jueves, 11 de junio de 2015

PRECARIEDAD EXISTENCIAL.

Veo un programa de televisión en el que una jefa se infiltra entre sus trabajadores y comparte faena con cinco compañeros. Al final del programa alaba el trabajo de unos y critica el de otros. A los primeros les premia económicamente con alguna ayuda y a los segundos les ayuda pagándoles algún curso de formación para que mejoren.
De los cinco es especialmente generosa con dos. Con uno porque no puede pagar los libros de texto de sus dos hijas y con otro porque debe doce meses de alquiler. Queda muy bien ella, el programa y el final feliz de la historia. Pero, ¿cómo hemos llegado al punto en el que nos parece normal que dos personas que trabajan su jornada laboral, que trabajan bien, que tienen una vida como la de cualquier otro, no puedan con su sueldo permitirse el lujo de comprar los libros de la escuela o pagar el alquiler? ¿No sería más lógico que la empresaria se planteara “qué poco debo de pagar a mis trabajadores si con el sueldo que cobran no pueden vivir”? De las ideas, por muy lógicas que parezcan, no se pasa necesariamente a la realidad.
Creo que hasta cierto punto es comprensible aunque no necesariamente justo, que en una situación de crisis el trabajo sea de peor calidad -menos seguro, peor pagado-. Lo que entiendo pero no comparto, es que con la excusa de la crisis se faciliten las cosas para que esta situación sea la habitual también en las empresas que funcionan y según parece, seguirá así en un futuro cuando la crisis remonte.
Tener un trabajo precario es algo más que la inseguridad laboral y económica, es vivir en la precariedad social, en una precariedad que toca múltiples aspectos de la vida: en una precariedad existencial.
Por mucho que nos quieran vender el ideal de la movilidad y del cambio permanente en el ámbito laboral, al menos como cultura -y me atrevería a decir que también como humanos- buscamos cierta seguridad y estabilidad que no es incompatible con una dinámica que nos lleve a algún cambio laboral o a mantener una formación continua en una realidad en continuo cambio.
El trabajo precario genera inquietud e incertidumbre: tanto en lo material como el acceso a una vivienda o los estudios que pueda dar a mis hijos como en cuestiones más etéreas como el proyecto vital que pueda plantearme.
En un sistema de  trabajo precario se pierde la posibilidad de tener una carrera profesional: no se puede pensar que si uno se esfuerza y forma adecuadamente va a tener también una promoción en su trabajo, y menos se puede pensar que una empresa van a invertir en la formación de un trabajador precario. En este sistema precario se pierden derechos laborales: si los pides te despiden y es difícil organizarse con otras personas que también van saltando de empleo en empleo.
Esta situación en la que no sé hasta cuando tendré trabajo, en la que desconozco si cuando vaya cumpliendo años me contratarán o si habré cotizado lo suficiente para jubilarme, crea preocupación y desasosiego porque fácilmente puedo perder todo lo que tengo.
En precario no puedo establecer vínculos sociales con compañeros, es difícil la integración en un grupo y se genera el aislamiento del trabajador que pierde referentes comunes, pierde el sentido de lo colectivo y pasa a ver en los compañeros competidores en lugar de compañeros que unidos pueden mejorar sus condiciones laborales.
Desde hace ya tiempo, en aras de mejorar la competitividad,  se ha venido legislando para aumentar la flexibilidad en el trabajo. Según los datos del Instituto Nacional de Estadística tras las dos últimas reformas laborales el empleo temporal se ha disparado y la impresión general es que esta tendencia será continuista. En esta tensión entre intereses económicos y bienestar de las personas van perdiendo las personas, la precarización de la vida no es una buena noticia.

VOTANTES Y PERSONAS.

Sería en octavo cuando en la asignatura de física nos enseñaban que puedes estirar un muelle con cierta fuerza de forma que cuando lo sueltas el muelle vuelve a su posición original. Nos enseñaban también que cada muelle tiene un “punto de no retorno” es decir, un límite: soporta un máximo de fuerza de manera que si la sobrepasas, el muelle se deforma y no recupera su posición original.
Todos tenemos nuestro límite.
No sé si ustedes -como yo- tienen un límite de resistencia a las noticias que causan enfado, decepción, disgusto, impotencia, asqueamiento general. Límite que si se supera, genera cierta deformación emocional que exige desconectar temporalmente de las noticias para ver la realidad desde una perspectiva más realista, desde la inmediatez que nos rodea.
En un mundo sin televisión sería difícil para la mayoría conocer de forma directa algún caso de asesinato por violencia de género o de secuestro de una menor. Los medios nos acercan al mundo, pero a “todo el mundo”, proporcionándonos tal acumulación de información –casi siempre negativa- que nos puede causar una visión excesivamente nociva del estado de las cosas, un excesivo pesimismo que no se corresponde con la realidad.
Tampoco sé si ustedes –también como yo- han llegado estas últimas semanas a su límite de “políticos en campaña electoral” y necesitaban dejar de sufrir los padecimientos del votante para volver a ser tratados como personas.
Si nos atenemos al trato recibido, el votante parece ser un espécimen superficial y voluble, de poca capacidad intelectual y raciocinio, nula memoria del pasado y susceptible de ser captado como se capta a un niño con un caramelo. Especialmente cansino es además que según parece, al votante hay que bombardearle mañana tarde y noche con la mismas frases, los mismos mantras, las mismas maravillas de cada uno y los infinitos defectos del contrario.
Ahora que sólo somos personas -esperemos que hasta que pase el verano-, parece que se dirigen a nosotros con una cierta normalidad. Parece que las omnipresentes, forzadas y permanentes sonrisas, el compadreo con la gente de la calle y las a veces ridículas situaciones en las que se han colocado, han quedado aplazadas hasta las elecciones generales. Parece que en su gran mayoría nos vuelven a tratar como si tuviéramos un coeficiente medio. Y parece que, aunque metidos ahora en sus estrategias para formar gobiernos y ayuntamientos, escuchamos afirmaciones que nos explican con más realismo en qué situación estamos.
Con una convocatoria electoral tan cercana quizá padezcamos el síndrome electoral. Un cuadro de síntomas que presenta ansiedad, rechazo, angustia o algún tipo de sarpullido cuando pensamos en ver un informativo o al imaginar de nuevo a unos candidatos que en lugar de contarnos sus ideas y proyectos nos bombardean con dibujitos y parodias dignas de primero de infantil.
Esperemos que en estos escasos meses seamos capaces de observar y pensar con más tranquilidad, de borrar de nuestro subconsciente musiquillas y afectos forzados, de llegar al contenido, de volver a nuestra situación previa para no forzar nuestro límite de tolerancia.
Ojalá que los pasos que los políticos den estos meses sirvan para que se retraten en sus pactos y en sus decisiones. Ojalá la vida real de las instituciones en estas escasas semanas sirvan para ver sus promesas en la práctica. Y ojalá que todo esto les lleve a hacer campaña para personas que votan y no sólo para votantes.