"A medida que los años van calando en mi cuerpo y en
mi alma (sobre todo en mi alma) me pregunto por qué
a lo largo de mi vida he desperdiciado tantos
instantes que prometían, a priori, una inmensa felicidad y belleza.” Jaroslav Seifert con el título “Toda la belleza del mundo”, escribía
en 1981 su autobiografía.
Pero la belleza va perdiendo
la batalla. Si el arte como dicen distrae, habrá que
preguntarse de qué. Será que ocuparnos de la belleza
nos distrae de los criterios económicos con que nos medimos
tanto en el plano social como en el individual.
Ahora que quizá visitemos algún museo y
tenemos más tiempo para pensar en cosas “inútiles”,
podemos plantearnos la cuestión del arte y de la belleza.
En la actualidad, el
concepto de belleza ha quedado reducido a diseño: hacer que un objeto útil sea también
bello. Pero la belleza como característica del arte está relacionada con el gusto, no con las características
del objeto, sino con el efecto que la contemplación produce en nosotros y que no se alcanza con otras experiencias.
Bellos son aquellos objetos
que nos producen un placer estético: una satisfacción diferente a lo meramente sensual, que nos fascina
con sus formas, que nos produce un placer, gozo y sosiego que nos atrae. En la
experiencia artística el ser humano se encuentra con la belleza. En esa
experiencia afloran la sensibilidad, las emociones: “Había cosas que me gustaban, que me emocionaban, que despertaban mi
curiosidad y mi interés y otras, sin embargo, no
lo hacían.” Diego Rasskin.
La belleza nos absorbe, nos
separa del mundo, capta nuestra atención y nos introduce en el sonido de la música,
en las palabras del poema, en la escena de la pintura, en el devenir de la
película... Quedamos absortos y abstraídos al margen del tiempo y de
los sucesos que nos rodean.
Disfrutar de la belleza no
es una situación de pasividad, esa belleza
que nos “secuestra” nos convierte en recreadores de la obra.
El autor a través de su técnica convierte una experiencia en un
objeto bello e “inútil”: la obra de arte. No es una
experiencia que se le aparezca como una gran revelación diferente a las vivencias del resto de los
humanos, pero si es un detonante que estimula su creatividad, detonante que será el comienzo del proceso creativo.
Su fin será la creación de un objeto bello en el
que el autor quiere trasmitir sus vivencias. Expresarlas, pero no a través de una descripción objetiva dirigida
exclusivamente al intelecto, sino a través de un lenguaje subjetivo,
inventado, único, que muestra en muchos casos lo que no puede mostrarse en un
discurso puramente racional.
Contemplar esa obra, no
significa conocer el motivo que dio lugar a su creación. Contemplarla, es ser captado por ella, hacerla
nuestra, recrearla. Activar nuestras propias vivencias y emociones, darle un
nuevo significado.
Cuando contemplamos la obra
de arte no vemos la alegría, el miedo, la desesperación que llevó al artista a la elaboración de ese objeto bello. Cuando la contemplamos, vemos
nuestras propias alegrías, nuestros propios miedos o nuestra propia desesperación. Evocamos nuestra vida, no la del autor.
Ocuparnos de la belleza
significa profundizar en nosotros mismos, volvernos a lo más íntimo, disfrutad y también
sufrir con las emociones que surgen a propósito
de lo bello, desconectar de la prisa y dejarnos fluir, por ejemplo, entre las
notas de una sinfonía de Mozart o de un tema de
Luis Eduardo Aute.
Hasta el comienzo del siglo
XX belleza y arte parecían una unidad indisoluble, pero Marcel Duchamp expone
en 1917 un urinario. Este urinario es el símbolo que abre la puerta al arte
como alejado de la belleza y a la pregunta todavía sin respuesta: ¿qué es
arte?. Algunos artistas comienzan a entenderlo como provocación, como búsqueda del
rechazo y a considerar que cualquier objeto expuesto en un museo se convierte
en arte. Pero ese, es otro debate.