Conla bendición de los Santos canonizados y reconocidos, el día uno de noviembre
nos acercamos a esos otros Santos, difuntos más cercanos y conocidos que no
tienen sus fiestas patronales, sus romerías ni su día específico en el
santoral.
Son
abuelos, padres, hermanos... que nos fueron dejando siempre en mal momento y
que por un día tienen su pequeña ofrenda, su pequeña procesión, su pequeño día
en el santoral doméstico. Volver al pueblo, acudir en familia, llevarle unas
flores, encontrarte con amigos y vecinos que ves casi de año en año, recordar
viejos tiempos o quedarse en casa con un recuerdo especial para ellos... son
partes del ritual y de la tradición de Todos los Santos.
Pero
a este lado, volviendo al pueblo, llorando ante las lápidas, yendo al
cementerio, llevando flores y luciendo las mejores galas quedamos los vivos:
proyectos inacabados que a diferencia de los que estamos recordando, todavía
tenemos que vérnoslas con nosotros mismos, con el “público en general” que nos
rodea y quizá con el propio difunto que pena porque un huerto y cuatro duros ha
provocado que sus hijos ya no se hablen.
Es también el día de la catarsis, de la tranquilización de
conciencias, de las apariencias, de compensar las omisiones, de la purificación
de faltas, de las muestras públicas de dolores fingidos que se traducen en
grandes y caros ramos y coronas que figuradamente ocultan aquello que realmente
queremos ocultar: todo lo que dejamos de hacer cuando estaban vivos. –Lo cual
no quiere decir que todos los grandes ramos oculten culpas-.
Por
pura ostentación o dejándonos llevar por lo que hay, los gastos que genera la
muerte es la “inversión” más absurda que podemos inventar. Al menos los
egipcios y otra culturas enterraban a sus muertos con objetos necesarios para
otra vida. En nuestra cultura, una situación de veinticuatro horas supone un
gasto medio de 3.500€ sin otro fin que acabar volatilizados en un horno
crematorio o similar. Los más exquisitos utilizan maderas nobles e interiores
de lujo para comodidad del difunto.
En
otro orden de cosas -todavía demasiadas personas- no sé si por desconocimiento,
pereza, no creo que por egoísmo; no sólo pierden su vida, sino que dejan por el
camino varias vidas más.
No
sólo ellos mueren sino que se llevan la esperanza y la vida de varias personas
que podrían sobrevivir o mejorar considerablemente su calidad de vida si ellas
hubieran donado sus órganos.
Y
en ese afán por simplificar la realidad, por infantilizar el mundo; en ese
proceso constante que va machacando nuestra cultura, las series americanas con
Disney Channel a la cabeza nos han traído ese Halloween comercializado y típico
de la cultura norteamericana que ha convertido el día de Todos los Santos en
una versión descafeinada y reconvertida de nuestros carnavales, en una ya casi
tradición para muchos niños que sustituirán ese día de recuerdo por una noche
de “truco o trato” cargados de caramelos, máscaras y juegos, emulando a los
protagonistas de “¡Buena
Suerte, Charlie!” o “La Gira” y dejando para los más mayores ese
rollo de acordarse unos minutos de los muertos que ya sólo tienen cabida en las
películas de zombis.
Pero
al fin y al cabo los difuntos no tienen circunstancias, las circunstancias nos
quedan a los vivos. Nosotros somos los que tenemos que capear su muerte y la
nuestra, los que cambiaríamos un café y una conversación ahora por todas las
flores que nos puedan traer luego, los que tenemos los valores de la vida para
compartir con los que están vivos, los que podemos lamentar que no nos vemos y
no que ya nunca podremos vernos.
Evitar egoísmos, omisiones, vanalizaciones... no es una cuestión de
difuntos, sino de los que estamos aquí y ahora recordándolos.