Todos tenemos nuestros despistes, decíamos. Yo a veces también llego
a la puerta de la cocina y me vuelvo sin saber qué iba a coger.
Pero poco a poco fue ya frecuente que nunca supieras donde estaban
las llaves, que titubearas al querer decir el nombre de los vecinos o que tu
humor fuera y viniera. Nos preocupamos de verdad cuando no supiste llegar al
taller al que toda la vida
habías llevado el coche.
Estabas empezando. Nunca conseguiste aclararte con el mando de la
tele nueva y dejaste de salir los domingos al vermú con los amigos, preguntabas
cien veces qué día tenías que ir al
médico y hasta la boda de tu sobrina la cambiabas de fecha y hasta de mes.
Te costó una enfermedad y muchos enfados que no te dejáramos coger
las herramientas. Ibas de aquí para allá en el taller a tu ritmo, un nuevo
ritmo muy diferente a ese otro ágil y dinámico que tantas veces me habías dicho
que yo no tenía.
Quizá aquí comenzó lo peor. Primero te enfadabas con nosotros
porque “te cambiábamos las cosas de sitio” o porque “no te contábamos nada”.
Luego, te fuiste dando cuenta que eras tú.
Te diste cuenta que te costaba entender lo que siempre habías
entendido y que te costaba hacer lo que siempre habías hecho. Que había
espacios de tiempo de los que no recordabas nada y que a los nombres de siempre
no les ponías cara. Bastante más tiempo te costó aceptarlo.
Estuviste a días y a ratos deprimido, enfadado, nervioso, aislado.
Te arrancabas de repente y te ponías con esmero hasta que parabas, en blanco,
sin saber como seguir. Nos decías que no entendías, y nos lo volvías a repetir.
Todavía entonces querías ver los partidos de Osasuna y levantarte
a ver los encierros aunque te desconcertaba ver en el mismo encierro que los
toros pasaran varias veces por telefónica.
Fue otro mundo. Contabas tus andanzas de pequeño como si hubieran
sido ayer y preguntabas si tu padre había vuelto del campo. Cada mañana, al
despertar en la habitación en la que llevabas durmiendo más de cincuenta años,
querías volver a tu casa porque te estarían esperando. Tu hija a ratos, era tu
madre. Tu mujer, una señora que te obligaba a dar un paseo y a tomar las
pastillas. Tus pasos, un deambular sin sentido por el pasillo.
Nos explicabas una y otra vez quién eras, de qué casa, que tu padre
estuvo en América y que hiciste la mili en Sabadell. Nos preguntabas quienes
éramos o nos confundías con algún peón que vino a segar de no sé donde el año
que se caso tu hermano.
A pesar de todo, también sonreíamos contigo cuando cantábamos las
canciones de tu juventud o te preguntábamos por tus novias. También el día que
pasó a verte la vecina y le contaste “en secreto” que la mujer que vivía en la
casa de al lado se ponía debajo de la parra a escuchar las conversaciones.
Ya no conocías a tus amigos, los recibías sonriente pero cuando
pensabas que no te oían preguntabas: : ¿y este quién es?. Hubo que tapar los
espejos porque decías que en tu habitación había un hombre.
Decían los médicos que los ejercicios de memoria retrasarían el
proceso. Jugabas con tus nietos a recordar debajo de qué tarjeta estaba el
gato, el color rojo o la letra de tu nombre.
Te fuiste apagando. La mirada se quedó en el infinito, apenas
hablabas. Poco quedaba del marido, del padre, del abuelo. En otro mundo o ya
sin mundo te dejabas llevar de aquí para allá mientras físicamente aún podías
hacerlo. Salías a pasear como si nadie te acompañara, comías por comer, mirabas
sin ver, callabas porque ya no quedaba en tu mente nada que decir.
Vimos consumir tu cuerpo después de que tú ya te habías ido.
Y así, poco a poco, fuiste desapareciendo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario