viernes, 28 de octubre de 2016

EDUCACIÓN: SERVICIO PÚBLICO Y SOCIAL.

Una madre comenta en el patio del colegio que su hijo va a tener dificultades este año: a ellos se les escapa ya el nivel de matemáticas, física e inglés y tampoco pueden permitirse academias después de las clases. 
Esta situación, supone un fracaso del sistema educativo. Fracaso no en el sentido de informes PISA o similares, sino fracaso del sistema educativo como servicio social.
Entre los muchos servicios que pedimos a un estado del bienestar parecen básicos la sanidad y la educación: la salud del cuerpo y de la mente –entendida mente como formación y cultura-. En ambos casos, el fin de estos servicios es dotar a todos los individuos de unos niveles mínimos que aseguren la no discriminación por su renta o por la formación de sus familias.
Cuando la escuela no es capaz de garantizar que en el horario escolar todos los alumnos alcancen estos mínimos no está cumpliendo con esta función inseparable de su ser como servicio social sino que está contribuyendo justo a lo contrario: a que quienes no puedan tener acceso a una enseñanza extra se queden por debajo de lo que se considera básico en el proceso formativo.
No podemos confundir “niveles mínimos” con igualar a los alumnos por abajo, con rebajar las exigencias hasta un mínimo asequible a todos. No es solución establecer unos mínimos tan mínimos que aunque alcanzables por casi todos sean inútiles en la práctica. 
Son “niveles mínimos” aquellos que se consideran necesarios para seguir formándose, desarrollar un trabajo y tener una vida digna, aquellos que ofrecen una formación necesaria para “moverse” en el momento que nos ha tocado vivir. Aunque los llamemos mínimos, estos niveles tienen que ser lo más altos posibles. Esta situación es inalcanzable si no consideramos la educación como un servicio, si por salvar las estadísticas regalamos calificaciones, si los medios no son suficientes o si la distribución de estos medios no está relacionada directamente con las necesidades de alumnos y de centros. 
Si encerramos la educación en estadísticas –considerada una ciencia pero también la forma de mentir con números si tenemos en cuenta las posibles interpretaciones de sus resultados-, es muy difícil realizar una valoración objetiva y exacta del servicio que constituye la educación: podemos valorar el coste por alumno, pero ¿podemos valorar objetivamente los beneficios de una escuela rural con una docena de alumnos?, ¿podemos valorar del mismo modo el beneficio que supone la inversión en centros con alumnos marginales en peligro de exclusión y delincuencia? ¿podemos establecer que cantidad de euros es rentable en cada caso?. 
El servicio no puede convertirse en negocio ni económico ni ideológico.Un reparto de recursos buscando una supuesta igualdad no es justo: a diferentes situaciones diferentes soluciones.Puede parecer ecuánime que dos centros del mismo nivel con el mismo número de alumnos reciban los mismos recursos, pero si consideramos las características específicas de esos centros y por ejemplo en uno de ellos hay un 5% de alumnos cuya lengua materna no es el castellano y en el otro son el 30% los alumnos en esta situación, ¿es equitativo que haya el mismo número de alumnos por aula y profesor?
Un Estado social y democrático de Derecho tiene que gestionar sus servicios buscado la libertad, la justicia, la igualdad. Estos objetivos deben de ser prioritarios y por tanto también su gestión, gestión que no puede estar condicionada por ideologías puntuales y que no puede estar supeditada a otros fines, fines que además pervierten su principal sentido social.

lunes, 10 de octubre de 2016

SOBRE LA ESTUPIDEZ Y SU REPERCUSIÓN SOCIAL.

Científicos y pensadores de muy diversas disciplinas dedican con frecuencia sus esfuerzos a temas que sólo interesan a un reducido grupo de compañeros que estudian la misma materia. En ocasiones, algunos abandonan estos “inútiles” trabajos para dedicarse a temas más mayoritarios pero no por ello menos interesantes.
Es el caso del italiano Carlo M. Cipolla (1922-2000), reconocido historiador dedicado a la historia de la economía, tecnología, alfabetización y sistemas sanitarios, que en 1988 publicó su obra “Las leyes fundamentales de la estupidez humana”, obra  dedicada a esta “habilidad”.
La primera cuestión que tendremos que planearnos será establecer que entendemos por estupidez o estúpido.
Solemos pensar en estupidez como sinónimo de tonto, persona con dificultades o incapacidad para entender algo pero Don Carlo define la estupidez en términos de beneficios propios y ajenos.
Sería estúpido el que causa pérdidas a otros perjudicándose a la vez a sí mismo, en contraposición al inteligente que se beneficia a sí mismo beneficiando al mismo tiempo a los demás. Como eslabón intermedio estaría el bandido, que se beneficia a sí mismo perjudicando al resto.
El número de estúpidos en circulación siempre se subestima. Es decir, que por muy elevado que pienses que es ese número, siempre aparece un individuo considerado razonable que pasa a comportarse de manera estúpida. Por lo cual, el número de estúpidos siempre es mayor que el que inicialmente pensabas.
Por otro lado, la estupidez es independiente de cualquier otra característica de la persona. O sea, ni la raza ni el sexo ni la nacionalidad ni la profesión condicionan que haya más o menos estúpidos en cada grupo.
Es especialmente importante señalar -por la extensión de esta creencia- que la estupidez no está ligada al nivel de estudios de una persona: una cosa es la ignorancia o el desconocimiento y otra la estupidez. Encontramos estúpidos entre trabajadores no cualificados, administrativos, estudiantes o profesores de universidad. Dice el señor Don Carlo que él los ha encontrado incluso entre los Premios Nobel.
La mayoría de individuos no actúa constantemente de manera estúpida, pero existen personas estúpidas que en cualquier situación se comportan estúpidamente.
Los estúpidos son peligrosos -además de por la cantidad que ya hemos señalado-, porque su comportamiento es imprevisible, porque no son conscientes de su estupidez y por la buena fe del resto.
El estúpido es imprevisible porque actúa sin ningún plan –el bandido planea sus actos con lógica y puede ser descubierto-. El estúpido actúa sin racionalidad, sin lógica, sin previsión. Sus “ataques”  cogen siempre por sorpresa.
El inteligente sabe que es inteligente y  el bandido sabe que es bandido, pero el estúpido no sabe que es estúpido. Actúa con fuerza y decisión sin conciencia de su estupidez.
Inteligentes y bandidos desde su buena fe, no son siempre conscientes del poder del estúpido, piensan que no pueden perjudicarles y  bajan la guardia. Pero aunque parece que el número de estúpidos es constante a lo largo de la historia, su posición en la sociedad puede convertirla en una sociedad próspera o en una sociedad en decadencia.
Si las personas inteligentes ocupan los puestos de gobierno, la sociedad se verá beneficiada: el inteligente se beneficia a sí mismo al mismo tiempo que beneficia al resto. Pero si esos puestos están ocupados por bandidos y estúpidos: los primeros se beneficiarán a sí mismos, los segundos ni siquiera eso, pero ambos perjudicarán al resto. Resto que tendrá que ser lo suficientemente incauto –Don Carlo los llama desgraciados- para dejar el poder en manos de estos bandidos y estúpidos.
Apliquémonos el cuento.