lunes, 23 de noviembre de 2015

EUROPA EN GUERRA

Es evidente que los primeros responsables de los atentados son los que disparan, los que ponen las bombas y quien de forma directa les apoya dándoles información o prestándoles infraestructura. No son menos responsables quienes con sus ideas radicalizan a estos jóvenes para que se inmolen en nombre –en este caso- de Alá.
Es evidente también que este tipo de acciones merece el rechazo más absoluto y la acción de las fuerzas de seguridad para evitar nuevos atentados.
Por otra parte, es normal que nos influya y sintamos más la muerte de nuestros vecinos franceses que la de otras víctimas lejanas con las que en principio tenemos pocas vinculaciones –aunque esto no escusa nuestra a veces total indiferencia-. Pero esta cercanía, nosotros también fuimos víctimas de los atentados yihadistas, puede cegarnos a la hora de hacer un análisis más objetivo que vaya más allá de la reacción inicial y visceral: nos atacan luego bombardeamos.
Los fanáticos no necesitan excusas objetivas, si no las hay se las buscan. Pero esto no quita que además de aplicar medidas policiales hagamos un análisis de nuestros actos para aprender de nuestros errores.
Si nos remontamos unos años, podemos plantearnos por qué después de la guerra de Irak aumentó el terrorismo islámico, podemos plantearnos que las intervenciones en estos países han traído consecuencias que fuimos incapaces de predecir y que han complicado todavía más la situación. En la actualidad podemos pensar de dónde proceden sus armas y municiones, quién compra el petróleo que producen y con el que se financian –según Putín varios países del G20 lo compran- o podemos pensar si no pueden evitarse las donaciones particulares que reciben de acaudalados partidarios de Arabia Saudí, Quatar o Kuwait.
Desde un punto de vista más social, podemos pensar por qué musulmanes moderados o incluso personas no musulmanas se acaban radicalizando y uniendo a estos grupos. El Consejo de Seguridad de la ONU calcula que 25.000 extranjeros se han unido como combatientes a Al Qaeda o al Estado Islámico.
Habría que pensar en la influencia que tiene la enorme desigualdad entre nuestros países y los suyos, y si nuestra contacto ha servido para aumentar su desarrollo -su educación en principios como la libertad o la tolerancia- o si por el contrario el contacto con los países occidentales ha causado justo el efecto contrario.
Tendríamos que pensar por qué los hijos de los emigrantes no se han integrado en la sociedad en la que incluso han nacido y continúan siendo considerados emigrantes, con el agravante de que también son considerados ajenos en el país de origen de sus padres; quedándoles exclusivamente como referencia, como  grupo en el que estar integrados, su religión.
Es verdad que son culturas muy diferentes a las occidentales, pero también es verdad que se ha tendido a mantenerlos en “guetos”: suburbios marginales con un alto porcentaje de población musulmana, marginados de la sociedad autóctona en la que debieran integrarse.
Muy afectados, los jefes de los gobiernos occidentales no son capaces de ponerse  de acuerdo en una política unitaria y la única respuesta es más aviones y más bombas entrando en una dinámica difícil de romper y en la que los que más sufren son los civiles de ambos lados que ni entran ni salen en las políticas de sus gobiernos: 132 ahora en París, 191 en el atentado de los trenes en Madrid, 3000 en los atentados del 11-S, al menos 100.000 en la guerra de Irak, 220.000 en la guerra de Siria –el 27% menores de edad-.

Civiles que aquí acabamos conociendo con nombre y apellidos, si tenían hijos y sus planes de futuro. Pero que cuando son de allí los llamamos daños colaterales, daños colaterales con familias y vecinos que si no lo eran se radicalizan y que acaban creyendo que más guerra solucionará el problema.

jueves, 5 de noviembre de 2015

¿DÍA DE DIFUNTOS?

Decía el filósofo Epicuro que el ser humano no debe preocuparse por la muerte: cuando estoy vivo no existe la muerte y cuando estoy muerto no existo yo.
Comparto la segunda afirmación aunque no tanto la primera: sólo podemos hablar con sentido de estar vivos, si frente a ella, junto a ella, con ella; está la muerte. Como personas con una vida en un mundo material –aunque puedas creer que tras la muerte hay otra-, la inmensa mayoría sólo afirmamos esta vida enfrentándola a la muerte.
Por eso –y contra lo que decía Epicuro-, morirse es lo más intrínseco a estar vivo. La muerte marca la vida y le da sentido. Entendiendo por “sentido” que nuestras acciones, nuestros planes o nuestras esperanzas sólo se entienden en un contexto marcado por el fin de nuestra existencia.
Con los años nos vamos dando cuenta de que “por mucho que me quede, me queda poco”, pero en general ocultamos y nos ocultamos a nosotros mismos que nos vamos a morir, aunque de una forma u otra, disfrazado, escondido tras los símbolos, nuestro fin esté ahí presente.
Día de difuntos. Recuerdos, emociones, historias en familia, flores, visitas a las tumbas. ¿Para quién son las flores que adornan nuestros cementerios? No para los difuntos.
Supongo que Epicuro estaría de acuerdo conmigo: recuerdos, emociones, historias en familia, flores y visitas,  son todas cosas de vivos.
Las lápidas limpias, los adornos, los faroles, no son tributos a los muertos. Son una forma de mostrar la soledad, la añoranza, lo vacía que nos quedó la vida. Quizá también una forma de conjurar nuestros remordimientos, de compensar las visitas que no hicimos o de querer mostrar ante todos que sufrimos más porque nuestro ramo es más grande.
Por unos días convertimos las tumbas en un jardín por el que pasear con nuestras mejores galas, paseamos entre aromas agradables mientras recordamos sus vidas y sus muertes, nos reencontramos con hijos, nietos, antiguos vecinos… Convertimos en atractivo lo que el resto del año es soledad, vacío, silencio sólo interrumpido por alguna que otra visita que sigue quitando hierbas y llevando alguna flor también durante el año.
Lo hacemos, como si quisiéramos convertirlo en un lugar deseable, en una especie de feria anual en la que trasformamos nuestros cementerios, los disfrazamos para convivir de forma más llevadera con la muerte. Porque en el fondo, incluso sin darnos cuenta, penamos por los caminos del cementerio  pensando que tarde o temprano ese será nuestro lugar.
Me dirán que estoy lúgubre, tétrico. Pero estos sentimientos negativos que provoca hablar de nuestra muerte no son sino mecanismos de defensa que ocultan la incapacidad o el miedo para asumir nuestra condición humana, que al menos de alguna forma termina aquí.
No es fácil. No es fácil asumir la separación definitiva, la ausencia inevitable, el deterioro progresivo, la frustración quizá inmediata de todos nuestros planes. No es fácil asumir el fracaso de todo lo que he querido, el descalabro de todos mis proyectos, aceptar que soy –excepto para unos pocos- absolutamente accidental y prescindible. Y lo disfrazo.
Lo disfrazo con lápidas y panteones, con conversaciones cargadas de alabanzas, reconstruyendo historias de cuando el abuelo nos llevaba en el tractor y nos traía los primeros melocotones. Pero todo esto son cosas de vivos. De vivos que quieren pensar que de alguna forma lo seguirán estando cuando al menos alguien los recuerde. Pero “estar de alguna forma” es no estar, porque -como diría Epicuro- “cuando estás muerto ya no estás”.
¿Día de difuntos? Día de los que todavía no lo somos.