miércoles, 30 de julio de 2014

GESTIÓN PÚBLICA, ÉTICA Y POLÍTICA.


Los límites que delimitan y diferencian ética y política han sido durante toda la historia objeto de debate: ¿cuál es la relación entre lo particular y lo público?, ¿deben las leyes públicas regular este ámbito privado?, ¿puede una sociedad confiar en alguien que en su comportamiento privado no es de fiar?
Es verdad que cuando decimos “es muy legal” queremos decir que en general es “bueno”, que se puede confiar en él, que responde ante mis dificultades. Pero no podemos confundir lo legal con lo ético: puede ser legal y éticamente malo, puede ser éticamente bueno pero ilegal.
Amparándose en estas posibles combinaciones entre ética o legislación, condenados o absueltos por un tribunal, nuestros gestores públicos buscan la forma de no asumir sus responsabilidades públicas. 
Aquí es frecuente diferenciar radicalmente entre el aspecto ético y el legal, incluso se diferencia entre la evidencia y la resolución judicial para eludir así cualquier tipo de incumbencia. Aquí nadie cuestiona seguir en un cargo público por una acusación y menos por una falta ética que no constituye delito.
En otros países un pequeño desliz ético supone la dimisión de un cargo público: recordemos casos alemanes como el del ministro de Defensa que dimite porque en sus tiempos jóvenes plagió su tesis o el del Presidente también alemán que dimite por ser acusado – no condenado- por recibir créditos en condiciones especiales y dejarse pagar las vacaciones.
Pero mientras que en estos países plagiar una tesis, ser favorecido al recibir un crédito o ser acusado –no condenado-, son motivos para dimitir; en nuestro país cuesta que incluso imputados dejen voluntariamente sus puestos.
Políticos acusados, amparados por equipos de abogados muchos y caros, buscan recovecos formales para ser exculpados. Se presentan como inocentes no porque el contenido de la acusación no haya prosperado, sino porque por defecto formal o porque tienen capacidad económica para alargar el proceso recurso tras recurso, la condena en firme no ha llegado.
Se esquivan las responsabilidades políticas diciendo que serán los ciudadanos quienes en las próximas elecciones les sancionen con la retirada de sus votos. Pero en la práctica, el ciudadano no tiene mucho margen de elección. La corrupción no es patrimonio de un partido, con lo cual es difícil castigar a un corrupto votando a otro grupo. Y en las elecciones, unos aspectos se sacrifican en función de otros: ¿elegimos a un partido que coincide con mi forma de entender la economía aunque en sus listas figure alguna persona implicada en una ilegalidad o sacrifico mis ideas para elegir una lista sin implicados en ilegalidad alguna?
Más grave es, si cabe, que los compañeros de partido no duden en salvar a “uno de los nuestros”, pedir su indulto o apoyarlo públicamente. ¿Lo hacen por corporativismo mal entendido o porque al defender a su colega se están defiendo a ellos mismos también implicados en cuestiones parecidas?
Aquí pretendemos formar a jóvenes ciudadanos sin ofrecerles modelos prácticos, pretendemos que se sientan bien haciendo lo bueno. Pero, al mismo tiempo, les mostramos que el que sale bien es el que trampea las normas éticas y las leyes políticas.
La ética nos lleva a la política, y la política no puede desvincularse de la ética. Las faltas y culpas no pueden quedar al margen, aunque no constituyan condena, de la responsabilidad pública de ofrecer confianza y de ser ejemplo práctico al resto de la ciudadanía.