Con sus luces y sus sombras, especulaciones y sospechas se ha presentado el anteproyecto de la nueva ley de educación.
Esta nueva ley -LOMCE- nace en sus aspectos básicos con
defectos iguales o muy parecidos a los de sus hermanas mayores: no está basada
en el consenso, no tendremos un plazo para ver si funciona y no se podrán
financiar las intenciones que sobre el papel se propone alcanzar. Por tanto ya
desde este punto de vista, es una ley en la que no se puede albergar muchas
esperanzas.
Un proyecto del calado y la trascendencia de una Ley
Orgánica de Educación que modifica aspectos fundamentales del proceso educativo
de un país, no puede ser un proyecto de un ministro, de un gobierno o de un
partido. La base fundamental, la estructura sobre la que poder fijar todo el
edificio social que sobre ella se construye, tiene que ser una estructura firme
y bien asentada, que sea eficaz y de seguridad. Todo ello es imposible sin un
consenso de las fuerzas políticas que asegurara su continuidad en el tiempo,
todo lo contrario de lo que has ahora está sucediendo.
Por lo cual, parece que volvemos a tener una ley que
durará el mismo tiempo que el partido que la va a aprobar permanezca en el
poder y parece que, como en casos anteriores, será derogada antes de saber qué
aspectos positivos o negativos aporta: reformas estructurales de este
relevancia no pueden valorarse en unos pocos cursos.
También como sus hermanas mayores, recalca o modifica
aspectos que para llevarse a cabo
necesitan una financiación adicional, justamente cuando los
protagonistas del momento son los recortes. Por ejemplo, señala la necesidad de
incidir en el desarrollo de las TIC –tecnologías de la información y de la
comunicación- cuando este curso se ha reducido un 56% el presupuesto dedicado a
estas tecnologías. O recurre a la siempre políticamente correcta “atención
personalizada” al mismo tiempo que aumentan los alumnos y disminuyen los
profesores.
En sus aspectos más específicos y novedosos –si la
comparamos con las leyes de los últimos cuarenta años-, sobresale la
recuperación de los “exámenes de reválida” y la implantación de pruebas de
diagnóstico.
Establecer evaluaciones de diagnóstico para ver como
estamos en un determinado momento; puede ser un buen aliciente para centros y
estudiantes. Sin embargo, el diagnóstico educativo –o médico- tendría que tener
como fin principal no sólo detectar cuales son las carencias o dificultades,
sino también establecer los remedios necesarios para que esas insuficiencias
sean superadas y alcanzar así el nivel exigido. En la ley, sólo se habla de
pruebas con carácter informativo y en la práctica, el recorte de profesorado es
un recorte en profesores de apoyo y desdobles con lo cual el diagnóstico será
sólo para decirnos que estamos enfermos pero no para curarnos.
Como consecuencia los alumnos que no alcancen los niveles
adecuados, aunque esto se detecte en las pruebas que realicen, no tendrán en el
centro educativo la atención necesaria para superar sus carencias.
En cuanto a las pruebas para titular o acceder a
determinados estudios también tienen su lado negativo: ¿qué ocurre con los que
no las superan? Los alumnos no son piezas de un proceso productivo que se
desechan si no superan un control de calidad: permanecen en la sociedad, tienen
que integrarse en la vida y en el mundo laboral y por tanto hay que establecer
un mecanismo para ello.
Creo que acertamos si establecemos metas que potencien los
niveles y la autoexigencia. No creo que hacer depender la titulación de una
prueba sea un acierto. Nos equivocamos si las oportunidades para alcanzar un
determinado nivel no son las mismas para todos, si no se ofrece una salida a
los alumnos que van quedando atrás, si un mal año o la necesidad de un apoyo
nos pueden dejar a la cola del pelotón a no ser que nuestra familia pueda pagar
la ayuda que necesitamos.
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