jueves, 27 de septiembre de 2018

EL PRECIO DE LA PAZ.

Las armas que matan población civil inocente, que generan emigraciones masivas y que mantienen conflictos inacabables, son en los países desarrollados puestos de trabajo.
El funcionamiento de nuestra economía constituye un sistema en el que -simplificando- sus elementos esenciales son los trabajadores que crean productos, productos que posteriormente se venden y generan un beneficio, beneficio que en parte repercute en los trabajadores cuando cobran sus sueldos. 
Si alguno de los elementos de este sistema falla el sistema económico deja de funcionar.
Por tanto, eliminar por decreto la venta de un producto significa romper el sistema y abocar a los trabajadores de las empresas que lo producen -y al comercio, hostelería y servicios que de ellos dependen-, a engrosar las listas del paro.
En este contexto, el ideal de un mundo en paz, sin armas, o al menos un mundo de guerras en el que nosotros no colaboremos, choca con la realidad de miles de puestos de trabajo que desaparecerían. La guerra no sólo es un gran negocio para muchas empresas, es también el sustento de muchas familias.
Si ponemos en un platillo de la balanza los miles de víctimas que generan las armas que producimos y su influencia en la economía global y particular que esa producción causa, nos encontramos ante un dilema que puede resolverse en favor de lo económico o en favor de lo ético.
Creo que la cuestión ética debe primar sobre la económica, pero también creo que esa carga económica no debe recaer exclusivamente sobre los trabajadores y empresas directamente relacionados con la producción de armas, sino en toda la sociedad que a través de su gobierno opta por salir de ese proceso de alimentar los conflictos.
Por eso, la Paz es cara.
El comercio mundial de armas mueve 100.000 millones de dólares anuales, la producción española supone 4.400 millones de euros y el Ministerio de Defensa ha aprobado este año un gasto de 10.000 millones en armas al mismo tiempo que hasta 2030 tenemos que pagar 20.000 millones de un plan anterior.
Si en los años 80 por motivos económicos fuimos capaces de afrontar una reconversión industrial que trajo muchos problemas sociales y que costó 10.800 millones de euros -entonces cuantificarlos en pesetas-, quizá por motivos éticos también podamos ser capaces de afrontar una reconversión ética de nuestra industria.
Como entonces, esta reconversión no puede hacerse de un día para otro y deben establecerse mejor que entonces unas opciones de trabajo para los que lo pierdan. Debe también trabajarse una conciencia social en la que el factor primordial no sea el económico -a costa de ventas a dictaduras o a países invasores que no respetan los Derechos Humanos-, sino el factor ético que busque el cumplimiento de estos Derechos.
Un proyecto sin duda largo y difícil que va a chocar con muchos intereses opuestos porque el económico, como todo sistema, tiene fuertes mecanismos de protección. Utopía complicada como otras que llegaron a realizarse y que comenzaron a hacerse reales en pequeños gestos que encontraron inicialmente y en todo el proceso muchas dificultades y muchos opositores. Derechos como el derecho al voto de los más pobres –varones- y la extensión de este derecho a la mujer, derecho a la huelga, a un salario mínimo, acceso universal a la educación y a la sanidad... fueron durante mucho tiempo "utopías imposibles" que superando infinidad de dificultades llegaron a ser reales en nuestra cultura.
Quizá sea hora de que en el contexto de un plan que amortigüe sus consecuencias negativas comiencen a realizarse pequeños gestos, como no vender unas pocas bombas, en esta dirección.
"La esperanza no es ni realidad ni quimera. Es como los caminos de la Tierra: sobre la Tierra no había caminos; han sido hechos por el gran número de transeúntes." Lu Xun (1881-1936) Escritor chino.

HIJOS PERFECTOS.

Con la llegada de las máquinas y la consiguiente revolución industrial, el mundo de los artesanos se vio abocado al fracaso, se cerraron los tradicionales talleres y la producción de objetos se convirtió en más rápida, más barata y más perfecta. Sin embargo, con el paso del tiempo y contra el pronóstico inicial, la venta de objetos artesanales ha ido aumentando en las últimas décadas y un número considerable de compradores estamos dispuestos a pagar más por estos productos artesanales, que por otros que proceden de la industria y de la más precisa exactitud de la robótica actual. Y es que unida a esa imperfección está su personalidad, su originalidad, su carácter individual, su distinción que lo hace único y diferente de cualquier otro. En otros aspectos de nuestras vidas y en de la de nuestros hijos, no somos todavía capaces –por regla general- de hacer una valoración similar. En esta época nuestra en la que predomina lo exclusivamente medible, se han establecido cuáles deben ser las medidas “normales”. Eminentes pedagogos, psicólogos o similar, han establecido las pautas del desarrollo del niño que ellos consideran normal. El sistema educativo ha establecido unos niveles rígidos y casi inmutables para cada curso. Y todos nos hemos creído que salirse de estos estándares hay que considerarlo al menos preocupante si no una muestra de anormalidad o de enfermedad. Es verdad que diagnósticos actuales responden a problemas reales que en otro tiempo no se diagnosticaban, pero los que estamos en este mundo de niños y adolescentes tenemos una acentuada impresión de que se produce un abuso, y de que problemas que son diagnosticados, tratados y medicados, no son sino formas de ser de niños que se salen de las pautas que a priori se han establecido como “normales” unidas a la idea de que los padres quieren hijos perfectos que por tanto tienen que responder a estos estándares. Hay padres que a su hijo muy movido lo diagnostican en casa como hiperactivo. Que al que se distrae con el vuelo de una mosca lo convierten inmediatamente en un trastorno de déficit de atención y al que no come solo cuando el libro de moda dice que tiene que comer, lo llevan al psicólogo. Es frecuente que estos estándares ideales se trasladen al ámbito de las calificaciones escolares: sacar buenas notas es sinónimo de bueno, sacar todo diez de perfección. Evidentemente, a cada uno hay que exigirle lo máximo que puede dar, pero lo máximo dentro de unas horas de trabajo razonable y no a costa de un estrés continuo, de mil clases particulares o de que los fines de semana no existan. Tenemos que olvidarnos de esa especie de olimpiadas entre padres en el patio de la escuela o en comidas familiares. Tenemos que aceptar que si con ese trabajo continuo y dosificado nuestro hijo saca un seis, pues es de seis ¿y?. Entre otras cuestiones, porque estas calificaciones son sólo una parte de una persona mucho más compleja. Muchos alumnos con calificaciones de sobresaliente no tienen una vida ni más satisfactoria ni más feliz que otros que sacaban peores notas. Ni siquiera en cuestiones laborales son mejores, porque la vida, las relaciones personales, saber responder ante las dudas o los fracasos no se califica y son facetas tan importantes o más que los conocimientos que un día concreto tenían de geología o de matemáticas –o de filosofía-. Presionar más allá de las posibilidades reales o llevarlos a un nivel de exigencia extremo, en lugar de generar perfección genera personalidades con baja autoestima, con una imagen negativa de uno mismo, frustrado, con un alto nivel de ansiedad e inseguridad. Tenemos “ejemplares” únicos y diferentes, mejores en unas cosas y peores en otras, ninguno perfecto. “Ejemplares” a los que no podemos frustrar por nuestro empeño en la perfección. 

SIN MEMORIA. NO SOMOS ALEMANIA.

Alemania es como el vecino perfecto que siempre está en boca de nuestros padres como ejemplo de casi todo. Al final no es el más admirado sino el más odiado, aunque el pobre ni tenga la culpa ni sea perfecto.
No se trata de convertirnos en otra Alemania ni de que ellos no tengan que aprender nada de nosotros, pero creo que pueden ser un referente o al menos un elemento comparativo a la hora de mirar como gestionamos nuestro pasado y cómo lo han hecho ellos.
Acabada y perdida la guerra mundial los alemanes que compartían la ideología nazi y miembros del partido nacional socialista no desaparecieron, la mayoría siguió ejerciendo sus trabajos bajo la gestión aliada primero y en el restablecido gobierno alemán de 1949 después.
Sin embargo dos o tres décadas más tarde, tras un esfuerzo por no ocultar y por enseñar claramente a las nuevas generaciones su historia, la inmensa mayoría de los alemanes era consciente de los horrores que supuso el gobierno nazi desde 1933 hasta el final de la guerra y era firme su voluntad de que esta historia no se olvidara para que no fuese repetida.
En este contexto, a prácticamente ningún alemán le resulta llamativo que la simbología que pueda recordar el nazismo esté prohibida ni que los elementos que ensalzaban de alguna forma este período histórico desaparezcan. A todos les parece adecuado que sólo aquellos elementos que sirvan para no olvidar, aquellos que sirvan para que las nuevas generaciones tengan presente qué ocurrió en ese período histórico -el sufrimiento de la propia ciudadanía alemana, el genocidio y la destrucción que generó la ideología nacionalsocialista- se mantengan.
Aquí, pasados más de cuarenta años del final del franquismo, seguimos en disquisiciones inútiles sobre desenterramientos, fosas comunes, edificios y calles, en debates de opereta como el ducado de los Franco. Digo inútiles, porque la solución a todas estas cuestiones que se nos plantean en España no está en el tema concreto del nombre de una calle o similar, sino en una cuestión anterior y más profunda: que todavía en nuestro país hay quien encuentra motivos para justificar cuarenta años de dictadura con sus fusilamientos, exiliados y represión.
Mientras exista un número significativo de ciudadanos que se sienta agredido, ofendido o simplemente molesto porque se retiren símbolos que exaltan el franquismo, porque no se quiera tolerar organizaciones que reivindican la ideología franquista o incluso por algo tan humano como dar sepultura decente a los que reposan en fosas comunes, nuestra democracia convivirá con herederos de aquella época y correrá el peligro de cometer los mismos errores.
Podíamos aprender algunas cosas.
Se puede mantener para recordar y no para honrar.
Ocultar no soluciona, enquista. Alemania se tomó muy en serio la explicación de su historia sin paños calientes. Aquí la guerra civil, el franquismo y la transición son esos temas a los que nunca se llega en los programas de cada curso, los que en importancia quedan detrás de la Hispania romana o la reconquista.
Prohibir la exaltación del fascismo no es acabar con la libertad de expresión. No se puede esconder en esta libertad de expresión la voluntad de acabar con la libertad.
Dos cuestiones ineludibles. Primero, tenemos que ser conscientes de que la dictadura franquista fue un período oscuro de nuestra historia que tenemos que sacar a la luz. Segundo, los jóvenes tienen que conocer y aprender de ese período para que nunca se vean en una situación similar.
No somos Alemania. Tampoco podemos ser un país que décadas después es incapaz de dar luz a su historia y de mantener a parte de sus víctimas en fosas comunes. No podemos ser un país en el que quitar la estatua de un dictador genere un debate nacional. Y si lo somos, estamos condenados a repetir nuestra historia a que –como decía Machado-, una de las dos Españas vuelva a helarnos el corazón.


TIEMPO TRAIDOR

Para los que cuentan el año por sanfermines estamos en fechas de fin de año, en fechas de hacer valoraciones, renovar propósitos y de ser conscientes de que eso de “ya falta menos” es verdad. No es que para este tipo de cosas sea muy observador, pero sin darme cuenta, por la derecha y aprovechando el ángulo muerto, el tiempo –traidor- me ha adelantado a un paso imposible de seguir. Niños y adolescentes íbamos adelantados a su ritmo. Las semanas, los meses, los cursos trascurrían lentamente. Teníamos que sentarnos a esperarlo y aburridos por la espera tirábamos de él para acelerar la llegada de las próximas fiestas. No entendíamos cuando decían que un señor de sesenta años había muerto joven, y la época del racionamiento iba más o menos después de Felipe II. Más tarde y durante un largo período fuimos más o menos acompasados. Él traía nuevas músicas, nuevas ropas, nuevas costumbres, nuevas modas… y nosotros, manteniendo el ritmo las aceptábamos y las asumíamos como nuestras. Llegaron algunas señales. Los policías comenzaron a parecernos muy críos y los grupos que nos gustaban publicaban sus discos en recopilatorios para Navidad. Nos empezó a molestar que en los bares de toda la vida nos empujaran y que no pudiéramos estar hablando tranquilamente. Las nuevas músicas, las nuevas ropas, las nuevas costumbres, las nuevas modas… ya no iban con nosotros. Antes, eso de que “veinte años no es nada” nos parecía una exageración; ahora, casi estábamos de acuerdo. Y sin darnos cuenta, ya teníamos que estar buscando instituto para nuestros hijos. “Cuarenta es la vejez de la juventud, cincuenta es la juventud de la vejez” Victor Hugo. Resistiéndonos a ser realistas a veces parece que nuestra mente -joven como hace veinte años- está encerrada en un cuerpo que no es el nuestro. Pero, si aceptamos lo que se ve en el espejo, nos empezamos a dar cuenta que cuando contamos alguna historia, los más jóvenes nos miran con cara de “batallitas del abuelo”. Y el tiempo se hace más relativo que nunca. Las Navidades cada vez llegan antes, pasada la Virgen de agosto ya estamos sacando los abrigos y el hijo del vecino que hace nada jugaba en el parque ya está en la universidad. Nos acordamos perfectamente de aquella semana de “vacaciones” que nos dieron cuando murió Franco y lo que nosotros contamos ahora está más lejano en el tiempo que las historias de postguerra y estraperlo que nos contaban a nosotros. Adelantados a traición ahora las cosas cambian sin darnos tiempo a asimilarlas y sí, morirse con sesenta años es una muerte prematura. En este contexto podemos encerrarnos en aquello de que cualquier tiempo pasado fue mejor, aunque lo único verdadero es que cualquier tiempo pasado fue diferente. Hubo cosas mejores y peores. Nosotros decidimos y vamos decidiendo qué merece la pena conservar y que no. Los más jóvenes renuevan, aceptan o rechazan lo que nosotros vamos dejando en el camino. En ese proceso de cambio, de avance o progreso –aunque no siempre nos parezca ni tal avance ni tal progreso- podemos ser una “red de experiencia” al servicio de los más inexpertos o un lastre para los jóvenes que traen novedades. Podemos intentar extraer lo positivo de nuestra veteranía aplicable a este momento o convertirnos en el cascarrabias que refunfuña ante cualquier novedad y reniega de todo lo que le es desconocido. El tiempo fluye, transcurre, no existe la foto fija sino el desarrollo. Con él, el mundo en perpetuo cambio y nosotros inmersos en su seno. Imprudentes por impaciencia al principio e imprudentes por exceso de cautela al final. Jóvenes impacientes por comernos el mundo, mayores temerosos porque cambie la realidad en la que nos sentimos cómodos. Tiempo traidor que nos lo fiaba muy largo y que acelera progresivamente el final.

SAN FERMÍN SÍ, RESPONSABILIDAD COLECTIVA.

Si pasando la curva de Mercaderes, entrando en la Estafeta, la manada derrapa, a menudo algún animal queda descolgado y en su recorrido hacia la plaza es fácil que se cebe con algún mozo, una víctima fácil para un morlaco que le supera en fuerza, en envergadura y en instinto irracional. Los corredores de encierros no siguen como si nada hacia la plaza ni pasan mirando hacia otro lado, arriesgan su vida por salvar de las astas al compañero que se encuentra en una situación de indefensión. No son los Sanfermines una excepción, pero después del caso de esa otra manada de “morlacos”, superiores en fuerza, envergadura y en instintos irracionales, recuperar la fiesta y hacer de los Sanfermines un espacio en el que cualquier persona pueda moverse libre y sin miedo no es sólo una tarea institucional ni exclusivamente una obligación policial, es también una responsabilidad colectiva ya que estas situaciones tan graves tienen su base en comportamientos de acoso sexual que se produce en espacios públicos, en un espacio tan propio de nuestras fiestas. Yo propondría un objetivo, que los cinco metros cuadrados que nos rodean a cada uno, los establezcamos como “cinco metros libres de acoso y abusos”. Porque la pasividad de quienes son testigos de estos hechos o –lo que es peor- la participación como público que lo alienta, son aspectos frecuentes y fundamentales en situaciones de acoso que se producen en lugares públicos. La maldad de alentarlos es evidente. En cuanto a la pasividad, en general nos sentimos culpables de nuestros malos actos pero nos cuesta sentirnos culpables de los actos que no hemos realizado, el tradicional pecado de omisión que también en algunos casos -como la omisión de ayuda- es delito, pasa con frecuencia inadvertido a nuestra conciencia. ¿Qué podemos considerar acoso público o callejero? Toda práctica que ocurre en espacios públicos, que tiene el potencial de provocar malestar en la víctima y que posee carácter unidireccional. Es indiscutible que si algo tienen las fiestas de San Fermín es ser fiestas de calle, fiestas que se desarrollan en espacios públicos y que por ello, de alguna forma, nos hace a todos responsables de lo que en ese ámbito público ocurra. Por otra parte, el acoso es una situación que genera malestar. Sufrir acoso supone situarte en una situación de inseguridad, de inferioridad no sólo física, sino también en cuanto a tus derechos, a tu “ser persona” con capacidad de decisión. Supone generar sentimientos negativos como asco, culpa, miedo y supone condicionar comportamientos posteriores. Y por otra, es unidireccional. Que en un momento determinado alguien capte la atención de un extraño y éste pase a establecer algún tipo de relación con la otra persona, aunque en esa relación se incluyan proposiciones de tipo sexual, no quiere decir que exista acoso. La frontera entre lo que es acoso o no lo es, la establece que sea un acto unidireccional o unilateral, es decir, es acoso si no es un acto de comunicación o relación entre dos personas que voluntariamente así lo aceptan, es acoso si es un acto exclusivo de una parte que sin tener en cuenta los deseos de la otra toma iniciativas que coartan su libertad y que son por lo tanto violentas. Aunque el sistema judicial tiene razones que la persona media no entiende, creo que “las personas medias” tenemos el suficiente criterio como para discernir una situación de acoso de otra que no lo es. El lenguaje corporal, la invasión del espacio vital, el contacto físico rechazado, la presión de un grupo numeroso, las condiciones que pueden alterar la capacidad de decisión –borrachera-… son indicios como para ponernos en alerta en los cinco metros cuadrados que nos rodean.