Veo un programa de televisión en
el que una jefa se infiltra entre sus trabajadores y comparte faena con cinco
compañeros. Al final del programa alaba el trabajo de unos y critica el de
otros. A los primeros les premia económicamente con alguna ayuda y a los
segundos les ayuda pagándoles algún curso de formación para que mejoren.
De los cinco es especialmente
generosa con dos. Con uno porque no puede pagar los libros de texto de sus dos hijas
y con otro porque debe doce meses de alquiler. Queda muy bien ella, el programa
y el final feliz de la historia. Pero, ¿cómo hemos llegado al punto en el que
nos parece normal que dos personas que trabajan su jornada laboral, que
trabajan bien, que tienen una vida como la de cualquier otro, no puedan con su sueldo
permitirse el lujo de comprar los libros de la escuela o pagar el alquiler? ¿No
sería más lógico que la empresaria se planteara “qué poco debo de pagar a mis
trabajadores si con el sueldo que cobran no pueden vivir”? De las ideas, por
muy lógicas que parezcan, no se pasa necesariamente a la realidad.
Creo que hasta cierto punto es
comprensible aunque no necesariamente justo, que en una situación de crisis el
trabajo sea de peor calidad -menos seguro, peor pagado-. Lo que entiendo pero
no comparto, es que con la excusa de la crisis se faciliten las cosas para que
esta situación sea la habitual también en las empresas que funcionan y según
parece, seguirá así en un futuro cuando la crisis remonte.
Tener un trabajo precario es algo
más que la inseguridad laboral y económica, es vivir en la precariedad social,
en una precariedad que toca múltiples aspectos de la vida: en una precariedad
existencial.
Por mucho que nos quieran vender
el ideal de la movilidad y del cambio permanente en el ámbito laboral, al menos
como cultura -y me atrevería a decir que también como humanos- buscamos cierta
seguridad y estabilidad que no es incompatible con una dinámica que nos lleve a
algún cambio laboral o a mantener una formación continua en una realidad en
continuo cambio.
El trabajo precario genera
inquietud e incertidumbre: tanto en lo material como el acceso a una vivienda o
los estudios que pueda dar a mis hijos como en cuestiones más etéreas como el
proyecto vital que pueda plantearme.
En un sistema de trabajo precario se pierde la posibilidad de
tener una carrera profesional: no se puede pensar que si uno se esfuerza y forma
adecuadamente va a tener también una promoción en su trabajo, y menos se puede
pensar que una empresa van a invertir en la formación de un trabajador
precario. En este sistema precario se pierden derechos laborales: si los pides
te despiden y es difícil organizarse con otras personas que también van
saltando de empleo en empleo.
Esta situación en la que no sé
hasta cuando tendré trabajo, en la que desconozco si cuando vaya cumpliendo
años me contratarán o si habré cotizado lo suficiente para jubilarme, crea
preocupación y desasosiego porque fácilmente puedo perder todo lo que tengo.
En precario no puedo establecer
vínculos sociales con compañeros, es difícil la integración en un grupo y se
genera el aislamiento del trabajador que pierde referentes comunes, pierde el
sentido de lo colectivo y pasa a ver en los compañeros competidores en lugar de
compañeros que unidos pueden mejorar sus condiciones laborales.
Desde hace ya tiempo, en aras de
mejorar la competitividad, se ha venido
legislando para aumentar la flexibilidad en el trabajo. Según los datos del
Instituto Nacional de Estadística tras las dos últimas reformas laborales el
empleo temporal se ha disparado y la impresión general es que esta tendencia
será continuista. En esta tensión entre intereses económicos y bienestar de las
personas van perdiendo las personas, la precarización de la vida no es una
buena noticia.