miércoles, 23 de diciembre de 2015

CONFIANZA.

Dicen que con el pecado va la penitencia. Será por eso que la mentira, una traba fundamental para la comunicación y las relaciones humanas, supone al mismo tiempo una falta de confianza en la persona que miente.
Si la persona que falta a la verdad pertenece a un grupo, no sólo se perjudica a sí mismo sino también al grupo del que es miembro. Y para más inri, si ese grupo no tiene los mecanismos adecuados para prevenir estos comportamientos, la pérdida de confianza parece que tiene que ser total.
Estos últimos años estamos viviendo un continuo no ya goteo, sino casi inundaciones, de casos de corrupción tanto individual como en partidos e instituciones que han escapado a los mecanismos de control. Estamos viviendo también un aluvión de comportamientos legales pero poco éticos. Además, hemos vivido una legislatura en la que los programas electorales se han olvidado y en la que las posiciones políticas han variado en función de los importantes cambios que se han ido produciendo. Con todo ello, si la confianza en los políticos ya era poca, todavía ha ido disminuyendo. Que una política sea calificada por los ciudadanos con 5,9 se considera un éxito, la mayoría no llega al 5.
Corrupciones e incumplimientos han provocado un mal todavía mayor que los miles de millones que de una forma u otra se han robado, han provocado la pérdida de confianza en los políticos como grupo dedicado a gestionar nuestros medios y solucionar nuestros problemas.
En este contexto una nueva fuerza política –Podemos-, supo aglutinar el descontento y la decepción de muchos ciudadanos procedentes de distintos lugares políticos pero unidos por esta decepción. Creo que al margen de sus posiciones políticas, hay que reconocerles el mérito de objetivar en un partido el descontento generalizado de la sociedad civil. A este carro se sumó la extensión a territorio nacional de Ciudadanos.
Por su parte, los partidos de siempre se han limitado a realizar alguna cuestión de maquillaje. Leve en el Partido Popular y más significativa con los cambios de líderes en el Partido Socialista e Izquierda Unida, aunque estos cambios no acaben de cuajar como una regeneración de unos partidos que se han mostrado como pesadas máquinas, como estructuras de poder difíciles de modificar.
En este contexto nos situamos frente a una legislatura con grades retos inmediatos, primero llegar a un acuerdo para formar gobierno y luego la creación de empleo, que el empleo sea de calidad, reducción de la diferencia entre las rentas más altas y las más bajas, garantizar las necesidades básicas para todos los ciudadanos… Pero además está en la mano de todas las fuerzas políticas una cuestión fundamental: recuperar la confianza de los ciudadanos en los gestores públicos y volver a ilusionar con sus proyectos.
Llevamos ya varias convocatorias electorales en la que no se vota a favor de un proyecto político sino en contra de otro. Se vota por rechazo y no por atracción. No se vota porque más o menos me convenza una propuesta sino para que no salga otra. Y no es un buen síntoma en un sistema democrático que en lugar de generar ilusión los partidos generen rechazo.
Colocados cada uno en su novedad, experiencia y propuestas. Favorecidos o perjudicados por no haber ejercido responsabilidades políticas o por haberlo hecho, los resultados son los que son y en consecuencia sus responsabilidades.

Pero en manos de unos y otros está una cuestión fundamental: recuperar la confianza que los ciudadanos debiéramos tener en nuestros representantes.

lunes, 23 de noviembre de 2015

EUROPA EN GUERRA

Es evidente que los primeros responsables de los atentados son los que disparan, los que ponen las bombas y quien de forma directa les apoya dándoles información o prestándoles infraestructura. No son menos responsables quienes con sus ideas radicalizan a estos jóvenes para que se inmolen en nombre –en este caso- de Alá.
Es evidente también que este tipo de acciones merece el rechazo más absoluto y la acción de las fuerzas de seguridad para evitar nuevos atentados.
Por otra parte, es normal que nos influya y sintamos más la muerte de nuestros vecinos franceses que la de otras víctimas lejanas con las que en principio tenemos pocas vinculaciones –aunque esto no escusa nuestra a veces total indiferencia-. Pero esta cercanía, nosotros también fuimos víctimas de los atentados yihadistas, puede cegarnos a la hora de hacer un análisis más objetivo que vaya más allá de la reacción inicial y visceral: nos atacan luego bombardeamos.
Los fanáticos no necesitan excusas objetivas, si no las hay se las buscan. Pero esto no quita que además de aplicar medidas policiales hagamos un análisis de nuestros actos para aprender de nuestros errores.
Si nos remontamos unos años, podemos plantearnos por qué después de la guerra de Irak aumentó el terrorismo islámico, podemos plantearnos que las intervenciones en estos países han traído consecuencias que fuimos incapaces de predecir y que han complicado todavía más la situación. En la actualidad podemos pensar de dónde proceden sus armas y municiones, quién compra el petróleo que producen y con el que se financian –según Putín varios países del G20 lo compran- o podemos pensar si no pueden evitarse las donaciones particulares que reciben de acaudalados partidarios de Arabia Saudí, Quatar o Kuwait.
Desde un punto de vista más social, podemos pensar por qué musulmanes moderados o incluso personas no musulmanas se acaban radicalizando y uniendo a estos grupos. El Consejo de Seguridad de la ONU calcula que 25.000 extranjeros se han unido como combatientes a Al Qaeda o al Estado Islámico.
Habría que pensar en la influencia que tiene la enorme desigualdad entre nuestros países y los suyos, y si nuestra contacto ha servido para aumentar su desarrollo -su educación en principios como la libertad o la tolerancia- o si por el contrario el contacto con los países occidentales ha causado justo el efecto contrario.
Tendríamos que pensar por qué los hijos de los emigrantes no se han integrado en la sociedad en la que incluso han nacido y continúan siendo considerados emigrantes, con el agravante de que también son considerados ajenos en el país de origen de sus padres; quedándoles exclusivamente como referencia, como  grupo en el que estar integrados, su religión.
Es verdad que son culturas muy diferentes a las occidentales, pero también es verdad que se ha tendido a mantenerlos en “guetos”: suburbios marginales con un alto porcentaje de población musulmana, marginados de la sociedad autóctona en la que debieran integrarse.
Muy afectados, los jefes de los gobiernos occidentales no son capaces de ponerse  de acuerdo en una política unitaria y la única respuesta es más aviones y más bombas entrando en una dinámica difícil de romper y en la que los que más sufren son los civiles de ambos lados que ni entran ni salen en las políticas de sus gobiernos: 132 ahora en París, 191 en el atentado de los trenes en Madrid, 3000 en los atentados del 11-S, al menos 100.000 en la guerra de Irak, 220.000 en la guerra de Siria –el 27% menores de edad-.

Civiles que aquí acabamos conociendo con nombre y apellidos, si tenían hijos y sus planes de futuro. Pero que cuando son de allí los llamamos daños colaterales, daños colaterales con familias y vecinos que si no lo eran se radicalizan y que acaban creyendo que más guerra solucionará el problema.

jueves, 5 de noviembre de 2015

¿DÍA DE DIFUNTOS?

Decía el filósofo Epicuro que el ser humano no debe preocuparse por la muerte: cuando estoy vivo no existe la muerte y cuando estoy muerto no existo yo.
Comparto la segunda afirmación aunque no tanto la primera: sólo podemos hablar con sentido de estar vivos, si frente a ella, junto a ella, con ella; está la muerte. Como personas con una vida en un mundo material –aunque puedas creer que tras la muerte hay otra-, la inmensa mayoría sólo afirmamos esta vida enfrentándola a la muerte.
Por eso –y contra lo que decía Epicuro-, morirse es lo más intrínseco a estar vivo. La muerte marca la vida y le da sentido. Entendiendo por “sentido” que nuestras acciones, nuestros planes o nuestras esperanzas sólo se entienden en un contexto marcado por el fin de nuestra existencia.
Con los años nos vamos dando cuenta de que “por mucho que me quede, me queda poco”, pero en general ocultamos y nos ocultamos a nosotros mismos que nos vamos a morir, aunque de una forma u otra, disfrazado, escondido tras los símbolos, nuestro fin esté ahí presente.
Día de difuntos. Recuerdos, emociones, historias en familia, flores, visitas a las tumbas. ¿Para quién son las flores que adornan nuestros cementerios? No para los difuntos.
Supongo que Epicuro estaría de acuerdo conmigo: recuerdos, emociones, historias en familia, flores y visitas,  son todas cosas de vivos.
Las lápidas limpias, los adornos, los faroles, no son tributos a los muertos. Son una forma de mostrar la soledad, la añoranza, lo vacía que nos quedó la vida. Quizá también una forma de conjurar nuestros remordimientos, de compensar las visitas que no hicimos o de querer mostrar ante todos que sufrimos más porque nuestro ramo es más grande.
Por unos días convertimos las tumbas en un jardín por el que pasear con nuestras mejores galas, paseamos entre aromas agradables mientras recordamos sus vidas y sus muertes, nos reencontramos con hijos, nietos, antiguos vecinos… Convertimos en atractivo lo que el resto del año es soledad, vacío, silencio sólo interrumpido por alguna que otra visita que sigue quitando hierbas y llevando alguna flor también durante el año.
Lo hacemos, como si quisiéramos convertirlo en un lugar deseable, en una especie de feria anual en la que trasformamos nuestros cementerios, los disfrazamos para convivir de forma más llevadera con la muerte. Porque en el fondo, incluso sin darnos cuenta, penamos por los caminos del cementerio  pensando que tarde o temprano ese será nuestro lugar.
Me dirán que estoy lúgubre, tétrico. Pero estos sentimientos negativos que provoca hablar de nuestra muerte no son sino mecanismos de defensa que ocultan la incapacidad o el miedo para asumir nuestra condición humana, que al menos de alguna forma termina aquí.
No es fácil. No es fácil asumir la separación definitiva, la ausencia inevitable, el deterioro progresivo, la frustración quizá inmediata de todos nuestros planes. No es fácil asumir el fracaso de todo lo que he querido, el descalabro de todos mis proyectos, aceptar que soy –excepto para unos pocos- absolutamente accidental y prescindible. Y lo disfrazo.
Lo disfrazo con lápidas y panteones, con conversaciones cargadas de alabanzas, reconstruyendo historias de cuando el abuelo nos llevaba en el tractor y nos traía los primeros melocotones. Pero todo esto son cosas de vivos. De vivos que quieren pensar que de alguna forma lo seguirán estando cuando al menos alguien los recuerde. Pero “estar de alguna forma” es no estar, porque -como diría Epicuro- “cuando estás muerto ya no estás”.
¿Día de difuntos? Día de los que todavía no lo somos.

miércoles, 21 de octubre de 2015

ALZHEIMER, IN MEMÓRIAM.

Todos tenemos nuestros despistes, decíamos. Yo a veces también llego a la puerta de la cocina y me vuelvo sin saber qué iba a coger.
Pero poco a poco fue ya frecuente que nunca supieras donde estaban las llaves, que titubearas al querer decir el nombre de los vecinos o que tu humor fuera y viniera. Nos preocupamos de verdad cuando no supiste llegar al taller al que toda la vida habías llevado el coche.
Estabas empezando. Nunca conseguiste aclararte con el mando de la tele nueva y dejaste de salir los domingos al vermú con los amigos, preguntabas cien veces  qué día tenías que ir al médico y hasta la boda de tu sobrina la cambiabas de fecha y hasta de mes.
Te costó una enfermedad y muchos enfados que no te dejáramos coger las herramientas. Ibas de aquí para allá en el taller a tu ritmo, un nuevo ritmo muy diferente a ese otro ágil y dinámico que tantas veces me habías dicho que yo no tenía.
Quizá aquí comenzó lo peor. Primero te enfadabas con nosotros porque “te cambiábamos las cosas de sitio” o porque “no te contábamos nada”. Luego, te fuiste dando cuenta que eras tú.
Te diste cuenta que te costaba entender lo que siempre habías entendido y que te costaba hacer lo que siempre habías hecho. Que había espacios de tiempo de los que no recordabas nada y que a los nombres de siempre no les ponías cara. Bastante más tiempo te costó aceptarlo.
Estuviste a días y a ratos deprimido, enfadado, nervioso, aislado. Te arrancabas de repente y te ponías con esmero hasta que parabas, en blanco, sin saber como seguir. Nos decías que no entendías, y nos lo volvías a repetir.
Todavía entonces querías ver los partidos de Osasuna y levantarte a ver los encierros aunque te desconcertaba ver en el mismo encierro que los toros pasaran varias veces por telefónica.
Fue otro mundo. Contabas tus andanzas de pequeño como si hubieran sido ayer y preguntabas si tu padre había vuelto del campo. Cada mañana, al despertar en la habitación en la que llevabas durmiendo más de cincuenta años, querías volver a tu casa porque te estarían esperando. Tu hija a ratos, era tu madre. Tu mujer, una señora que te obligaba a dar un paseo y a tomar las pastillas. Tus pasos, un deambular sin sentido por el pasillo.
Nos explicabas una y otra vez quién eras, de qué casa, que tu padre estuvo en América y que hiciste la mili en Sabadell. Nos preguntabas quienes éramos o nos confundías con algún peón que vino a segar de no sé donde el año que se caso tu hermano.
A pesar de todo, también sonreíamos contigo cuando cantábamos las canciones de tu juventud o te preguntábamos por tus novias. También el día que pasó a verte la vecina y le contaste “en secreto” que la mujer que vivía en la casa de al lado se ponía debajo de la parra a escuchar las conversaciones.
Ya no conocías a tus amigos, los recibías sonriente pero cuando pensabas que no te oían preguntabas: : ¿y este quién es?. Hubo que tapar los espejos porque decías que en tu habitación había un hombre.
Decían los médicos que los ejercicios de memoria retrasarían el proceso. Jugabas con tus nietos a recordar debajo de qué tarjeta estaba el gato, el color rojo o la letra de tu nombre.
Te fuiste apagando. La mirada se quedó en el infinito, apenas hablabas. Poco quedaba del marido, del padre, del abuelo. En otro mundo o ya sin mundo te dejabas llevar de aquí para allá mientras físicamente aún podías hacerlo. Salías a pasear como si nadie te acompañara, comías por comer, mirabas sin ver, callabas porque ya no quedaba en tu mente nada que decir.
Vimos consumir tu cuerpo después de que tú ya te habías ido.
Y así, poco a poco, fuiste desapareciendo. 

lunes, 12 de octubre de 2015

INTELIGENCIA E INGENIO: EL SENTIDO DEL HUMOR.

Tradicionalmente, cuando hablamos de inteligencia nos referimos a la capacidad de algunas personas para superar sus estudios con un buen expediente o para realizar importantes investigaciones y descubrimientos.
En los últimos años –ya décadas- y como consecuencia del desarrollo de la “inteligencia artificial”, se han ido concretando diversos usos o tipos de inteligencia: unos similares a los que desarrollan los ordenadores, otros específicos del ser humano y todos ellos relacionados entre sí.
Pero entre esos usos, pocas veces encontramos la inteligencia como una capacidad relacionada con lo lúdico. Sin embargo la ironía, el humor, la picardía, la comicidad, la astucia, la parodia, el chiste o el juego no son sino muestras de inteligencia e ingenio.
Habitualmente hablamos de: inteligencia computacional, inteligencia como capacidad de abstracción, inteligencia como modo de autodeterminación o de inteligencia emocional.
Pero la inteligencia como ingenio, como risa, también tiene su espacio.
Un chiste es una historia cuyo final sorprende agradablemente, es inesperado, novedoso, breve. Es consecuencia del ingenio necesario para crear un final diferente, más allá de la lógica, de lo esperado, de la verdad o falsedad, del sentido: un juego de palabras no dice nada pero puede ser gracioso sobre todo si se hace rápidamente, sobre la marcha, es original y por tanto sorprende.
Fue famoso por su ingenio el diccionario de José Luis Coll -llavero: Instrumento que permite perder varias llaves al mismo tiempo-. Y son muestras de ingenio las viñetas que al mismo tiempo que consiguen una sonrisa son capaces de trasmitir en dos frases ideas que a otros cuesta un artículo. El Roto, a propósito de la situación en Grecia, dibuja dos señores en tonos oscuros que dicen: “- ¿Y no se os ha ocurrido pensar en los dientes de oro de los griegos?, a lo que el otro responde -¡Anda, es verdad!”.
El ingenio burla la realidad y la norma. El bufón entre chistes y parodias, decía al rey lo que sus consejeros no se atrevían. Forges, después de que Franco se recuperara de un grave problema de salud publicó una viñeta en la que aparecía un señor con una botella de champán sin abrir y entre telarañas. Cuando los censores le preguntaron que esperaba celebrar, Forges respondió que una victoria del Atletico de Madrid.
El humor es una forma de superar la realidad. Nos reímos de la muerte: “ha estirado la pata”, “se ha quedado tieso” e incluso algunos son capaces de reírse de si mismos. Una persona bajita comenta: “cuando era pequeño me gustaba pasear en bicicleta, ayer mismo me di un paseo”.
La risa y la sátira son transgresoras. Pero ¿tiene límites la transgresión?
Los límites varían. Quizá ahora Góngora hubiera denunciado a Quevedo por reírse de él: “Érase un hombre a una nariz pegado…”. Al menos se consideraría políticamente incorrecta la greguería de Ramón Gómez de la Serna: “El manco de los dos brazos se quedó en chaleco para toda la vida”. Arévalo no se ganaría la vida contando chistes de gangosos, tartamudos y “mariquitas”. Y Martes y 13 ni siquiera hubiera hecho la parodia de la mujer maltratada “mi marido me pega”.
El señor atado a la realidad, el que no es capaz de encontrar la segunda intención, el que no entiende de ironías es soso y aburrido. El humor y el ingenio nos ofrecen otra visión, otra perspectiva, otra forma de ver la realidad, otra inteligencia.

martes, 14 de julio de 2015

DECÁLOGO DE MADUREZ.

Dicen que la experiencia es un grado, pero no es cuestión ni de exagerar ni de menospreciarla.
Exageramos si pensamos que en nuestra experiencia podemos encontrar respuestas a todas las preguntas y solución a todos los problemas que nos surjan. En esta línea, la experiencia no será una ayuda sino un lastre: seremos incapaces de resolver cuestiones nuevas que vayan apareciendo.
Pero tampoco hay que menospreciarla. Gracias a nuestros aciertos y errores hemos ido acumulando mecanismos, estrategias, escarmientos y satisfacciones que pueden servirnos para encarar el futuro.
Cada uno llevamos detrás nuestra vida, nuestras situaciones, nuestros éxitos y fracasos. A partir de esa posición tenemos que afrontar el futuro.
Creo que con este bagaje, a medio camino entre la experiencia y el futuro, es buen momento  para establecer unos principios que elaborados con lo que hasta ahora hemos vivido, nos sirvan para mejorar y no perder el tiempo.
A continuación detallo algunos que ni siguen un orden establecido ni pretendo que sean universales pero que quizá puedan darles algunas pistas.
Primero: no rechazaré ninguna idea por el hecho de que sea nueva, no dejaré que la experiencia que me han dado los años me convierta en intolerante. No rechazaré algo porque no encaje en mis esquemas, por miedo a lo nuevo o por incapacidad para asumirlo. No juzgaré con prejuicios sino escuchando lo que dicen y viendo lo que hacen, porque la experiencia o la información que recibimos nos “impone” unas valoraciones que no se corresponden necesariamente con la realidad.
Segundo: huiré de la monotonía, me plantearé nuevos retos. Dicen en economía que la empresa que no crece desaparece. La persona que se automatiza en su trabajo, en su relación de pareja o en su planteamiento vital “muere”.
Tercero: disfrutaré de mis hijos antes de que crezcan y se independicen. Todo pasa cada vez más rápido y dura menos tiempo. Para cuando te das cuenta son adolescentes, y como es lógico y normal poco a poco se van organizando la vida al margen de la de sus padres.
Cuarto: manifestaré mis ideas con respeto a todos pero independientemente de que les parezcan bien o mal. Ser como todos para ser aceptado por el grupo es cosa de adolescentes.
Quinto: pasaré más tiempo con las personas y menos en internet. No puedo ignorar a mi compañero de mesa porque estoy mirando el móvil.
Sexto: no desperdiciaré ninguna ocasión para pasar un buen rato. El tiempo no pasa en balde y ya vamos viendo a coetáneos nuestros víctimas del infarto, el ictus o el accidente. Ya no podemos permitirnos el lujo de dejarlo para mañana.
Séptimo: aceptaré mis carencias y debilidades en función de que dependan de mi, de su importancia y de las veces que ya he intentado superarlas sin éxito. Dicen que las debilidades hay que vencerlas o  aceptarlas.
Octavo: me arriesgaré a ir más allá de las situaciones en las que me siento cómodo. Estamos bien en el mundo que controlamos y con la edad, cada vez nos cuesta más salir de él para aprender, si nos quedamos aquí estaremos cómodos pero ajenos a todo lo nuevo y diferente.
Noveno: no dejaré que salvadores, aspirantes a gurús o auto proclamados dueños de la verdad secuestren mi identidad. Grupos sectarios, políticos mesiánicos, oráculos del bien y la verdad buscan anular personalidades para absorberlas y disolver su individualidad.
Y por último: me implicaré activamente en las cuestiones que creo tienen que cambiar. No esperaré que la realidad sea como yo pienso que tiene que ser mientras pasivamente miro desde la barrera.
“Si en la madurez conservas intacta la inocencia, la ilusión, la alegría y la tolerancia, es porque la pureza de tu conciencia logró imponerse a la degradación y mezquindad de este perverso y feo mundo.” José Luis Rodríguez Jiménez.

jueves, 11 de junio de 2015

PRECARIEDAD EXISTENCIAL.

Veo un programa de televisión en el que una jefa se infiltra entre sus trabajadores y comparte faena con cinco compañeros. Al final del programa alaba el trabajo de unos y critica el de otros. A los primeros les premia económicamente con alguna ayuda y a los segundos les ayuda pagándoles algún curso de formación para que mejoren.
De los cinco es especialmente generosa con dos. Con uno porque no puede pagar los libros de texto de sus dos hijas y con otro porque debe doce meses de alquiler. Queda muy bien ella, el programa y el final feliz de la historia. Pero, ¿cómo hemos llegado al punto en el que nos parece normal que dos personas que trabajan su jornada laboral, que trabajan bien, que tienen una vida como la de cualquier otro, no puedan con su sueldo permitirse el lujo de comprar los libros de la escuela o pagar el alquiler? ¿No sería más lógico que la empresaria se planteara “qué poco debo de pagar a mis trabajadores si con el sueldo que cobran no pueden vivir”? De las ideas, por muy lógicas que parezcan, no se pasa necesariamente a la realidad.
Creo que hasta cierto punto es comprensible aunque no necesariamente justo, que en una situación de crisis el trabajo sea de peor calidad -menos seguro, peor pagado-. Lo que entiendo pero no comparto, es que con la excusa de la crisis se faciliten las cosas para que esta situación sea la habitual también en las empresas que funcionan y según parece, seguirá así en un futuro cuando la crisis remonte.
Tener un trabajo precario es algo más que la inseguridad laboral y económica, es vivir en la precariedad social, en una precariedad que toca múltiples aspectos de la vida: en una precariedad existencial.
Por mucho que nos quieran vender el ideal de la movilidad y del cambio permanente en el ámbito laboral, al menos como cultura -y me atrevería a decir que también como humanos- buscamos cierta seguridad y estabilidad que no es incompatible con una dinámica que nos lleve a algún cambio laboral o a mantener una formación continua en una realidad en continuo cambio.
El trabajo precario genera inquietud e incertidumbre: tanto en lo material como el acceso a una vivienda o los estudios que pueda dar a mis hijos como en cuestiones más etéreas como el proyecto vital que pueda plantearme.
En un sistema de  trabajo precario se pierde la posibilidad de tener una carrera profesional: no se puede pensar que si uno se esfuerza y forma adecuadamente va a tener también una promoción en su trabajo, y menos se puede pensar que una empresa van a invertir en la formación de un trabajador precario. En este sistema precario se pierden derechos laborales: si los pides te despiden y es difícil organizarse con otras personas que también van saltando de empleo en empleo.
Esta situación en la que no sé hasta cuando tendré trabajo, en la que desconozco si cuando vaya cumpliendo años me contratarán o si habré cotizado lo suficiente para jubilarme, crea preocupación y desasosiego porque fácilmente puedo perder todo lo que tengo.
En precario no puedo establecer vínculos sociales con compañeros, es difícil la integración en un grupo y se genera el aislamiento del trabajador que pierde referentes comunes, pierde el sentido de lo colectivo y pasa a ver en los compañeros competidores en lugar de compañeros que unidos pueden mejorar sus condiciones laborales.
Desde hace ya tiempo, en aras de mejorar la competitividad,  se ha venido legislando para aumentar la flexibilidad en el trabajo. Según los datos del Instituto Nacional de Estadística tras las dos últimas reformas laborales el empleo temporal se ha disparado y la impresión general es que esta tendencia será continuista. En esta tensión entre intereses económicos y bienestar de las personas van perdiendo las personas, la precarización de la vida no es una buena noticia.

VOTANTES Y PERSONAS.

Sería en octavo cuando en la asignatura de física nos enseñaban que puedes estirar un muelle con cierta fuerza de forma que cuando lo sueltas el muelle vuelve a su posición original. Nos enseñaban también que cada muelle tiene un “punto de no retorno” es decir, un límite: soporta un máximo de fuerza de manera que si la sobrepasas, el muelle se deforma y no recupera su posición original.
Todos tenemos nuestro límite.
No sé si ustedes -como yo- tienen un límite de resistencia a las noticias que causan enfado, decepción, disgusto, impotencia, asqueamiento general. Límite que si se supera, genera cierta deformación emocional que exige desconectar temporalmente de las noticias para ver la realidad desde una perspectiva más realista, desde la inmediatez que nos rodea.
En un mundo sin televisión sería difícil para la mayoría conocer de forma directa algún caso de asesinato por violencia de género o de secuestro de una menor. Los medios nos acercan al mundo, pero a “todo el mundo”, proporcionándonos tal acumulación de información –casi siempre negativa- que nos puede causar una visión excesivamente nociva del estado de las cosas, un excesivo pesimismo que no se corresponde con la realidad.
Tampoco sé si ustedes –también como yo- han llegado estas últimas semanas a su límite de “políticos en campaña electoral” y necesitaban dejar de sufrir los padecimientos del votante para volver a ser tratados como personas.
Si nos atenemos al trato recibido, el votante parece ser un espécimen superficial y voluble, de poca capacidad intelectual y raciocinio, nula memoria del pasado y susceptible de ser captado como se capta a un niño con un caramelo. Especialmente cansino es además que según parece, al votante hay que bombardearle mañana tarde y noche con la mismas frases, los mismos mantras, las mismas maravillas de cada uno y los infinitos defectos del contrario.
Ahora que sólo somos personas -esperemos que hasta que pase el verano-, parece que se dirigen a nosotros con una cierta normalidad. Parece que las omnipresentes, forzadas y permanentes sonrisas, el compadreo con la gente de la calle y las a veces ridículas situaciones en las que se han colocado, han quedado aplazadas hasta las elecciones generales. Parece que en su gran mayoría nos vuelven a tratar como si tuviéramos un coeficiente medio. Y parece que, aunque metidos ahora en sus estrategias para formar gobiernos y ayuntamientos, escuchamos afirmaciones que nos explican con más realismo en qué situación estamos.
Con una convocatoria electoral tan cercana quizá padezcamos el síndrome electoral. Un cuadro de síntomas que presenta ansiedad, rechazo, angustia o algún tipo de sarpullido cuando pensamos en ver un informativo o al imaginar de nuevo a unos candidatos que en lugar de contarnos sus ideas y proyectos nos bombardean con dibujitos y parodias dignas de primero de infantil.
Esperemos que en estos escasos meses seamos capaces de observar y pensar con más tranquilidad, de borrar de nuestro subconsciente musiquillas y afectos forzados, de llegar al contenido, de volver a nuestra situación previa para no forzar nuestro límite de tolerancia.
Ojalá que los pasos que los políticos den estos meses sirvan para que se retraten en sus pactos y en sus decisiones. Ojalá la vida real de las instituciones en estas escasas semanas sirvan para ver sus promesas en la práctica. Y ojalá que todo esto les lleve a hacer campaña para personas que votan y no sólo para votantes. 

miércoles, 15 de abril de 2015

TIEMPO DE ARTE Y FILOSOFÍA.

Quizá sea que nos hemos acostumbrado a ver la vida con banda sonora, como en las películas, por lo que ahora la realidad tal cual nos resulta sosa. Quizá sea también que el ritmo nos lo pongan desde fuera, y nosotros sólo nos adaptemos a la música que va sonando.
Quizá sea que ya soy de otro siglo, que nací tarde o que de vez en cuando padezco algún ataque de melancolía. Pero a veces este ritmo me desborda, freno mientras veo como los sucesos me adelantan y tengo morriña de un pasar más pausado, de volverme a sentar para escuchar música en lugar de moverme a la marcha que va sonando.
Quizá sea verdad que la economía marca el ritmo. Los productos se “reproducen” más rápido, se desfasan antes y cada vez transcurre menos tiempo para que sean viejos. Cada vez la satisfacción dura menos y la insatisfacción es más fuerte y profunda, la información –o mejor los datos- se multiplican exponencialmente y la total dedicación de mis capacidades no son suficientes para procesarlos.
Es tiempo de más en menos, de grandes desmanes concentrados en momentos. De “ya”, de “hoy”, de “todo”. Si me lo prometes para la semana que viene no lo quiero.
Quizá sea por eso que ya es preocupante el número de jóvenes que recurre a la prostitución porque ya no compensa el tiempo invertido en conocernos. La comida rápida, los viajes relámpago, todo en uno, sólo los titulares…
La comunicación hay que limitarla a ciento cuarenta caracteres, las páginas web no deben ocupar más de pantalla y media, y prácticamente nadie pasa de la segunda página que ofrece el buscador. Los mensajes, la política, la publicidad, las relaciones humanas hay que condensarlas en un lema, una frase, un logo, un emoticón…
En este contexto nunca hay tiempo. Lanzados en caída libre a la máxima velocidad posible para conseguirlo todo. Siempre deseando mas que disfrutando y siempre contando lo que no tenemos.
Aquí el arte distrae, la filosofía molesta. Esto no sirve, por tanto al estado no le interesa.
La ingeniería aniquila a la poesía, la matemática aplicada suprime la comprensión del mundo, el ritmo de la robótica calla la música, el ordenador pretende sustituir a la creatividad.
Exactitud, precisión y rigor pretenden encerrar la indefinición, las vaguedades y las perspectivas consustanciales a estar vivo.
Somos algo más que peso, altura, latitud y longitud. Más que poder adquisitivo, franja de edad y esperanza de vida. Podrán decirnos con datos estrictamente rigurosos y técnicamente precisos en dónde estoy, mis hábitos de consumo o mi porcentaje de grasa corporal; pero esa información no me acercará un ápice a algo que dé sentido a mi vida o a ese tipo de comprensión del mundo que yo necesito.
Pretenden marcarme el ritmo, etiquetarme, convertirme en uno más uniformado con el resto. Pero tengo derechos. Derecho a ser diferente, a definirme, a elegir. Derecho a cambiar de opinión, a equivocarme, a que no me guste. A estar triste o a “hacer una locura” para sentirme bien. Tengo derecho a inventar y a pensar. A divertirme de otra manera y a ser “políticamente incorrecto”. Tengo derecho a que me de igual no estar en el porcentaje adecuado e incluso derecho a ser considerado raro.
Quizá sea porque el arte expresa, porque ve el mundo desde otra perspectiva. Quizá sea que el pensamiento, la actitud crítica o la observación atenta, acaban poniendo sobre la mesa nuestro perfil malo, el que no queremos ver, el que queremos ocultar. Quizá sea que sirven para tanto, que a los que sólo ven encima de sus narices les parezca que no sirven para nada.
Quizá sea por eso que no es tiempo, ni de arte ni de filosofía.

viernes, 27 de marzo de 2015

ELOGIO DE LA POLÍTICA

Si entendemos por política la actividad que realizan los políticos no parece que sean buenos tiempos para su elogio, pero la política así entendida no es mas que un reduccionismo de un significado mucho más amplio. El término política significa organización de la polis –de la ciudad-, su fin es resolver los problemas que se le plantean al ser humano por vivir junto a otros seres humanos.
Decían antes “la política para los que viven de ella”, pero es un gran error y una gran manipulación que en realidad quiere decir: deja la política en mis manos, no te metas, que yo decidiré por ti.
Se puede vivir al margen de la política pero la política es necesaria para organizar la ciudad. En consecuencia, no parece muy inteligente vivir al margen de decisiones que van a establecer mis condiciones laborales, mi jubilación, el precio de la electricidad, si mis hijos van a tener una beca o si me voy a tener que pagar la ambulancia.
Esa separación radical entre sociedad civil y gobernantes que se daba en las monarquías absolutas, las democracias censitarias o las dictaduras del siglo XX se supera con la llegada de los sistemas democráticos, pero no todas las democracias son iguales: hay unas en las que los ciudadanos participan de formas variadas y activamente en la vida pública, y otras en las que esa participación es mínima. En las primeras, los ciudadanos se organizan en asociaciones o coordinadoras, se afilian a sindicatos, se manifiestan o recogen firmas, donan dinero, participan en los partidos políticos… se movilizan. En la segunda se limitan a votar cada cuatro años y se desentienden aunque no dejen de manifestar sus quejas esperando que la realidad cambie por sí sola.
Hemos perdido la conciencia de que nuestra situación actual, los derechos que ahora tenemos, son consecuencia de la implicación política de nuestros padres cuando hacían huelga o se jugaban el tipo delante de “los grises”. Tampoco tenemos conciencia de que nuestra pasividad política es la causa de la pérdida de esos derechos hoy y según parece, de su pérdida en un futuro bastante prolongado.
En muchos casos nos han querido enseñar que la política es mala, que politizar un asunto es contraproducente; pero la política es necesaria porque nuestra vida es pública y común. Politizar es poner sobre la mesa un asunto para buscar su solución. La posición ante los problemas que genera nuestra convivencia no es ser político o apolítico sino, yo participo e influyo en la solución del conflicto u otros lo hacen por mí.
No es nuestra sociedad una sociedad excesivamente implicada en la vida pública. No es una sociedad excesivamente implicada porque procedemos de una historia reciente en la que el poder político se ha ejercido al margen de la sociedad civil y porque los gerentes públicos no han querido darse cuenta de que son representantes y no dueños de la política. En consecuencia, no han alentado la participación ciudadana en la vida pública sino que se han sentido muy cómodos en una democracia mínima en la que la participación ciudadana se reduce al voto cada cuatro años.
Elogio de la política, de la toma de decisiones para solucionar problemas y para mejorar la vida de los ciudadanos. Pero también de forma inseparable, elogio de la participación política: de la implicación, el compromiso, la dedicación a los asuntos que por ser públicos son también míos.
Elogio de la educación política: educación en los valores sociales y en la solución de tensiones entre grupos que conviven “bajo el mismo techo”, educación en la tolerancia, la empatía y la solidaridad necesarias para no eludir los problemas sino para solucionarlos.

domingo, 22 de febrero de 2015

TITULACIONES DE GRADO EN TRES AÑOS.

La última propuesta del Ministerio de Educación ha sido la de permitir que las universidades establezcan estudios de grado de tres cursos, que podrían completarse con otros dos años de master.
A propósito de este tema, los responsables de educación han hecho diversas afirmaciones: unas verdaderas, otras verdades a medias y otras directamente que no se han hecho o se han intentado ocultar.
Es verdad que en los países de nuestro entorno esta modalidad de organización es habitual y que era un perjuicio para los estudiantes españoles tener que cursar cuatro años para conseguir el mismo título que la mayoría de nuestros vecinos europeos consigue en tres.
No son tan evidentes otras de las virtudes que se le atribuyen. Verdades a medias, ya que se tienen que dar una serie de condiciones para que se cumplan.
Se afirma que los estudiantes se incorporarán antes al mercado laboral, y que ellos y sus familias se ahorrarán un año de estudio y de dinero. Pero ¿existe mercado laboral al que incorporarse?. En la actualidad los centros educativos están más desbordados que nunca precisamente porque no existe demanda de empleo. Incluso los que ya trabajaban han vuelto a las aulas porque se han quedado en paro.
Suponiendo que hubiera empleo, ¿cuál va a ser la situación laboral de un titulado de tres años frente a los que hayan estudiado dos cursos más de master?, ¿cuál va a ser la valoración que el mercado de trabajo haga de estos graduados venidos a menos?, ¿cuáles van a ser los puestos que ocupen y su remuneración?  –Venidos a menos porque este título equivale supuestamente a la licenciatura que se cursaba en cinco años o a los estudios de grado de cuatro años, y venidos a menos porque bajan un nivel en la escala de formación-.
¿Favorecen estos cambios el acceso a la educación?. En este aspecto la situación se omite.
Según los datos del “Observatorio del Sistema Universitario” de los 33 estados de la Unión Europea estudiados en la inmensa mayoría de los países de nuestro entorno ya los estudios de grado son más baratos que en España. España es el décimo país más caro teniendo en cuenta además que de los 23 restantes, en 11 estos estudios son totalmente gratuitos y en los otros 13 el precio oscila entre los 7€ de la República Checa y los 1066€ de Portugal pasando por ejemplo por Francia donde el precio es de 180€ frente a España, en donde el precio medio es de 1650€.
En el caso de los másters, en 21 países el precio máximo por curso no supera los 1300€ mientras que en España es de 4000€. España es uno de los países en el que la diferencia entre el precio del grado y del master es mayor.
Por una parte, una vez más la convergencia con Europa es sólo parcial: convergemos en el número de cursos pero no en el precio, con lo cual a un alumno español no sólo le cuestan más sus estudios de grado sino que los masters se le disparan. Y por otra, esto significa que con el cambio a tres años de grado más dos de master, el precio del cuarto curso le puede costar unos 2500€ más que en la actualidad.
Si a esto le sumamos el aumento de las tasas universitarias en los últimos años, la reducción de las cuantías de las becas, el aumento del paro y la caída de los salarios, parece que este cambio va a ser una dificultad más para que muchos alumnos puedan acceder a ciertos niveles educativos.
Por muy bien que fueran las cosas en la reducción del paro y en la situación en que se contrate a los graduados, esta dificultad económica para acceder a estos estudios superiores “contamina” todo lo demás ya que rompe con el derecho de todos a una educación de calidad quedando cada vez más esa educación para los que puedan pagársela.
Un retroceso sin duda en la igualdad de oportunidades, una selección de los alumnos no por sus cualidades intelectuales y capacidad de trabajo –por esa excelencia que tanto gusta ahora-, sino por las posibilidades económicas de las que disponga sus familia.