jueves, 31 de marzo de 2011

TITULACIÓN MÁS APTITUDES.

Me decía un empresario que cualquier titulado en ingeniería, independientemente de las notas de su expediente, era capaz de aprender en seis meses todo los conocimientos y técnicas necesarias para realizar su trabajo. Sin embargo otros temas muy importantes en la cualificación para su puesto, ni eran temas específicos de sus estudios ni él los podía enseñar: capacidad para aceptar críticas, para trabajar en grupo, para mantener un buen ambiente con sus compañeros, para tener interés por aprender...

Y es que, la nueva empresa tiene nuevas exigencias; exigencias que no forman parte del clásico temario ni de las tradicionales materias. La última reforma universitaria pretende responder a estas exigencias e intenta inculcar y desarrollar estas capacidades; pero no es suficiente. Además de su aspecto académico, son necesarias unas determinadas aptitudes que va más allá de materias y cursos

Ser una persona curiosa e interesada por saber, no estar encerrada en su medio ambiente inmediato sino abierta al resto del mundo, tener capacidad de adaptación a diversas situaciones y personas, capacidad para decidir por uno mismo y para asumir sus decisiones, para arriesgarse por conseguir nuevas metas. Ser flexible en sus planteamientos y capaz de mantener una actitud crítica con los demás y consigo mismo. Ser capaz de mantener un equilibrio emocional -no cuestionarse como persona cuando cuestionan sus ideas-, tener un concepto ajustado de sí mismo. Tener capacidad para aprender no sólo de las experiencias propias sino también de las experiencias de los demás. Expresarse con claridad, saber argumentar para exponer sus ideas... Son todas ellas cualidades que responden a las exigencias de la nueva empresa.

Una persona curiosa e interesada, querrá estar al día de todos los aspectos de su trabajo: formación continua. No cerrada en su medio, verá soluciones y oportunidades más allá de lo inmediato: soluciones eficaces. Capaz de adaptarse a nuevas situaciones y personas, será capaz de trabajar en coordinación con individuos de otras culturas y por tanto con otros comportamientos y principios: internacionalización de la producción. Si es capaz de decidir, de asumir sus decisiones y de arriesgarse; será también capaz de asumir responsabilidades y de tomar iniciativas: contribuirá con nuevas ideas, innovará en el ámbito de su trabajo, será resolutivo. Flexible y crítico, será capaz de colaborar con un grupo y de aceptar las ideas ajenas: trabajo en equipo. Equilibrado emocionalmente, no se verá afectado por cuestiones intrascendentes y mantendrá su estado anímico en situaciones de estrés: buena relación con los compañeros. Capaz de aprender de la experiencia propia y de la de los demás, aportará progresos continuos: no estancamiento. Su capacidad de expresión, significa también capacidad de comunicación: facilitará el trabajo en equipo y la imagen externa de la empresa si corresponde a sus funciones.

Pero esta nueva empresa que pide a sus trabajadores una formación integral: técnica y aptitudinal; debería ser también una nueva empresa en su relación con las personas que trabajan en ella. El concepto de calidad no sólo debiera utilizarlo para hablar de sus productos o de su funcionamiento, sino también – y aunque sólo sea por el beneficio económico-, de la relación con sus empleados que como personas, no mantienen en el vacío estas cualidades ahora exigidas: iniciativa, interés, resolución... Todas estas aptitudes irán decayendo en la medida que sus protagonistas se sientan números prescindibles y no encuentren una contrapartida más allá del mínimo exigible, en la medida que no sean realmente, parte de la empresa.

miércoles, 23 de marzo de 2011

PADRES E HIJOS, ¿HABLAMOS?

El paso de la “educación ordeno y mando” a la educación “todos somos iguales” ha supuesto un desprestigio del concepto de “diálogo”, ya que esta práctica se ha relacionado con la falta del ejercicio de la autoridad, del coleguismo y de ese igualitarismo antieducativo en el que la diferencia entra padre e hijo ha desaparecido o incluso se ha invertido: el padre propone y el hijo dispone.

Por eso, quienes relacionan dialogar con no ejercer la autoridad, con dar demasiadas alas, con renunciar a ejercer la paternidad, rechazan automáticamente la propuesta de establecer un diálogo entre educadores y educados. Pero casi todo en su justa medida puede ser positivo.

Por supuesto, no podemos dejar de ejercer nuestro papel de educadores; pero si basamos la educación en imponernos por nuestra posición de superioridad o chantajear con te compro o no te compro, las consecuencias a medio plazo son más negativas que positivas. Esto no quiere decir que haya momentos en los que imponernos o premiar no sea positivo y necesario; lo que quiere decir es –sobre todo cuando van creciendo- que imponer o premiar no puede ser la base de la educación, porque el fin de todo este proceso es formar adultos libres y responsables, no adultos dependientes del chantaje o la pura coacción.

Si utilizamos nuestra posición de autoridad nos funcionará mientras nuestros hijos sean pequeños; pero si la aplicamos con demasiada frecuencia, cuando vayan creciendo se irán apartando de nosotros, perdiendo la confianza, viendo más a un opositor que a un padre.

Si abusamos del chantaje iremos ascendiendo progresivamente en la escala de premios hasta que nos demos cuenta o no podamos asumir sus demandas; con lo cual su comportamiento se nos escapará completamente de las manos y, lo que es más grave, serán incapaces de tomar decisiones correctas porque nunca han juzgado lo positivo o negativo basándose en razones, sino en el premio que iban a conseguir.

El diálogo bien entendido no consiste en ceder ante todo, sino en escuchar a nuestros hijos y en explicar las decisiones que tomamos los padres. Porque enseñar no es solo mandar, orientar no es solo reprimir y formar no es lo mismo que crear autómatas.

¿Cuándo comenzamos a dialogar? Un niño pequeño no es capaz de entender que ese jarabe horrible que le damos se lo tenga que tomar por su bien, pero tampoco tenemos que infravalorar su capacidad de comprensión.

Aunque esas razones no cambien todavía su comportamiento, conforme van creciendo y les vamos enseñando la diferencia entre lo bueno y lo malo, se van acostumbrando a escuchar argumentos y no sólo imposiciones, van siendo capaces de entender por qué hacemos una cosa y no otra;. Este proceso se desarrollará progresivamente desde la infancia hasta la madurez.

Pero no podemos olvidar que para dialogar hace falta saber de qué se habla, que los que participan en el diálogo se respeten y que además de hablar, escuchen.Una de las razones por las que la práctica del diálogo perdió su valor, fue por ser tomada erróneamente como la libre expresión de las ideas de hijos o alumnos pensando que sus ideas tenían el mismo valor que las de sus padres o profesores. Pero una cosa es comentar, conversar, criticar, preguntar sobre un tema del que mínimamente se sabe algo; y otra pensar que esos comentarios o críticas tienen el mismo valor cuando los hace un niño que cuando los hace un padre.

Dialogar exige ponernos en el lugar del otro para darles nuestras razones de forma adecuada a su edad y a su punto de vista. Cuando nuestros hijos van creciendo el diálogo se nos va complicando, porque dialogar no consiste solo en explicarnos, sino también en ser capaces de ceder ante sus argumentos.

Por otra parte, escuchar a nuestro hijo evita que acabemos conviviendo con un estraño.