lunes, 6 de febrero de 2017

¿EL IMPERIO DE LA LEY?

Por muy optimistas que seamos parece que “la bondad del género humano” no da como para pensar en una convivencia en la que no existan normas. A estas alturas de experiencia histórica, parece también lógico que obedecer las leyes es un imperativo incuestionable: ¿cómo podríamos mantener que las leyes sean necesarias pero que no sea necesario su cumplimiento?.
Además, parece también necesario que los sistemas legales establezcan mecanismos de coacción para que sus normas se cumplan –servicios a la comunidad, multas, cárcel...-.  Pero la realidad no es tan simple: muchas injusticias en su momento, fueron legales.
Legal fue la segregación y separación de espacios entre blancos y negros en la américa de Martin Luther King y legal fue la imposibilidad de votar a quienes no alcanzaban determinada renta o a quien era mujer. Legal fue también encarcelar a las personas homosexuales por el hecho de serlo o el impedimento a las mujeres para abrir una cuenta bancaria.
A la vista de estas situaciones, ¿podemos afirmar la incuestionable necesidad de obediencia a la ley establecida? ¿podemos mantener inexorablemente el “imperio de la ley”?. O dicho de otra forma: ¿tienen las leyes algún límite superior a ellas mismas?
Esto nos lleva a dos cuestiones que están entre lo legal y lo moral.
Cuando en 1948 se aprueba la Declaración Universal de los Derechos Humanos su intención es que ninguna persona en el mundo pueda ser privada de lo que se consideran derechos fundamentales: se realicen estas privaciones al margen de la ley o bajo la legalidad vigente en un estado –la Alemania nazi está entonces en la mente de todos-.
Tras la Segunda Guerra Mundial, los Derechos Humanos quieren constituirse en un límite a la autonomía legislativa de cada país y por tanto, limitar ese pretendido imperio de la ley.
Si bien la formulación de estos Derechos constituye un gran avance histórico, su aplicación posterior no lo ha sido tanto cuando por ejemplo la propia Comunidad Económica los incumple y no existe una institución internacional capaz de asegurar su cumplimiento.
No hace falta rebuscar en la historia para encontrar alambradas y soldados impidiendo la entrada en Europa de hombres, mujeres y niños que huyen de la guerra. Ahora mismo la Comunidad Económica incumple claramente el artículo 14.1 de la Declaración Universal -“En caso de persecución, toda persona tiene derecho a buscar asilo y a disfrutar de él en cualquier país”- y los refugiados sirios se agolpan contra las alambradas europeas.
Junto a este aspecto de corte más legal encontramos la vertiente moral.
Podemos remontarnos a Séneca, Antígona  o Santo Tomás de Aquino para hablar del derecho –y la obligación- de obedecer a nuestra propia conciencia antes que a las “leyes de la ciudad”. La conciencia individual se constituye así en otro límite al “imperio de la ley”.
En la reciente historia española el movimiento de insumisión al servicio militar ha sido el más largo en el tiempo y el que más personas ha conseguido implicar. La objeción de conciencia se ha alegado también en el ámbito sanitario, en el pago de los impuestos dedicados a la guerra o para que no se cursara Educación para la Ciudadanía. En estos casos, las personas han puesto su conciencia como límite de la ley.
Es cuestión jurídica que la propia legislación regule la posibilidad o no de la objeción de conciencia -en la mayoría de los casos no lo hace- y no es fácil ni cómodo oponerse a la legalidad establecida cuando el hecho de no cumplirla te convierte en “raro”, delincuente, preso o en todo al mismo tiempo.

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Son necesarias las leyes y hasta cierto punto su “imperio”, pero también es necesario que autorregulen de forma efectiva sus límites y el respeto a la variedad social que abarcan, que establezcan los mecanismos para su modificación y que no sean una escusa para mantener la injusticia.