domingo, 24 de enero de 2016

Anónima y buena gente.

Vivir es esa cosa que hacemos como si no se fuera a acabar nunca. Sólo la muerte de alguien cercano, sobre todo si es antes de tiempo, nos hace abrir los ojos y darnos cuenta de la realidad. Sin embrago nuestra selectiva e inteligente mente va olvidando poco a poco lo malo, superando el duelo –más o menos largo en función de la cercanía-,  y nos permite volver a la alegría de vivir, a encontrar un sentido sin la persona que falta o al menos a ser capaz de sobrellevarlo.
La infancia, la vejez o nuestros hijos son condicionantes, circunstancias que dificultan el proceso.
No sé si hay forma de medirlo, pero dicen que el peor dolor que puede padecer una persona es la pérdida de un hijo. Volver a la “vida” después, es complicado.
La vejez, las décadas, toda una vida juntos, es también una barrera difícil de superar. Ya no hay energía ni motivación para volver a empezar. El sentido tenía rostro, nombre y apellidos, sus manías y su genio, sus detalles y su manera de no expresar nunca sus sentimientos. Pero siempre estuvo allí y ya no se vuelve a saber estar si él.
Más cruel es si cabe la experiencia de la pérdida cuando uno todavía no es medianamente adulto. La infancia es la época en las que lo que aprendes queda ahí, quizá oculto, pero para toda la vida. En la infancia aprendemos los principios, la base sobre la que en buena parte nos vamos a construir. Por eso, vivir de niño y de cerca la experiencia de la muerte es una aprendizaje que permanece el resto de la vida. Queda la sospecha, la melancolía, un no se sabe qué, que por debajo de todo lo aparente hace que esa cosa que hacemos como si no se fuera a acabar nunca no aparezca tan esplendorosa.
Podemos hablar de injusticia, de falta de sentido, de absurdo, de fracaso… pero escapa a nuestra comprensión. Podemos pensar y creer en otra vida,  encontrar en ella consuelo, pero la separación aunque creamos sea temporal, tampoco es fácil.
Y así, todos los días, sin los al menos quince minutos de recuerdo, de reconocimiento, de admiración y de ejemplo que se merecerían y que otros tienen por sus extravagancias y patochadas, anónimas y buenas personas nos van dejando. Eso sí, dejando mucho más que quince minutos en los que les hemos rodeado.
Porque el mundo fundamentalmente se mueve por los que nadie conocemos. Por los miles de trabajadores que dejan su tiempo todos los días aunque luego sólo aparezca un logo o una marca, por el personal sanitario que sin nombre te salva la vida o te la hace más llevadera, por los voluntarios que esperan en la playa con mantas la llegada de pateras, por los que ponen su tiempo al servicio del coro, del grupo de teatro o del ayuntamiento de su pueblo y que como agradecimiento por sus desvelos sólo recibe críticas.
Los anónimos y olvidados ganan por mayoría. Una mayoría oculta que nunca ocupará un informativo o un titular, una mayoría que como mucho saldrá en el fondo de la imagen atendiendo un comedor social mientras el reportero habla de la crisis o de costadillo saliendo de la escuela cuando graban el comienzo del curso escolar. Una mayoría que se verá eclipsada por estafadores y corruptos, muchos menos, pero “más importantes”.
Pocos se acuerdan del camillero que te hizo más llevaderas las seis horas en urgencias, ni del policía del día del accidente. Menos todavía del que te ayudó a levantarte cuando te caíste en la calle, y pocos tienen en cuenta el tiempo de los padres y madres implicados en las asociaciones de los centros educativos.
Da cierta rabia hablar bien de alguien cuando ya no está, el fatídico día de las alabanzas. Pero todo esto viene a cuento de una buena persona, de una “buena gente”, anónima, implicado con su profesión y con su especialidad. Pequeño reconocimiento a Félix Carrasco, profesor de filosofía del IES Benjamín de Tudela que sin aviso, de repente, nos dejó -demasiado pronto- el pasado diciembre.

lunes, 11 de enero de 2016

CON LA PUERTA CERRADA


Comenzaré este año con la puerta cerrada.
Autonómicas y nacionales, pactos o no pactos, PAIs, corrupciones, implicados, imputados, coletas y naranjitos han invadido mi espacio personal.
Sé que soy social, que no soy sin ser social. Pero no me puedo traicionar. No me puedo perder en lo exterior, supongo que para eso se inventó la poesía.
Cierro la puerta y me tengo a mi, a mi familia, a mis amigos, a mis momentos de risas, de satisfacciones y de dudas. Entonces no importa a quién votó cada uno o si mi hija tendrá que doctorarse en euskera. Quizá sea egoísta pero empecemos con la puerta cerrada, ya la iremos entreabriendo.
Somos animal de la polis pero no somos nada sin ser “yo”. Curiosa mezcla humana, animal político que necesita del resto pero también estar consigo mismo. Equilibrio que a veces se inclina hacia uno u otro extremo pero que últimamente ha ido derivando en una plaga en la que las personas se han perdido ocultas bajo tanta política.
Ahora quiero mi paréntesis, mi puerta cerrada, mi espacio personal. Si es que eso tiene sentido.
A veces necesitamos cierta soledad. Reposar, colocarnos sin palabras y sin gestos. A veces necesitamos contemplar. Ser aceptados sin preguntas, sin reproches, sin movimiento. Necesitamos unas manos que liberen las emociones y repriman los miedos. Que repriman la lógica, los cálculos, los razonamientos.
Necesitamos quedarnos sin prisas, ofuscar prejuicios y juicios, lanzarnos al abismo de lo imprevisible.
A veces necesitamos esa vida que no pesa, esa que no hay que arrastrar, la que no se encierra en palabras, la que sólo se vive más allá de los conceptos. A veces necesitamos sentir la ilusión de sentirnos, de vernos.
Entre tanta vorágine de escándalos y desmentidos, de noticias contradictorias, de opiniones, de mayorías y minorías. De derechos y tradiciones, de versiones de la historia, de luchas internas, de impuestos… Necesitamos un paréntesis.
Pero qué breves son los paréntesis. No podemos escribir nuestra vida dentro de ellos. Son notas en un discurso, tan efímeros. Cierran con contundencia ese escaso derecho a ser tú porque nunca puedes ser tú solo sin el resto. El paréntesis cierra el camino, cubre los flancos para que las vidas vuelvan siempre a su sitio.
A veces necesitamos soledad. Pero la soledad no es un mundo, ni siquiera un estado, quizá sólo un momento.
Si  se convierte en una forma de vida ya no es vida, es ausencia, negación del aliento. Está solo, quien quiere encontrar sin haber puesto, quien quiere ser sin haber sido, quien sufre de ausencia sin haber tenido ni siquiera afecto. Quien tras la apatía, espera. Espera palabras, mensajes, que todo cuadre.
En el fondo, la vida en soledad es una vida en blanco y negro.
Por eso será que los paréntesis se acaban, que las puertas no pueden quedar cerradas. Que “yo soy yo  y mis circunstancias”, y las puertas poco a poco se irán abriendo camino en ese “confuso” estar inevitablemente con los demás y conmigo.
Volveremos –seguro- a preocuparnos e implicarnos, a discrepar y argumentar. A enfadarnos o a reír por no llorar ante pactos y razones para no hacer lo que habían dicho. Incluso podemos llegar a sorprendernos porque hacen lo prometido.
Volveremos –seguro- a no entender y a no comprender por qué no entienden. A ser incapaces de ver por qué lo importante se convierte en secundario y viceversa.

Y ni antes ni después se nos puede olvidar que la palabra del 2015 es “refugiado”, y que buena parte del “mérito” de que así sea la tiene Alan, aquel niño sirio de 3 tres años recogido ahogado en una playa.