Quizá sea que nos hemos
acostumbrado a ver la vida con banda sonora, como en las películas, por lo que
ahora la realidad tal cual nos resulta sosa. Quizá sea también que el ritmo nos
lo pongan desde fuera, y nosotros sólo nos adaptemos a la música que va
sonando.
Quizá sea que ya soy de otro
siglo, que nací tarde o que de vez en cuando padezco algún ataque de
melancolía. Pero a veces este ritmo me desborda, freno mientras veo como los
sucesos me adelantan y tengo morriña de un pasar más pausado, de volverme a
sentar para escuchar música en lugar de moverme a la marcha que va sonando.
Quizá sea verdad que la economía
marca el ritmo. Los productos se “reproducen” más rápido, se desfasan antes y
cada vez transcurre menos tiempo para que sean viejos. Cada vez la satisfacción
dura menos y la insatisfacción es más fuerte y profunda, la información –o
mejor los datos- se multiplican exponencialmente y la total dedicación de mis
capacidades no son suficientes para procesarlos.
Es tiempo de más en menos, de
grandes desmanes concentrados en momentos. De “ya”, de “hoy”, de “todo”. Si me
lo prometes para la semana que viene no lo quiero.
Quizá sea por eso que ya es
preocupante el número de jóvenes que recurre a la prostitución porque ya no compensa
el tiempo invertido en conocernos. La comida
rápida, los viajes relámpago, todo en uno, sólo los titulares…
La comunicación hay que limitarla
a ciento cuarenta caracteres, las páginas web no deben ocupar más de pantalla y
media, y prácticamente nadie pasa de la segunda página que ofrece el buscador.
Los mensajes, la política, la publicidad, las relaciones humanas hay que
condensarlas en un lema, una frase, un logo, un emoticón…
En este contexto nunca hay
tiempo. Lanzados en caída libre a la máxima velocidad posible para conseguirlo
todo. Siempre deseando mas que disfrutando y siempre contando lo que no
tenemos.
Aquí el arte distrae, la
filosofía molesta. Esto no sirve, por tanto al estado no le interesa.
La ingeniería aniquila a la
poesía, la matemática aplicada suprime la comprensión del mundo, el ritmo de la
robótica calla la música, el ordenador pretende sustituir a la creatividad.
Exactitud, precisión y rigor
pretenden encerrar la indefinición, las vaguedades y las perspectivas
consustanciales a estar vivo.
Somos algo más que peso, altura,
latitud y longitud. Más que poder adquisitivo, franja de edad y esperanza de
vida. Podrán decirnos con datos estrictamente rigurosos y técnicamente precisos
en dónde estoy, mis hábitos de consumo o mi porcentaje de grasa corporal; pero
esa información no me acercará un ápice a algo que dé sentido a mi vida o a ese
tipo de comprensión del mundo que yo necesito.
Pretenden marcarme el ritmo,
etiquetarme, convertirme en uno más uniformado con el resto. Pero tengo
derechos. Derecho a ser diferente, a definirme, a elegir. Derecho a cambiar de
opinión, a equivocarme, a que no me guste. A estar triste o a “hacer una
locura” para sentirme bien. Tengo derecho a inventar y a pensar. A divertirme
de otra manera y a ser “políticamente incorrecto”. Tengo derecho a que me de
igual no estar en el porcentaje adecuado e incluso derecho a ser considerado
raro.
Quizá sea porque el arte expresa,
porque ve el mundo desde otra perspectiva. Quizá sea que el pensamiento, la
actitud crítica o la observación atenta, acaban poniendo sobre la mesa nuestro
perfil malo, el que no queremos ver, el que queremos ocultar. Quizá sea que
sirven para tanto, que a los que sólo ven encima de sus narices les parezca que
no sirven para nada.
Quizá sea por eso que no es
tiempo, ni de arte ni de filosofía.
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