miércoles, 14 de diciembre de 2011

ALGO MÁS QUE LA FAMILIA.

No podemos simplificar los problemas pretendiendo que un solo factor los explique; pero sí podemos centrarnos en alguna de las diversas causas que con mayor o menor relevancia influyen en una cuestión. Por ejemplo, la relación entre el contexto social y el fracaso escolar.

Decía una estadística que leí hace tiempo que en los primeros años de escolarización los hijos de maestros obtenían unos resultados significativamente mejores que el resto de sus compañeros. Sin ser tan concretos, es frecuente relacionar el nivel académico de los padres con el éxito escolar de sus hijos, se programan campañas que dicen “ellos leen si tú lees”, e incluso se relacionan las calificaciones con el número de libros que se tienen en una casa.

Todos estos estudios parecen dar por hecho la influencia que el contexto social tiene para explicar nuestras acciones. Pero aunque estudios y artículos suelen centrarse en el contexto familiar, existe un contexto social más amplio que también influye en los resultados escolares.

En torno a los años 70, los hijos de los trabajadores tuvimos la oportunidad de cursar unos estudios antes reservados a las clases medias-altas o a miembros de órdenes religiosas. Por primera vez, los hijos de un peón del campo o de un empleado con una formación básica pudimos plantearnos de forma realista estudiar incluso en la universidad.

Entonces los propios maestros establecían una división con tintes clasistas y nada acertada: una nueva división social no relacionada con la situación económica sino con la supuesta capacidad intelectual y por “valer” se entendía sacar buenas notas – o sea, ser inteligente-: el tiempo ha demostrado lo erróneo de esta “división intelectual”, la inteligencia no se establece en función de los estudios cursados.

En cualquier caso, la sociedad valoraba muy positivamente el hecho de estudiar. Pero esta situación tenía sus exigencias.

Todo tu ámbito social: padres, familiares, profesores y compañeros de clase, volcaban en ti sus expectativas y su presión para que aprobaras y acabaras los estudios. Los que estudiábamos, estábamos en una situación privilegiada con respecto a nuestros padres. No nos podíamos permitir el lujo de no aprobar, suspender no se contemplaba como posibilidad y la sociedad en general te premiaba con su reconocimiento.

Estudiar era una oportunidad. Aprobar, pasar de curso... era lo que se esperaba de ti pero también lo que querías conseguir. Suspender era un fracaso

Ahora, el contexto social ha cambiado.

Estudiar no se valora como un privilegio ni como una oportunidad única. Se tienen muchas más posibilidades económicas y legales para repetir o seguir otras vías que exigen menos esfuerzo. Entre los alumnos repetir curso está más que contemplado, el raro es el que saca buenas notas e incluso el que simplemente aprueba, se ha aceptado la normalidad del suspenso, no pasa nada por hacer en seis años unos estudios de cuatro, y todos sabemos que Einstein suspendía matemáticas.

Estudiar, aprobar, pasar de curso... es el rollo de mis padres, en mi clase sólo han aprobado todo cinco, este curso hay siete repetidores en cada grupo y llevo con orgullo coleccionar amonestaciones.

Estudiar siempre ha costado, resolver ejercicios de matemáticas o estudiar lengua ni fue ni es plato de gusto; no salir el sábado en lugar de estudiar nunca se ha hecho con alegría. Pero el contexto social en el que se realiza el esfuerzo, es un condicionante más que facilita o dificulta.