Es evidente que los primeros responsables de los
atentados son los que disparan, los que ponen las bombas y quien de forma
directa les apoya dándoles información o prestándoles infraestructura. No son
menos responsables quienes con sus ideas radicalizan a estos jóvenes para que
se inmolen en nombre –en este caso- de Alá.
Es evidente también que este tipo de acciones merece el
rechazo más absoluto y la acción de las fuerzas de seguridad para evitar nuevos
atentados.
Por otra parte, es normal que nos influya y sintamos más
la muerte de nuestros vecinos franceses que la de otras víctimas lejanas con
las que en principio tenemos pocas vinculaciones –aunque esto no escusa nuestra
a veces total indiferencia-. Pero esta cercanía, nosotros también fuimos
víctimas de los atentados yihadistas, puede cegarnos a la hora de hacer un
análisis más objetivo que vaya más allá de la reacción inicial y visceral: nos
atacan luego bombardeamos.
Los fanáticos no necesitan excusas objetivas, si no las
hay se las buscan. Pero esto no quita que además de aplicar medidas policiales hagamos
un análisis de nuestros actos para aprender de nuestros errores.
Si nos remontamos unos años, podemos plantearnos por qué
después de la guerra de Irak aumentó el terrorismo islámico, podemos
plantearnos que las intervenciones en estos países han traído consecuencias que
fuimos incapaces de predecir y que han complicado todavía más la situación. En
la actualidad podemos pensar de dónde proceden sus armas y municiones, quién
compra el petróleo que producen y con el que se financian –según Putín varios
países del G20 lo compran- o podemos pensar si no pueden evitarse las
donaciones particulares que reciben de acaudalados partidarios de Arabia Saudí,
Quatar o Kuwait.
Desde un punto de vista más social, podemos pensar por
qué musulmanes moderados o incluso personas no musulmanas se acaban
radicalizando y uniendo a estos grupos. El Consejo de Seguridad de la ONU
calcula que 25.000 extranjeros se han unido como combatientes a Al Qaeda o al Estado
Islámico.
Habría que pensar en la influencia que tiene la enorme
desigualdad entre nuestros países y los suyos, y si nuestra contacto ha servido
para aumentar su desarrollo -su educación en principios como la libertad o la
tolerancia- o si por el contrario el contacto con los países occidentales ha
causado justo el efecto contrario.
Tendríamos que pensar por qué los hijos de los emigrantes
no se han integrado en la sociedad en la que incluso han nacido y continúan
siendo considerados emigrantes, con el agravante de que también son
considerados ajenos en el país de origen de sus padres; quedándoles
exclusivamente como referencia, como grupo
en el que estar integrados, su religión.
Es verdad que son culturas muy diferentes a las
occidentales, pero también es verdad que se ha tendido a mantenerlos en “guetos”:
suburbios marginales con un alto porcentaje de población musulmana, marginados
de la sociedad autóctona en la que debieran integrarse.
Muy afectados, los jefes de los gobiernos occidentales
no son capaces de ponerse de acuerdo en
una política unitaria y la única respuesta es más aviones y más bombas entrando
en una dinámica difícil de romper y en la que los que más sufren son los
civiles de ambos lados que ni entran ni salen en las políticas de sus
gobiernos: 132 ahora en París, 191 en el atentado de los trenes en Madrid, 3000
en los atentados del 11-S, al menos 100.000 en la guerra de Irak, 220.000 en la
guerra de Siria –el 27% menores de edad-.
Civiles que aquí acabamos conociendo con nombre y
apellidos, si tenían hijos y sus planes de futuro. Pero que cuando son de allí
los llamamos daños colaterales, daños colaterales con familias y vecinos que si
no lo eran se radicalizan y que acaban creyendo que más guerra solucionará el
problema.