jueves, 24 de enero de 2013

PEQUEÑAS O GRANDES CAUSAS DEL FRACASO ESCOLAR.

Al hilo de informes internacionales, cambios legislativos, debates políticos o recortes presupuestarios, con una periodicidad casi calculada se va poniendo sobre la mesa el tema del fracaso escolar.
Si nos fijamos en las causas que se barajan, en las formas de combinarse o en la relevancia que pueden tener en cada caso; desenmarañar todos los elementos que inciden en este fracaso, adaptarlos a nuestra situación concreta y modificarlos no es tarea fácil: renta invertida, metodología aplicada, horas lectivas de los alumnos, número total de alumnos en el aula, segregación temprana o tardía... Ni siquiera todos los factores implicados dependen de cambios estrictamente legislativos: valoración social de la escuela y de sus profesionales, implicación de las familias, valoración de la educación y del aprendizaje...
Hay líneas de actuación que reducen el fracaso escolar o lo aumentan: evidentemente reducir los programas de apoyo -clases de refuerzo adicionales, desdobles en la materias, programas de refuerzo en lectura, inmersión lingüística- no ayudan. Pero aunque como padres, profesores o parte de una sociedad que reclama un nivel de formación necesario, podamos pedir una educación con resultados positivos para los individuos y para el conjunto, muchos de estos cambios no están directamente al alcance de nuestra mano. Por eso, mientras alguien con el suficiente sentido común o de Estado se da cuenta del valor de la educación aunque sólo sea como inversión económica, podemos comenzar fijándonos en otros "pequeños" aspectos más cercanos.
Como en tantas otras cosas, algunos fundamentos que pueden evitar el fracaso escolar se establecen en el primer período de escolarización -los especialistas dicen que hasta los ocho o diez años máximo- por eso, es en estos cursos cuando la escuela en concreto y el aprendizaje por extensión tienen que ser atrayentes.
En estos primeros años los padres acuden al profesor o el profesor a los padres si el niño no aprende a leer o a sumar, pero es más preocupante que el niño no vaya contento a la escuela. No quiero decir que esté deseando acabar las vacaciones, pero sí que una vez comenzada la dinámica del colegio, acuda contento: es el momento de jugar con sus amigos, de saciar su curiosidad, de descubrir el mundo. Si esto no es atractivo para un niño algo no funciona. Hay que actuar de inmediato, detectar el problema y solucionarlo: problemas con algún compañero o con el grupo en general, sentirse incapaz o acomplejado ante una actividad, algún problema con el profesor, suelen ser factores que causan rechazo en los niños. Frente a esta situación: reacción inmediata y fluida entre familia y escuela, fomentar la cohesión del grupo y la aceptación de todos sus miembros, apoyo y acercamiento del adulto que pueda estar implicado en el problema.
Por otra parte, el "exceso de celo" por parte de padres y educadores puede tener el efecto opuesto. Un exceso de tareas fuera del horario escolar, sin tiempo para desconectar los fines de semana o vacaciones, mucha extraescolar con contenido académico, tarea como castigo, leer sin disfrutar de la lectura... nunca tendrán como consecuencia un amante del conocimiento. Por el contrario, aprovechar la curiosidad natural de estas edades, enseñar a disfrutar de la lectura: jugar a leer y leer jugando primero, leer lo que les interesa y les gusta después; reducir al mínimo la tarea fuera del horario escolar... formará escolares y adultos curiosos que de una forma u otra querrán seguir aprendiendo.

sábado, 12 de enero de 2013

VOLVER

Cuando siendo joven escuchaba aquello de “veinte años no es nada” me parecía una exageración, como los amores trágicos propios de cantes y coplas. Ahora sigo sin saber si esos amores trágicos son una exageración, pero ya voy estando de acuerdo con que veinte años son bastante menos de lo que en un principio parecen. La tentación es volver. Vuelven a nuestro recuerdo lugares, personas, momentos que un día fueron especialmente significativos, especialmente importantes, emotivos... Las grandes o pequeñas crisis de ir cumpliendo años, de ser padres cuando casi nos vemos todavía como jóvenes estudiantes o de vernos reflejados en nuestros propios hijos, puede remover el gusanillo, generar el deseo de recuperar algo de lo que dejamos atrás, de volver a esos lugares, a esas personas, a esos momentos. Pero es imposible: cambia el lugar, cambian las personas, cambia el tiempo y todo es cambiado por el recuerdo. Aquella casa en la que casi una decena de adolescentes pasábamos las tardes de verano, unos venidos al pueblo a pasar las vacaciones y otros siempre de allí, escuchando a Pink Floid o a Dire Straits, iniciando los primeros escarceos amorosos en aquel huerto que a las noches -detrás de la casa- se convertía en una improvisada tertulia sobre lo humano y lo divino, sobre los planes y las aventuras vividas durante el invierno. Los amigos de entonces: unos queriendo cambiar el mundo, otros modernos y siempre a última, otros retraídos y callados sin más aspiración aparente que dejar pasar el tiempo. Los líderes, los estudiosos, los adelantadillos, los ligones. Han cambiado. Hemos cambiado nosotros. Nuestras ideas, nuestros sentimientos, nuestras expectativas, nuestras ilusiones, nuestras experiencias... nuestra forma de ver el mundo, nuestra forma de ser en el mundo. Por eso no suele ser buena idea volver. Cuando regresamos a ese lugar del que tenemos un recuerdo especial es muy frecuente que nos decepcionemos. Ahora la casa está cerrada, su puerta y ventanas de madera descuidadas, y el huerto es un impracticable terreno lleno de matojos en el que parece imposible que un día, aquellas piedras que apenas se ven fueran improvisados bancos de tertulia. La relación con los amigos de entonces –excepto contadas excepciones- se agota en recordar aquellos tiempos, hemos cambiado tanto que poco tenemos en común. Todo tiene su lugar pero también tiene su momento, su tiempo. Y la memoria a veces sin saberlo, y otras con “toda su buena voluntad” ha conservado en nuestra mente una supuesta realidad que nunca sucedió. La memoria es un mecanismo engañoso y sobreprotector. Engañoso porque lo que para nosotros es un recuerdo cierto y fiable no es lo que realmente en su día percibimos: a lo que percibimos añadimos opiniones de otras personas o imágenes que nosotros no vimos. Con el tiempo podemos recrear lo ocurrido en función del estado anímico en el que nos encontramos: ante situaciones difíciles o poco satisfactorias, decepciones con mis amigos o fracasos amorosos, puedo idealizar el pasado y reconstruirlo como una realidad ideal. Incluso puedo creer recordar situaciones de mi infancia sin haberlas vivido nunca, han sino construidas a partir de las narraciones de otras personas. Sobreprotector porque tiende a conservar los recuerdos agradables, las situaciones satisfactorias y a protegernos de las menos agradables y traumáticas. Sobreprotector porque es selectiva y elimina todo aquello que no concuerda con la forma de verme a mi mismo y de ver la realidad. Vivimos con nuestro pasado, con nuestra experiencia, y a partir de ella proyectamos el futuro. Pero el futuro es lo que está por venir y nunca puede ser un retorno a lo que fue, una añoranza de lo que vivimos una vez.

domingo, 6 de enero de 2013

APRENDIZAJE CONTINUO.

No es casualidad que desde los siglos XVI y XVII hasta nuestros días la ciencia haya avanzado más que en milenios anteriores. Entre otras cosas, uno de los condicionantes que ha hecho posible este avance ha sido la modificación de la actitud del científico: frente al inmovilismo, al miedo al cambio, al círculo cerrado en el que todo lo extraño se negaba; los nuevos científicos fueron capaces de vencer ese miedo a lo inseguro, a lo provisional... y adoptaron una actitud abierta: las teorías científicas son siempre sustituibles si son incapaces de explicar nuevos descubrimientos es decir, perdieron el miedo a aprender aunque los nuevos aprendizajes supusieran renunciar a ideas anteriores.
Salvando las distancias, este planteamiento puede aplicarse también al ámbito personal y vital. Desde que nacemos, con los elementos que nos proporciona la educación y con los que poco a poco adquirimos de nuestras propias experiencias, vamos adquiriendo tanto los fundamentos de nuestra personalidad como infinidad de aspectos accidentales o superficiales, pero que también incorporamos a ese todo que va a constituir el bagaje con el que nos enfrentaremos al mundo y a la vida. Tenemos nuestro lugar para lo bueno, para lo malo, para lo correcto, para lo incorrecto, para lo educado, para lo maleducado, para la bello, para lo feo... y toda la realidad la vamos ordenando en función de estos parámetros.
Cuando somos jóvenes e inexpertos tenemos casi todo por hacer y casi todo por aprender. Con menos experiencias pero flexibles aceptamos la novedad, aprendemos con facilidad y vamos encajando lo aprendido en ese complicado puzle de principios, normas, estéticas, técnicas, modas... La edad nos hace más sabios porque tenemos más experiencia, tenemos las ideas más claras, pero al mismo tiempo vamos perdiendo la flexibilidad para ajustarnos a los cambios. Al mismo tiempo la realidad cambia de forma cada vez más rápida y nos reta con sus novedades a seguirla sin apenas tiempo para pensar ni para asimilar: tecnología, música, forma de vestir o de divertirse son sólo los primeros escalones de estos cambios. Otros cambios más profundos pondrán a prueba nuestras convicciones, los principios que aprendimos en nuestra cultura y desde nuestra infancia.
De cualquier forma, no podemos “morir de éxito” no podemos creer que ya hemos llegado, que ya no necesitamos aprender, que lo nuestro es ya sólo enseñar, porque vivir exige aprendizaje continuo. La vejez nos llega cuando dejamos de adquirir conocimientos. Cuando somos incapaces de modificar nuestro esquema mental para situar las novedades que no dejan de llegar a la realidad, cuando nos empeñamos en negar o satanizar lo que no se adapta a la imagen que yo tengo del mundo, cuando pienso que todo tiempo pasado fue mejor, que todo lo nuevo es peor que lo anterior. Ni todo antes fue mejor, ni todo antes fue peor.
 Sólo los grandes genios y líderes sociales han sido capaces de cambiar estos principios desde lo más profundo, la mayoría tendremos que hacerlo como diría Aristóteles “tal como lo haría un hombre sensato”: diferenciando –creo yo- lo fundamental de lo accidental. ¿Hasta dónde llega la sensatez? ¿dónde comienza la imprudencia? es ya una cuestión personal de talante y educación.
Creo que hay que ser un poco temerario. Si nos dejamos llevar tendemos a buscar la seguridad: nos asustamos ante lo nuevo, nos refugiamos en lo que tenemos. Perdemos así el tren de la realidad. Y si la realidad nos sobrepasa, nos quedamos atrás, no entendemos a las nuevas generaciones ni el mundo que me rodea.

DICIEMBRE.

Paradójicamente llegamos al principio, porque paradójicamente comenzamos por el final. Comenzamos planeando a dónde queremos llegar, proyectándonos en el futuro, imaginándonos cómo queremos ser, y luego comenzamos a actuar. En diciembre llegamos a la meta, termina el plazo que nos habíamos dado para lo de siempre: dejar de fumar, ir al gimnasio, estudiar inglés... y para le especial: reconciliarme con mi familia, leer aquel libro o jugar a las tardes con mi hijo. Diciembre es un mes especial. Es el mes de los balances, de los inventarios, de las satisfacciones y de las decepciones. El mes de felicitarme o de aceptarme en mi pequeño o gran fracaso, de complacerme o de esconderme en mil excusas para justificar mi falta de constancia o mi “el lunes comienzo sin falta”. Es el mes que cierra aciertos y errores, ganancias y pérdidas, esperanzas conseguidas o frustradas. Pero es también el mes que vuelve a abrirlas en un proceso en el que con frecuencia los proyectos, las ilusiones, las esperanzas se repiten, se recuperan. Nuestro diciembre es excepcional. Una mala noticia hoy y otra mañana, un año oscuro por delante, desilusión, escepticismo... cómo mantener vivas ilusiones y esperanzas. Diciembre con sus puentes y su Navidad es también el mes de los puntos de vista: de las cigarras o de las hormigas -“los que saben” aprovechar el momento o los prudentes-. Es el mes en el que las desigualdades se ponen de manifiesto con toda su crudeza. Es el mes en el se choca de bruces con la realidad. Para las cigarras es un paréntesis en sus dificultades, en sus expectativas: quizá el último año que podemos tener regalos “como Dios manda” o celebrar fin de año por todo lo alto, quizá el último año que podemos tirar la casa por la ventana. Para las hormigas -más prudentes- no hay paréntesis, hay continuidad: el mismo trabajo, el mismo sueldo, las mismas posibilidades... No perderán de vista el futuro, no levantarán los pies del suelo, no huirán hacia delante. Es el mes en el que las tiendas de lujo aumentarán sus ventas, los centros comerciales llenarán sus aparcamientos en días señalados al mismo tiempo que las colas de Cáritas serán más largas que nunca para conseguir comida, algo de turrón o algún juguete para los niños. Este mes de diciembre se pondrá de manifiesto que la clase media tiende a la baja, y la alta sigue subiendo. La sociedad se polariza. Más que ningún otro mes la realidad chocará contra nuestros bolsillos, pasará ante nosotros todo lo que antes podíamos comprar y que ahora no podemos, tendremos que espabilar el ingenio para explicar por qué la crisis afecta a los Magos y seremos más conscientes que nunca de la pérdida de poder adquisitivo. Tal vez este diciembre sea el mes de valorar lo que tenemos y de apreciar lo que no se compra. Tal vez sea el mes de sufrir el consumismo desmedido del que somos víctimas. Este mes de diciembre quizá por fin descansemos: si ha pasado el día veintiuno, los mayas estaban equivocados y no se acababa el mundo. El día veintiocho querremos ser más inocentes que nunca y creernos que de verdad los mayores lo arreglan todo. Desearemos más que nunca la Paz de la Navidad y que los políticos se vayan de vacaciones y nos dejen unos días en paz. Deslizarnos por el hielo, ir un día a la nieve, sentarnos frente al fuego, jugar a las cartas, compartir la ilusión con los niños... Acabamos y volvemos a empezar. Siempre se acaba con melancolía, con añoranza, con sentimiento de pérdida: "otro año". Pero es un fin con minúscula. El Fin, el de verdad -con mayúscula-, puede llegar cualquier día. A un amigo mío le llegó en noviembre. Y después dejaremos paso a la vida: a la cuesta de enero, que tal como va la cosa solo será la primera rampa de varios puertos de primera.