Ya desde la adolescencia, el tema de la libertad es un tema
que resulta atractivo. Pero también desde entonces las consecuencias de su
ejercicio: equivocarme o responder de mis actos, son aspectos que nos cuesta
aceptar.
A lo largo de la historia múltiples pensadores, clases
sociales, colectivos e individuos, han pensado que el ser humano es capaz de
ser libre y de decidir por si mismo. En consecuencia, han apelado a la
responsabilidad y han reclamado un mayor margen de libertad individual y
social.
De la misma forma que unos la han reivindicado, otros la han
negado. Ya los estoicos en el S. III a.C. pensaron que toda la realidad estaba
regida por una ley racional según la cual todo está ya establecido y la única
posibilidad era aceptar el destino. La Reforma protestante subordinó la
libertad a la sabiduría divina: si Dios lo sabe todo, el hombre carece de libertad y está predestinado. Y desde el
determinismo científico de Freud, Marx o la dotación genética, se ha reducido
la complejidad humana a una única causa que te encauza sin opciones.
Recientemente Ángel Escribano ha expuesto en su libro “La
fórmula del destino” un planteamiento que interpreto como una nueva manera de
encajar destino y libertad, valorando ambos aspectos y teniendo en cuenta
aquello que depende de nosotros y aquello que depende del exterior.
A modo de fórmula matemática dice: el destino es igual a la
suma de nuestro pensamiento más las acciones que realizamos en función de
nuestras ideas, dividido por el riesgo que aceptamos, multiplicado por
más-menos el principio de incertidumbre. Me explico.
Nuestro comportamiento depende de nuestro pensamiento:
pensamos por ejemplo en qué queremos trabajar. En función de este pensamiento realizamos unas acciones: si mis
acciones responden a lo que yo quiero y por tanto me preparo, mi futuro –mi
destino- podrá ser como yo lo he
pensado. Cuando tomo una decisión siempre asumo un riesgo que conozco y que
asumo: quizá dedique mucho tiempo y dinero pero no sea lo suficientemente bueno
para conseguir ese trabajo. Y por último, siempre existen una serie de factores
que para bien o para mal no dependen de mis pensamientos, de mis acciones, ni
del riesgo que asumo: un empresario ve por casualidad mi trabajo y me contrata
o tengo un accidente que me impide trabajar en lo que yo inicialmente quería.
Aunque habría que pensar también en las circunstancias desde
las que parto, de los cuatro factores que se señalan tres están en mi mano y
sólo uno –el principio de incertidumbre- escapa a mi control. Este último es
inevitable, pero parece que mi vida está más en mis decisiones, que en las
circunstancias que escapan a mis elecciones y actos.
La libertad exige imaginar, arriesgarse, asumir las
consecuencias, reinventarse, distinguirse del resto. En principio, nos produce
incertidumbre, inseguridad, miedo, aislamiento.
Asumir el destino, asumir la inevitabilidad de lo que nos
rodea y sucede, nos permite vivir tranquilos, sin responsabilidades y sin
esfuerzos. Aceptar sin capacidad crítica nuestras circunstancias, nos hace ser
aceptados por el grupo a costa de perder la individualidad, la novedad y la
diferencia.
Unas veces porque las circunstancias han jugado en mi
contra, pero otras muchas porque no he tomado una buena decisión, no he actuado
en función de la decisión tomada o no he aceptado un riesgo; cuando pasa el
tiempo “hecho balones fuera” responsabilizando a los demás de mi falta de
decisión, de mi falta de voluntad o de mi incapacidad para arriesgarme.
La fórmula del destino es la fórmula de la libertad. La
libertad no absoluta para imaginarme, hacerme y arriesgarme; para construirme y
construir.