puede resolverse en favor de lo económico o en favor de lo ético.
Creo que la cuestión ética debe primar sobre la económica, pero también creo que esa carga económica no debe recaer exclusivamente sobre los trabajadores y empresas directamente relacionados con la producción de armas, sino en toda la sociedad que a través de su gobierno opta por salir de ese proceso de alimentar los conflictos.
Por eso, la Paz es cara.
El comercio mundial de armas mueve 100.000 millones de dólares anuales, la producción española supone 4.400 millones de euros y el Ministerio de Defensa ha aprobado este año un gasto de 10.000 millones en armas al mismo tiempo que hasta 2030 tenemos que pagar 20.000 millones de un plan anterior.
Si en los años 80 por motivos económicos fuimos capaces de afrontar una reconversión industrial que trajo muchos problemas sociales y que costó 10.800 millones de euros -entonces cuantificarlos en pesetas-, quizá por motivos éticos también podamos ser capaces de afrontar una reconversión ética de nuestra industria.
Como entonces, esta reconversión no puede hacerse de un día para otro y deben establecerse mejor que entonces unas opciones de trabajo para los que lo pierdan. Debe también trabajarse una conciencia social en la que el factor primordial no sea el económico -a costa de ventas a dictaduras o a países invasores que no respetan los Derechos Humanos-, sino el factor ético que busque el cumplimiento de estos Derechos.
Un proyecto sin duda largo y difícil que va a chocar con muchos intereses opuestos porque el económico, como todo sistema, tiene fuertes mecanismos de protección. Utopía complicada como otras que llegaron a realizarse y que comenzaron a hacerse reales en pequeños gestos que encontraron inicialmente y en todo el proceso muchas dificultades y muchos opositores. Derechos como el derecho al voto de los más pobres –varones- y la extensión de este derecho a la mujer, derecho a la huelga, a un salario mínimo, acceso universal a la educación y a la sanidad... fueron durante mucho tiempo "utopías imposibles" que superando infinidad de dificultades llegaron a ser reales en nuestra cultura.
Quizá sea hora de que en el contexto de un plan que amortigüe sus consecuencias negativas comiencen a realizarse pequeños gestos, como no vender unas pocas bombas, en esta dirección.
"La esperanza no es ni realidad ni quimera. Es como los caminos de la Tierra: sobre la Tierra no había caminos; han sido hechos por el gran número de transeúntes." Lu Xun (1881-1936) Escritor chino.

HIJOS PERFECTOS.

Con la llegada de las máquinas y la consiguiente revolución industrial, el mundo de los artesanos se vio abocado al fracaso, se cerraron los tradicionales talleres y la producción de objetos se convirtió en más rápida, más barata y más perfecta. Sin embargo, con el paso del tiempo y contra el pronóstico inicial, la venta de objetos artesanales ha ido aumentando en las últimas décadas y un número considerable de compradores estamos dispuestos a pagar más por estos productos artesanales, que por otros que proceden de la industria y de la más precisa exactitud de la robótica actual. Y es que unida a esa imperfección está su personalidad, su originalidad, su carácter individual, su distinción que lo hace único y diferente de cualquier otro. En otros aspectos de nuestras vidas y en de la de nuestros hijos, no somos todavía capaces –por regla general- de hacer una valoración similar. En esta época nuestra en la que predomina lo exclusivamente medible, se han establecido cuáles deben ser las medidas “normales”. Eminentes pedagogos, psicólogos o similar, han establecido las pautas del desarrollo del niño que ellos consideran normal. El sistema educativo ha establecido unos niveles rígidos y casi inmutables para cada curso. Y todos nos hemos creído que salirse de estos estándares hay que considerarlo al menos preocupante si no una muestra de anormalidad o de enfermedad. Es verdad que diagnósticos actuales responden a problemas reales que en otro tiempo no se diagnosticaban, pero los que estamos en este mundo de niños y adolescentes tenemos una acentuada impresión de que se produce un abuso, y de que problemas que son diagnosticados, tratados y medicados, no son sino formas de ser de niños que se salen de las pautas que a priori se han establecido como “normales” unidas a la idea de que los padres quieren hijos perfectos que por tanto tienen que responder a estos estándares. Hay padres que a su hijo muy movido lo diagnostican en casa como hiperactivo. Que al que se distrae con el vuelo de una mosca lo convierten inmediatamente en un trastorno de déficit de atención y al que no come solo cuando el libro de moda dice que tiene que comer, lo llevan al psicólogo. Es frecuente que estos estándares ideales se trasladen al ámbito de las calificaciones escolares: sacar buenas notas es sinónimo de bueno, sacar todo diez de perfección. Evidentemente, a cada uno hay que exigirle lo máximo que puede dar, pero lo máximo dentro de unas horas de trabajo razonable y no a costa de un estrés continuo, de mil clases particulares o de que los fines de semana no existan. Tenemos que olvidarnos de esa especie de olimpiadas entre padres en el patio de la escuela o en comidas familiares. Tenemos que aceptar que si con ese trabajo continuo y dosificado nuestro hijo saca un seis, pues es de seis ¿y?. Entre otras cuestiones, porque estas calificaciones son sólo una parte de una persona mucho más compleja. Muchos alumnos con calificaciones de sobresaliente no tienen una vida ni más satisfactoria ni más feliz que otros que sacaban peores notas. Ni siquiera en cuestiones laborales son mejores, porque la vida, las relaciones personales, saber responder ante las dudas o los fracasos no se califica y son facetas tan importantes o más que los conocimientos que un día concreto tenían de geología o de matemáticas –o de filosofía-. Presionar más allá de las posibilidades reales o llevarlos a un nivel de exigencia extremo, en lugar de generar perfección genera personalidades con baja autoestima, con una imagen negativa de uno mismo, frustrado, con un alto nivel de ansiedad e inseguridad. Tenemos “ejemplares” únicos y diferentes, mejores en unas cosas y peores en otras, ninguno perfecto. “Ejemplares” a los que no podemos frustrar por nuestro empeño en la perfección. 

SIN MEMORIA. NO SOMOS ALEMANIA.

Alemania es como el vecino perfecto que siempre está en boca de nuestros padres como ejemplo de casi todo. Al final no es el más admirado sino el más odiado, aunque el pobre ni tenga la culpa ni sea perfecto.
No se trata de convertirnos en otra Alemania ni de que ellos no tengan que aprender nada de nosotros, pero creo que pueden ser un referente o al menos un elemento comparativo a la hora de mirar como gestionamos nuestro pasado y cómo lo han hecho ellos.
Acabada y perdida la guerra mundial los alemanes que compartían la ideología nazi y miembros del partido nacional socialista no desaparecieron, la mayoría siguió ejerciendo sus trabajos bajo la gestión aliada primero y en el restablecido gobierno alemán de 1949 después.
Sin embargo dos o tres décadas más tarde, tras un esfuerzo por no ocultar y por enseñar claramente a las nuevas generaciones su historia, la inmensa mayoría de los alemanes era consciente de los horrores que supuso el gobierno nazi desde 1933 hasta el final de la guerra y era firme su voluntad de que esta historia no se olvidara para que no fuese repetida.
En este contexto, a prácticamente ningún alemán le resulta llamativo que la simbología que pueda recordar el nazismo esté prohibida ni que los elementos que ensalzaban de alguna forma este período histórico desaparezcan. A todos les parece adecuado que sólo aquellos elementos que sirvan para no olvidar, aquellos que sirvan para que las nuevas generaciones tengan presente qué ocurrió en ese período histórico -el sufrimiento de la propia ciudadanía alemana, el genocidio y la destrucción que generó la ideología nacionalsocialista- se mantengan.
Aquí, pasados más de cuarenta años del final del franquismo, seguimos en disquisiciones inútiles sobre desenterramientos, fosas comunes, edificios y calles, en debates de opereta como el ducado de los Franco. Digo inútiles, porque la solución a todas estas cuestiones que se nos plantean en España no está en el tema concreto del nombre de una calle o similar, sino en una cuestión anterior y más profunda: que todavía en nuestro país hay quien encuentra motivos para justificar cuarenta años de dictadura con sus fusilamientos, exiliados y represión.
Mientras exista un número significativo de ciudadanos que se sienta agredido, ofendido o simplemente molesto porque se retiren símbolos que exaltan el franquismo, porque no se quiera tolerar organizaciones que reivindican la ideología franquista o incluso por algo tan humano como dar sepultura decente a los que reposan en fosas comunes, nuestra democracia convivirá con herederos de aquella época y correrá el peligro de cometer los mismos errores.
Podíamos aprender algunas cosas.
Se puede mantener para recordar y no para honrar.
Ocultar no soluciona, enquista. Alemania se tomó muy en serio la explicación de su historia sin paños calientes. Aquí la guerra civil, el franquismo y la transición son esos temas a los que nunca se llega en los programas de cada curso, los que en importancia quedan detrás de la Hispania romana o la reconquista.
Prohibir la exaltación del fascismo no es acabar con la libertad de expresión. No se puede esconder en esta libertad de expresión la voluntad de acabar con la libertad.
Dos cuestiones ineludibles. Primero, tenemos que ser conscientes de que la dictadura franquista fue un período oscuro de nuestra historia que tenemos que sacar a la luz. Segundo, los jóvenes tienen que conocer y aprender de ese período para que nunca se vean en una situación similar.
No somos Alemania. Tampoco podemos ser un país que décadas después es incapaz de dar luz a su historia y de mantener a parte de sus víctimas en fosas comunes. No podemos ser un país en el que quitar la estatua de un dictador genere un debate nacional. Y si lo somos, estamos condenados a repetir nuestra historia a que –como decía Machado-, una de las dos Españas vuelva a helarnos el corazón.


TIEMPO TRAIDOR

Para los que cuentan el año por sanfermines estamos en fechas de fin de año, en fechas de hacer valoraciones, renovar propósitos y de ser conscientes de que eso de “ya falta menos” es verdad. No es que para este tipo de cosas sea muy observador, pero sin darme cuenta, por la derecha y aprovechando el ángulo muerto, el tiempo –traidor- me ha adelantado a un paso imposible de seguir. Niños y adolescentes íbamos adelantados a su ritmo. Las semanas, los meses, los cursos trascurrían lentamente. Teníamos que sentarnos a esperarlo y aburridos por la espera tirábamos de él para acelerar la llegada de las próximas fiestas. No entendíamos cuando decían que un señor de sesenta años había muerto joven, y la época del racionamiento iba más o menos después de Felipe II. Más tarde y durante un largo período fuimos más o menos acompasados. Él traía nuevas músicas, nuevas ropas, nuevas costumbres, nuevas modas… y nosotros, manteniendo el ritmo las aceptábamos y las asumíamos como nuestras. Llegaron algunas señales. Los policías comenzaron a parecernos muy críos y los grupos que nos gustaban publicaban sus discos en recopilatorios para Navidad. Nos empezó a molestar que en los bares de toda la vida nos empujaran y que no pudiéramos estar hablando tranquilamente. Las nuevas músicas, las nuevas ropas, las nuevas costumbres, las nuevas modas… ya no iban con nosotros. Antes, eso de que “veinte años no es nada” nos parecía una exageración; ahora, casi estábamos de acuerdo. Y sin darnos cuenta, ya teníamos que estar buscando instituto para nuestros hijos. “Cuarenta es la vejez de la juventud, cincuenta es la juventud de la vejez” Victor Hugo. Resistiéndonos a ser realistas a veces parece que nuestra mente -joven como hace veinte años- está encerrada en un cuerpo que no es el nuestro. Pero, si aceptamos lo que se ve en el espejo, nos empezamos a dar cuenta que cuando contamos alguna historia, los más jóvenes nos miran con cara de “batallitas del abuelo”. Y el tiempo se hace más relativo que nunca. Las Navidades cada vez llegan antes, pasada la Virgen de agosto ya estamos sacando los abrigos y el hijo del vecino que hace nada jugaba en el parque ya está en la universidad. Nos acordamos perfectamente de aquella semana de “vacaciones” que nos dieron cuando murió Franco y lo que nosotros contamos ahora está más lejano en el tiempo que las historias de postguerra y estraperlo que nos contaban a nosotros. Adelantados a traición ahora las cosas cambian sin darnos tiempo a asimilarlas y sí, morirse con sesenta años es una muerte prematura. En este contexto podemos encerrarnos en aquello de que cualquier tiempo pasado fue mejor, aunque lo único verdadero es que cualquier tiempo pasado fue diferente. Hubo cosas mejores y peores. Nosotros decidimos y vamos decidiendo qué merece la pena conservar y que no. Los más jóvenes renuevan, aceptan o rechazan lo que nosotros vamos dejando en el camino. En ese proceso de cambio, de avance o progreso –aunque no siempre nos parezca ni tal avance ni tal progreso- podemos ser una “red de experiencia” al servicio de los más inexpertos o un lastre para los jóvenes que traen novedades. Podemos intentar extraer lo positivo de nuestra veteranía aplicable a este momento o convertirnos en el cascarrabias que refunfuña ante cualquier novedad y reniega de todo lo que le es desconocido. El tiempo fluye, transcurre, no existe la foto fija sino el desarrollo. Con él, el mundo en perpetuo cambio y nosotros inmersos en su seno. Imprudentes por impaciencia al principio e imprudentes por exceso de cautela al final. Jóvenes impacientes por comernos el mundo, mayores temerosos porque cambie la realidad en la que nos sentimos cómodos. Tiempo traidor que nos lo fiaba muy largo y que acelera progresivamente el final.

SAN FERMÍN SÍ, RESPONSABILIDAD COLECTIVA.

Si pasando la curva de Mercaderes, entrando en la Estafeta, la manada derrapa, a menudo algún animal queda descolgado y en su recorrido hacia la plaza es fácil que se cebe con algún mozo, una víctima fácil para un morlaco que le supera en fuerza, en envergadura y en instinto irracional. Los corredores de encierros no siguen como si nada hacia la plaza ni pasan mirando hacia otro lado, arriesgan su vida por salvar de las astas al compañero que se encuentra en una situación de indefensión. No son los Sanfermines una excepción, pero después del caso de esa otra manada de “morlacos”, superiores en fuerza, envergadura y en instintos irracionales, recuperar la fiesta y hacer de los Sanfermines un espacio en el que cualquier persona pueda moverse libre y sin miedo no es sólo una tarea institucional ni exclusivamente una obligación policial, es también una responsabilidad colectiva ya que estas situaciones tan graves tienen su base en comportamientos de acoso sexual que se produce en espacios públicos, en un espacio tan propio de nuestras fiestas. Yo propondría un objetivo, que los cinco metros cuadrados que nos rodean a cada uno, los establezcamos como “cinco metros libres de acoso y abusos”. Porque la pasividad de quienes son testigos de estos hechos o –lo que es peor- la participación como público que lo alienta, son aspectos frecuentes y fundamentales en situaciones de acoso que se producen en lugares públicos. La maldad de alentarlos es evidente. En cuanto a la pasividad, en general nos sentimos culpables de nuestros malos actos pero nos cuesta sentirnos culpables de los actos que no hemos realizado, el tradicional pecado de omisión que también en algunos casos -como la omisión de ayuda- es delito, pasa con frecuencia inadvertido a nuestra conciencia. ¿Qué podemos considerar acoso público o callejero? Toda práctica que ocurre en espacios públicos, que tiene el potencial de provocar malestar en la víctima y que posee carácter unidireccional. Es indiscutible que si algo tienen las fiestas de San Fermín es ser fiestas de calle, fiestas que se desarrollan en espacios públicos y que por ello, de alguna forma, nos hace a todos responsables de lo que en ese ámbito público ocurra. Por otra parte, el acoso es una situación que genera malestar. Sufrir acoso supone situarte en una situación de inseguridad, de inferioridad no sólo física, sino también en cuanto a tus derechos, a tu “ser persona” con capacidad de decisión. Supone generar sentimientos negativos como asco, culpa, miedo y supone condicionar comportamientos posteriores. Y por otra, es unidireccional. Que en un momento determinado alguien capte la atención de un extraño y éste pase a establecer algún tipo de relación con la otra persona, aunque en esa relación se incluyan proposiciones de tipo sexual, no quiere decir que exista acoso. La frontera entre lo que es acoso o no lo es, la establece que sea un acto unidireccional o unilateral, es decir, es acoso si no es un acto de comunicación o relación entre dos personas que voluntariamente así lo aceptan, es acoso si es un acto exclusivo de una parte que sin tener en cuenta los deseos de la otra toma iniciativas que coartan su libertad y que son por lo tanto violentas. Aunque el sistema judicial tiene razones que la persona media no entiende, creo que “las personas medias” tenemos el suficiente criterio como para discernir una situación de acoso de otra que no lo es. El lenguaje corporal, la invasión del espacio vital, el contacto físico rechazado, la presión de un grupo numeroso, las condiciones que pueden alterar la capacidad de decisión –borrachera-… son indicios como para ponernos en alerta en los cinco metros cuadrados que nos rodean.