miércoles, 7 de noviembre de 2018

MUERTE, MORIR Y MORIRSE.

Una cosa es la muerte, otra morir, y otra muy diferente morirse.
La muerte siempre es eso que les ocurre a los demás fuera de mi ámbito afectivo. Es neutra, indefinida, lejana. Sucede todos los días, a todas las horas, en directo o en diferido, mientras nos divertimos, mientras cenamos, cuando nos enteramos que el vecino del quinto ha muerto o que a aquel compañero de clase le dio un infarto.
Morir es nuestro. Nos ocurre, nos sucede. Es un ya, un inmediato, un flash, ni siquiera un paso. Un hecho sin estados intermedios en el que pasamos de la vida a la no vida. Vida y muerte no coinciden, se suceden, se excluyen. o estás vivo o no lo estás. Otra cosa es morirse.
Morirse es diferente, es enfrentarse, sufrir, aceptar, inventar, revelarse o resignarse. Morirse es nuestro, cuando nos ocurre a nosotros y cuando ocurre a los que nos son más cercanos.
Nos construimos con los demás, somos “yo y mis circunstancias”, un ser social cuya identidad está formada en buena parte por los que nos rodean. Nos construimos con lo que nuestros padres nos han enseñado, con lo que nos han querido. Hacemos nuestra infancia con los hermanos, con los amigos, con los abuelos. Con todos ellos construimos la base sobre la que nos hacemos.
Cuando la muerte invade nuestro espacio afectivo. Cuando son los amigos, los abuelos, los hermanos, los padres o los hijos, la vida queda marcada para siempre con una decepción continua, con impotencia, con un afán de presente, con inevitable y forzosa aceptación que tarde o temprano nos impone relativizar el resto de la vida.
Por eso, cuando uno de ellos desaparece, una parte de nosotros también muere.
La implicación, el momento, las leyes de la biología, marcan la profundidad de nuestro sentimiento.
La primera relación de los niños con la muerte suele ser el final de los abuelos: sentida, profunda, pero en la mayor parte de los casos racionalizable y comprensible. Dura pero pedagógica: ponemos los pies en el suelo de la vida.
Pero cuando en la infancia, en pleno proceso de construcción personal, cuando no está todavía claramente definido dónde comienzo yo y dónde lo hacen los demás, un padre, una madre o un hermano desaparecen, ya no será sólo una experiencia dura, será una parte de mí que condicionará toda mi vida la percepción de la realidad.
Más adelante, íntimo será también el fin de los padres aunque sean mayores, quizá el fin de mi pareja, de amigos, de familiares… aunque la parte más íntima que acaba con nosotros sea la muerte de un hijo. Sólo a quien le ha ocurrido, sabe qué es de verdad morirse.
Pero morirse es también primera persona. Es el proceso, la actitud, el segundo a segundo que se irán descontando cuando nos concreten la fecha de caducidad.
Con un poco de suerte habremos vivido la muerte de forma ordenada: abuelos, vecinos mayores, conocidos…, y no sé si con suerte o sin ella quizá un infarto nos haga caer de forma fulminante. Pero es muy probable que algún día tengamos un dolor sin importancia y a salida de la consulta nos hayan puesto un plazo para acabar.
Será seguramente el momento en el que seremos más auténticos, más “nosotros”: será el tiempo en el que nos mostremos esquivos o enfrentados, rendidos o luchadores, realistas o ilusos. Será el momento de pensar en el futuro de los demás sin nosotros. El momento en el que el dolor es más importante que la muerte, en el que la vida es lo que ya has sido, en el que querremos más a los que ya queríamos y valoraremos lo que nunca habíamos valorado.
Nos enfrentaremos acompañados, pero realmente solos, a un hecho que sólo aceptaremos sin parafernalias cuando comprendamos nuestra existencia.


FILOSOFÍA, EL REGRESO.


Volvemos contra pronóstico. No contra uno, sino contra dos.
Contra el pronóstico de que la filosofía no ampliaría sus horas lectivas cabía cierta esperanza, los partidos habían manifestado su disposición. Pero contra el pronóstico de que fuera ahora, precisamente cuando no se ponen de acuerdo en nada, ha sido una sorpresa. Por algo se empieza, y no está mal que comiencen con la filosofía.
Este regreso plantea sin embargo algún problema al mismo tiempo que puede ser una buena oportunidad para repensar la metodología y los contenidos de la materia.
El problema que plantea no nos afecta directamente a los profesores aunque si levantará alguna ampolla entre compañeros de otras materias. Una vez superada la dificultad de introducir una asignatura que no se imparte, surge una dificultad añadida: ¿qué horas se quitan para impartir la materia que no estaba? Políticos y asesores tiene el gobierno para decidirlo.
La segunda cuestión no es que dependa totalmente de nosotros, pero si que tenemos alguna implicación más: ¿la filosofía debe seguir impartiéndose como hasta ahora o es momento de plantearnos una nueva forma de hacerlo?
¿Qué enseñamos: filosofía o a filosofar? Hasta cierto punto ambos están muy unidos, pero no son exactamente lo mismo.
La filosofía es el estudio de problemas fundamentales y de las soluciones que se han dado a lo largo de la historia. la existencia, el conocimiento, la verdad, la belleza, la moral, el lenguaje…
Filosofar es la actitud de hacerse preguntas y buscar respuestas, de no aceptar lo aprendido porque sí, de buscar el rigor en los razonamientos…
Desgraciadamente, con demasiada frecuencia –por ejemplo según el examen que se haga en la EvAU-, la enseñanza de la filosofía se convierte en impartir unos contenidos que no dicen nada a los alumnos y que reescriben de memoria en el examen.
Cuando en las declaraciones de intenciones defendemos la necesidad de la filosofía, hablamos de su importancia para desarrollar una actitud crítica, reflexiva, racional, capaz de hacer preguntas, de no dar nada por sentado, de ir al fondo, de desarrollar un conocimiento comprensivo y relacional… Pero si en la práctica esto se convierte en memorizar teorías y repetirlas en tres folios, esto es un engaño en toda regla.
Por una parte, interesarse por los problemas y soluciones de pensadores de hace trescientos, mil o dos mil quinientos años , exige una madurez intelectual y unas inquietudes que en principio nuestros alumnos adolescentes no tienen.
Uno no busca soluciones y se interesa por ellas si previamente no tiene un problema. Si de verdad queremos que desarrollen esas actitudes reflexivas y críticas tenemos que partir de problemas que realmente tengan o que al menos sean cercanos y no les cueste trabajo comprender, después será mucho más fácil ir retrocediendo en la historia para comprender los problemas de otras épocas. Si no tienes un problema, ¿para qué quieres una solución? –De ahí que alguna diferencia de contenido entre las modalidades de bachillerato sería provechosa-.
Por otra, en esta propuesta encuentro dos aspectos positivos aunque uno sea insuficiente.
Me parece muy positivo que se busque la continuidad entre los tres cursos en los que inicialmente se piensa introducir la filosofía, esa continuidad debiera implicar progresión de forma que al llegar a segundo de bachillerato fueran capaces de alcanzar esa madurez necesaria para interesarse por problemas clásicos y básicos del pensamiento.
También me parece positivo que se contemple la filosofía como una materia tan fundamental como matemáticas y lengua, aunque esta importancia –ya sé que ahora es mucho pedir- se retrotaiga  incluso hasta la educación infantil y primaria que es cuando desarrollamos nuestra forma de enfrentarnos con el mundo y cuando sería mucho más fácil que los alumnos asumieran esa actitud critica, racional, lógica… Evidentemente no se trataría como piensan algunos de empezar a hablarles de Platón o de Kant, sino de que a su nivel fueran capaces de observar, plantearse preguntas, responder con argumentos bien construidos a cuestiones cotidianas: ¿por qué es necesario que en clase haya ciertas reglas? ¿las que reglas que tenemos se pueden mejorar? ¿qué ideas tenéis para mejorarlas? ¿quién tiene autoridad para establecerlas?...
Otra cuestión que sufrimos en filosofía pero que también mejoraría el aprendizaje de otras materias, sería facilitar la interrelación de las diversas asignaturas que ahora se imparten como compartimentos estancos y sin relación: historia, literatura, filosofía o ciencia coexisten y se influyen mutuamente en la realidad aunque en los currículos parezcan conocimientos independientes que los alumnos son incapaces de relacionar.
Volvemos, la cuestión es cómo volvemos. Si mejorando nuestra docencia o manteniendo la visión que algunos hermanos mayores darán a los pequeños, ¡filosofía!: “Alien, el regreso”.