viernes, 23 de enero de 2009

TELEVISIÓN: LA NOTICIA Y LO COTIDIANO.

Tras nuestra dosis diaria de televisión compuesta de al menos un informativo, algún fragmento de un programa del corazón y varias cuñas publicitarias de programas con gente encerrada en algún sitio, el comentario más frecuente suele ser del tipo: ¡qué revuelto está el mundo!. La inmensa mayoría de señores y señoras que se levantan temprano, trabajan sus ocho horas, llevan a sus hijos a natación y preparan la cena no sólo no son noticia sino que pasan a ser inexistentes ocultados por una minoría que asalta colegios con un fusil, quema a su mujer, mantiene relaciones con toda la plantilla del Madrid o agrede a un emigrante para grabarlo en video y colgarlo en internet.
El debate entre el derecho a la información y otros principios como el derecho a la intimidad o que la misma información sirva de aliciente para que la barbaridad se popularice, parece decantarse siempre del lado del derecho a informar lo cual no deja de ser positivo en una sociedad democrática y plural pero debería valorarse si no son los propios medios de información los que acaban convirtiendo en importantes, en ejemplos para todos, hechos que por sí mismo pasarían desapercibidos: la grabación de una agresión a un compañero que tendría unas pocas visitas en la web pasa a tener cientos o miles de visitas después de salir en un telediario. Al mismo tiempo unos cuantos encuentran la posibilidad de convertirse en famosos durante al menos unos minutos haciendo algo igual o peor.
Una información con demasiados temas escabrosos, muy llamativos, pero en la mayoría de los casos poco relevantes, no sólo oculta temas más importantes aunque menos sensacionalistas sino que genera, sobre todo entre los niños y adolescentes, una distorsión de la realidad en temas fundamentales. Si analizamos la información que recibimos en la mayoría de los programas de televisión, incluidos los informativos, sacaremos la conclusión de que el tema mundial más importante es algún tema relacionado con el fútbol, que la forma más frecuente de ganarse la vida es contar las relaciones que has mantenido con famosos, que los más habitual es ejercer la violencia física con tu pareja y que la vida cotidiana de los colegios consiste en que los alumnos se acosen continuamente y se hagan la vida imposible.
El “mundo real” que perciben por la pantalla, mucho más real que la vida de su vecino de rellano al que apenas conocen, es un mundo deformado en temas tan importantes para los jóvenes como la percepción de su propio cuerpo, las relaciones sexuales o la forma de vida cotidiana en las familias.
Físicamente los modelos y las modelos son cuerpos imposibles, excesivamente delgados, excesivamente musculosos, excesivamente perfectos; cualquier adolescente que se compare con ellos resulta necesariamente acomplejado. En el tema de la sexualidad recibimos la “adecuada” información de todas las violaciones, pornografía infantil, agresiones a menores y ritos extraños. La familia media de las series disfruta de un chalet con un amplio jardín, cancha de baloncesto en el patio y desayunan a las siete de la mañana perfectamente arreglados, simpáticos, habladores y comparten con sus padres las expectativas del día. Vamos, como la vida misma.No es noticia lo cotidiano sino lo que destaca de lo normal pero con el agravante de que lo excepcional se constituye en la única realidad o al menos la realidad aparentemente más extendida, más frecuente y más normal. Esta “realidad ficticia” se convierte además en ejemplo a seguir, ejemplo que no es sino una distorsión de la cotidiana y verdadera vida de la mayoría de los mortales y causa de frustración fundamentalmente en los niños que todavía no alcanzan a distinguir realidad de ficción.

LOS PADRES Y EL MIEDO.

El miedo es uno de esos sentimientos desagradable pero necesario, característico de animales y seres humanos cuya función principal es protegernos básicamente de las amenazas para nuestra supervivencia pero también de todas aquellas situaciones que sin llegar a poner en peligro nuestra supervivencia ponen en peligro nuestra felicidad.
La inseguridad, la falta de control, el desconocimiento... son con frecuencia causa del miedo: nuevos ambientes, no tener una respuesta establecida ante una nueva situación o la incertidumbre ante el futuro activa en nosotros este mecanismo que se convierte en negativo si nos paraliza pero que es positivo si nos sirve para mantenernos alerta, atentos a los cambios o amenazas. Positivo si activa los recursos necesarios para superar la situación que lo causa.
En este contexto general del ser humano, el miedo es todavía más intenso cuando nuestros temores no amenazan nuestra integridad sino la de otras personas con las que mantenemos un fuerte vínculo afectivo, y todavía es más profundo si las respuestas ante las nuevas situaciones ya no dependen directamente de nosotros. En otras palabras, ser padre y “padecer de miedos” parece que van indisolublemente unidos.
Desde la primera noticia del embarazo comienzan los temores sobre el desarrollo del niño, sobre los riesgos del parto..., temores que continuarán cuando el niño vaya creciendo y vaya descubriendo el mundo sin que estemos muy seguros de que sepa distinguir lo posible de lo peligroso.
Al principio temeremos sus posibles enfermedades, su adaptación al cole, su desarrollo... Situaciones de cierto riesgo, muy preocupantes para los padres, pero situaciones en la que nosotros estamos allí como una garantía de seguridad para el niño y para nosotros mismos: vamos al ginecólogo, luego al pediatra, les protegemos de sus primeras caídas cuando comienzan a andar, de los coches cuando cruzamos la calle, controlamos su alimentación y les damos sus jarabes para que no se pongan enfermos.
Aunque nuestros amigos con hijos mayores nos lo dicen no acabamos de creérnoslo: ”Estáis en lo mejor” “Mientras los llevas de la mano...”; y es que ese temor, ese miedo, es mucho más intenso cuando en la siguiente etapa escapen a nuestro control tanto las situaciones como las respuestas, respuestas que ya no dependerán de nosotros sino de nuestros propios hijos.
Quizá comencemos por pensar si cruzarán en verde cuando vayan yendo solos al colegio pero en poco tiempo tendremos que enfrentarnos al hecho de que a la vuelta de cualquier esquina estarán el alcohol, el tabaco, los porros, las pastillas, el sexo.
Aunque para los padres es inevitable –o debería serlo-, tener miedo no es malo. Lo perjudicial es no saber reaccionar adecuadamente ante este sentimiento. El miedo no puede llevarnos a la angustia o a la impotencia, no puede llevarnos a agobiar a nuestros hijos, ni a temer situaciones imaginadas más allá de la realidad, no puede paralizarnos. Como mecanismo de alerta y de defensa debería servirnos para no bajar la guardia, para permanecer atentos y ser conscientes lo antes posible de los riesgos reales y de los actos de nuestros hijos; para valorar de forma adecuada la situación, su comportamiento e ir dando autonomía en la medida que nos van demostrando que son capaces de dar respuestas adecuadas ante las nuevas situaciones.
Que comiencen a caminar solos es un proceso necesario y bueno. Que algunas veces se equivoquen, inevitable. Que vayan construyendo su propio mundo cada vez más separado del nuestro, postivo. Que sean más los factores que escapan a nuestro control, ineludible.Nuestra responsabilidad será aprender a aceptar estos peligros, ser realistas con la situación y aguantar la tensión constante entre la autonomía que demandan y su capacidad para manejarla.

APRENDER Y VIAJAR.

Una de las preocupaciones fundamentales de los padres son los resultados académicos, como ya vimos existen unos principios básicos que facilitan el estudio y lo hacen más productivo, pero una cuestión importante y más difícil es trasmitir curiosidad, ganas de aprender. Una mente abierta a lo nuevo y a lo desconocido puede ser la antesala de unos muy buenos resultados académicos. Contagiar esta aptitud es fundamental para el aprovechamiento de la información que reciben en la escuela.
Dicen algunos estudios que si preguntamos a las personas qué aspectos de ellos mismos cambiarían, la mayoría se centraría en cuestiones físicas, y prácticamente nadie diría que quiere ser más inteligente o tener una visión de la realidad más ajustada a la verdad. Parece pues que nuestra inteligencia –la de cada uno- y nuestro punto de vista nos resultan inmejorables e incuestionables, y son por tanto la inteligencia y el punto de vista de los demás los que son mejorables y cambiables.
Afortunadamente para nuestra cultura occidental, que en torno al siglo VII a.C. hubiera personas capaces de cuestionar sus propios puntos de vista supuso el nacimiento de esta cultura de casi tres mil años en la cual nos movemos.
¿Son las leyes de mi ciudad las mejores? ¿Por qué lo que es muy importante para mí apenas lo es para otros? o ¿Por qué lo que es muy importante para otros apenas lo es para mí? ¿Son mis dioses los únicos? O incluso, ¿por qué mis dioses son los verdaderos y los de otras culturas los falsos? ¿Puedo mejorar mi sociedad observando como se organizan otras? ¿Mis costumbres son fruto de una tradición que podía haber sido diferente y mejor? Son algunas de las cuestiones que se plantearon los primeros viajeros de la historia: los comerciantes griegos que en sus viajes conocieron otras constituciones, otros dioses, otras costumbres sociales y que al mismo tiempo tuvieron la enorme y difícil capacidad de cuestionarse a sí mismo y a sus sociedades.
Psicológica e incluso neuronalmente, cambiar nuestras estructuras cerebrales es un proceso duro y difícil. Pero por otra parte, vivir cerrado en mis planteamientos, en mis puntos de vista, en mis costumbres o en mis esquemas mentales constituye un proceso endogámico que me empobrece como persona. Esto no supone que siempre lo mío sea peor pero siempre puede servir para saber que hay más opciones: unas igualmente aceptables, otras peores, pero también otras mejores. En cualquier caso una actitud abierta, atenta a otras realidades y a otras visiones es una actitud muy positiva.
Por eso, igual que en siglo VII a.C., ahora también necesitamos viajar. Viajar en el tiempo y en el espacio. No como en los viajes actuales –nueve ciudades europeas en ocho días-, sino un viajar más atento, más pausado, un viajar observante que aumente mi conocimiento y mis perspectivas. Es verdad que este viajar está al alcance de unos pocos de forma física, pero igual que los viajes en el tiempo, está al alcance de todos -sin salir de nuestras casas- si sabemos mirar.
Los libros nos abren infinidad de mundos, de perspectivas, de planteamientos... de ahora y de toda la historia. A pesar de nuestro desarrollo científico y tecnológico autores del siglo XVIII o del XII, culturas científica o tecnológicamente más primitivas o situaciones históricas pasadas pueden enseñarnos infinidad de cosas.
La televisión e internet nos abre un mundo de conocimientos e incluso de contactos y amistades con personas de cualquier parte, puedo leer la prensa de mi Comunidad pero también la de Andalucía y la de Perú, puedo contrastar infinidad de informaciones y puntos de vista diferentes, puedo discutirlas y puedo pensarlas.
Viajar significa abrirse, renunciar a la comodidad de creerme siempre en la verdad absoluta y abrir la posibilidad de mejorar o de estar equivocado. Implica escuchar al que no piensa como yo, leer al que critica mis planteamientos y no encerrarme en mundos ficticios, sin fisuras, autoalimentados por quienes piensan igual y sin capacidad para aceptar posturas ajenas. Pero también significa acercarme más a la verdad y a lo bueno como contrapartida a ese mal sabor de boca que nos queda cuando no tenemos la razón.

GARANTISMO O INDEFENSIÓN.

Como espectadores, como padres o como profesores probablemente en alguna ocasión hemos tenido relación más o menos directa con casos de acoso escolar, pero cuando se entra a fondo en un caso concreto se conoce a protagonistas frecuentemente olvidados: los padres de acosadores y acosados, y se ven de cerca tanto las dificultades que se plantean como lo difícil y a veces insatisfactoria que resulta la solución. Tomemos un caso concreto.
El acoso, casi por definición, se produce siempre de forma oculta. Normalmente el acosado tiene demasiado miedo para contarlo en la escuela o a sus padres y los acosadores -si son conscientes del daño que están causando- se ocupan de que el acosado no hable. Por eso en este, como en muchos otros casos, cuando la situación salió a la luz ya era muy tarde, ya se había sufrido durante demasiado tiempo y las consecuencias eran demasiado graves.
Los acosadores eran cuatro chicos de catorce años que durante más de seis meses habían insultado, pegado y aislado a otro chico y a una amigo suyo simplemente por el hecho de no colaborar en el aislamiento. De los tres uno ejerce de líder, altivo, dominante, controla a la clase. Una vez expuesta la situación no reconoce sus actos, incluso se presenta o se cree la víctima y por supuesto no muestra ningún arrepentimiento. Los otros tres se deshacen en lágrimas cuando se les exponen los hechos, reconocen que se han dejado llevar, que suponía estar con el que manda, estar por encima del resto.
Los motivos: el acosado no era muy agraciado, era torpe en educación física... nada concreto pero desde siempre había sido objeto de burlas y de agresiones.
Los acosados, marginados y asustados hasta el punto de que uno de ellos se niega a ir al instituto y a salir a la calle. Se ve inferior al resto, se siente observado constantemente y piensa que todo el mundo se ríe de él a sus espaldas.
Los padres de los acosadores, familias normales acostumbradas a ver estos casos por la tele no pueden creerse que sus hijos sean causantes de acosos como los de las noticias. Saben que en algunos casos los acosados han llegado al suicidio y –en este caso- no defienden a sus hijos, pero les cuesta aceptar su comportamiento.
Los padres de los acosados se sienten impotentes, ahora son conscientes del deterioro progresivo que han sufrido sus hijos, han buscado ayuda psicológica y están desconcertados: ¿qué podemos hacer para que no tenga miedo?, ¿tenemos que cambiarlo de centro?, ¿nos pueden garantizar su seguridad?
El centro, una vez realizada una primera aproximación a los hechos toma las medidas que están a su alcance: expulsión preventiva de los acosadores mientras se instruye el expediente.
Durante este tiempo uno de los acosados continua asistiendo a clase pero el otro se niega a salir de su casa. Instruido el expediente la comisión de disciplina del centro propone la sanción: la propuesta es un cambio de centro y trabajos sociales para el cabecilla y el máximo de días posible de expulsión para el resto.
Ante esta sanción inspección informa que según jurisprudencia establecida, el cambio de centro tendrá que realizarse el próximo curso para no lesionar el derecho a la educación del sancionado que por cierto repite curso y ha suspendido ocho asignaturas en la evaluación. Y a los veintiocho días de expulsión habrá que restar los días que de forma preventiva ya han estado en sus casas, con lo cual volverán al centro en diez días lectivos.Mientras tanto los acosados tienen dos opciones: o seguir conviviendo con sus acosadores sin que el centro pueda garantizar que no siguen siendo acosados o cambiar de centro a mitad de curso. Aquí ya no debe importar su derecho a la educación.

BUENAS NOTAS.

Cuando hablamos de jóvenes, de escuela, de hijos solemos caer en lo que podríamos llamar el “síndrome del telediario”, es decir, lo bueno no es noticia y sólo nos fijamos en lo malo, lo negativo. De la misma forma, cuando nos llegan las notas sabemos reaccionar automáticamente ante los malos resultados: no estudias, te pasas el día viendo la tele, estas castigado...; pero -sobre todo si estamos acostumbrados a que siempre hayan sido buenas- nos cuesta más tener una reacción adecuada ante unos buenos resultados.
Sí: es su obligación, su mejor premio es lo que han aprendido, no tienen otro quehacer, “sólo faltaba que las trajera malas”...Sin embargo, estudiar es un trabajo duro y mal pagado que también merece su recompensa, recompensa que no necesaria o exclusivamente tiene que ser material.
Cuando con cierta frecuencia escucho “los mejores años de mi vida fueron los de estudiante” pienso que quizá estemos confundiendo los años de estudiante con los años de juventud, que quizá la memoria nos juega un mal papel y sólo recordamos lo bueno o que el que lo dice, estudiar estudiar, no es que estudiara mucho. Porque pasarse seis horas delante de varios profesores que me cuentan cosas que me interesan más bien poco, ir a casa y hacer los ejercicios, preparar los exámenes y vivir con la incertidumbre de qué me preguntarán o con qué nota me calificarán, ¿sacaré la nota necesaria para estudiar la carrera que quiero?... no es lo mismo que estar de vacaciones.
Es verdad que la combinación de la edad y una buena organización del tiempo puede dar como resultado unos años inolvidables, amistades para toda la vida, tiempo para el deporte, salir de juerga y además unos buenos resultados académicos. Pero las temporadas de exámenes, la llegada de la selectividad, las expectativas frustradas ante una prueba en la que esperaba buena nota: no es una situación muy envidiable.
Por eso, ante unos buenos resultados o ante una buena progresión durante el curso –aunque quizá no se haya llegado a aprobar todo-, debemos reaccionar con un importante refuerzo que fundamentalmente tiene que ser emocional aunque suele traducirse en algún objeto material. Debería quedar clara la satisfacción de todos ante sus resultados, manifestar expresamente su mérito al saber organizarse y al estudiar, su capacidad para distinguir el tiempo de ocio del de trabajo, su responsabilidad... Y esto que siempre ha sido importante, lo es ahora todavía más cuando el ambiente de demasiadas aulas es precisamente el contrario: sólo hace falta aprobar para ser “el empollón” y lo que se lleva, es una especie de competición por ver quién suspende más.
En relación directa a estos buenos resultados o a esta progresión, debería ir nuestra confianza en nuestros hijos. Su comportamiento ante los estudios manifiesta una forma de ser y de actuar que será manifiesta ante otras situaciones, por eso es un buen momento para darles más libertad y autonomía: en función de su edad, es una buena ocasión para ampliar los horarios de llegada, dejarles realizar algún viaje con los amigos, irse a nuestro pueblo aunque no vayamos nosotros, etc. Dejando claro que todo esto es consecuencia de sus resultados y que el verano del que va bien no es igual que el del que va mal.
No vamos a caer en un optimismo exagerado y pensar que ya no pueden mejorar en nada, también hay que decírselo: “tú puedes subir esta nota en tal o cual asignatura”. Pero si el curso ha sido satisfactorio no es necesario buscar más actividades académicas para el verano. Organizarse bien el tiempo libre y las actividades de ocio para aquellas cosas que no nos queda tiempo durante el curso o incluso algún trabajillo, pueden ser más formativos que acudir en agosto a unas clases de matemáticas.