Una madre comenta en el patio del
colegio que su hijo va a tener dificultades este año: a ellos se les escapa ya el
nivel de matemáticas, física e inglés y tampoco pueden permitirse academias
después de las clases.
Esta situación, supone un fracaso del
sistema educativo. Fracaso no en el sentido de informes PISA o similares, sino
fracaso del sistema educativo como servicio social.
Entre los muchos servicios que
pedimos a un estado del bienestar parecen básicos la sanidad y la educación: la
salud del cuerpo y de la mente –entendida mente como formación y cultura-. En
ambos casos, el fin de estos servicios es dotar a todos los individuos de unos
niveles mínimos que aseguren la no discriminación por su renta o por la formación
de sus familias.
Cuando la escuela no es capaz de
garantizar que en el horario escolar todos los alumnos alcancen estos mínimos
no está cumpliendo con esta función inseparable de su ser como servicio social
sino que está contribuyendo justo a lo contrario: a que quienes no puedan tener
acceso a una enseñanza extra se queden por debajo de lo que se considera básico
en el proceso formativo.
No podemos confundir “niveles
mínimos” con igualar a los alumnos por abajo, con rebajar las exigencias hasta
un mínimo asequible a todos. No es solución establecer unos mínimos tan mínimos
que aunque alcanzables por casi todos sean inútiles en la práctica.
Son “niveles mínimos” aquellos que se
consideran necesarios para seguir formándose, desarrollar un trabajo y tener
una vida digna, aquellos que ofrecen una formación necesaria para “moverse” en
el momento que nos ha tocado vivir. Aunque los llamemos mínimos, estos niveles
tienen que ser lo más altos posibles. Esta situación es inalcanzable si no
consideramos la educación como un servicio, si por salvar las estadísticas
regalamos calificaciones, si los medios no son suficientes o si la distribución
de estos medios no está relacionada directamente con las necesidades de alumnos
y de centros.
Si encerramos la educación en
estadísticas –considerada una ciencia pero también la forma de mentir con
números si tenemos en cuenta las posibles interpretaciones de sus resultados-,
es muy difícil realizar una valoración objetiva y exacta del servicio que
constituye la educación: podemos valorar el coste por alumno, pero ¿podemos
valorar objetivamente los beneficios de una escuela rural con una docena de
alumnos?, ¿podemos valorar del mismo modo el beneficio que supone la inversión
en centros con alumnos marginales en peligro de exclusión y delincuencia?
¿podemos establecer que cantidad de euros es rentable en cada caso?.
El
servicio no puede convertirse en negocio ni económico ni ideológico.Un reparto de recursos buscando una
supuesta igualdad no es justo: a diferentes situaciones diferentes soluciones.Puede parecer ecuánime que dos
centros del mismo nivel con el mismo número de alumnos reciban los mismos
recursos, pero si consideramos las características específicas de esos centros y
por ejemplo en uno de ellos hay un 5% de alumnos cuya lengua materna no es el
castellano y en el otro son el 30% los alumnos en esta situación, ¿es
equitativo que haya el mismo número de alumnos por aula y profesor?
Un Estado social y democrático de
Derecho tiene que gestionar sus servicios buscado la libertad, la justicia, la
igualdad. Estos objetivos deben de ser prioritarios y por tanto también su
gestión, gestión que no puede estar condicionada por ideologías puntuales y que
no puede estar supeditada a otros fines, fines que además pervierten su principal
sentido social.