domingo, 6 de enero de 2013

APRENDIZAJE CONTINUO.

No es casualidad que desde los siglos XVI y XVII hasta nuestros días la ciencia haya avanzado más que en milenios anteriores. Entre otras cosas, uno de los condicionantes que ha hecho posible este avance ha sido la modificación de la actitud del científico: frente al inmovilismo, al miedo al cambio, al círculo cerrado en el que todo lo extraño se negaba; los nuevos científicos fueron capaces de vencer ese miedo a lo inseguro, a lo provisional... y adoptaron una actitud abierta: las teorías científicas son siempre sustituibles si son incapaces de explicar nuevos descubrimientos es decir, perdieron el miedo a aprender aunque los nuevos aprendizajes supusieran renunciar a ideas anteriores.
Salvando las distancias, este planteamiento puede aplicarse también al ámbito personal y vital. Desde que nacemos, con los elementos que nos proporciona la educación y con los que poco a poco adquirimos de nuestras propias experiencias, vamos adquiriendo tanto los fundamentos de nuestra personalidad como infinidad de aspectos accidentales o superficiales, pero que también incorporamos a ese todo que va a constituir el bagaje con el que nos enfrentaremos al mundo y a la vida. Tenemos nuestro lugar para lo bueno, para lo malo, para lo correcto, para lo incorrecto, para lo educado, para lo maleducado, para la bello, para lo feo... y toda la realidad la vamos ordenando en función de estos parámetros.
Cuando somos jóvenes e inexpertos tenemos casi todo por hacer y casi todo por aprender. Con menos experiencias pero flexibles aceptamos la novedad, aprendemos con facilidad y vamos encajando lo aprendido en ese complicado puzle de principios, normas, estéticas, técnicas, modas... La edad nos hace más sabios porque tenemos más experiencia, tenemos las ideas más claras, pero al mismo tiempo vamos perdiendo la flexibilidad para ajustarnos a los cambios. Al mismo tiempo la realidad cambia de forma cada vez más rápida y nos reta con sus novedades a seguirla sin apenas tiempo para pensar ni para asimilar: tecnología, música, forma de vestir o de divertirse son sólo los primeros escalones de estos cambios. Otros cambios más profundos pondrán a prueba nuestras convicciones, los principios que aprendimos en nuestra cultura y desde nuestra infancia.
De cualquier forma, no podemos “morir de éxito” no podemos creer que ya hemos llegado, que ya no necesitamos aprender, que lo nuestro es ya sólo enseñar, porque vivir exige aprendizaje continuo. La vejez nos llega cuando dejamos de adquirir conocimientos. Cuando somos incapaces de modificar nuestro esquema mental para situar las novedades que no dejan de llegar a la realidad, cuando nos empeñamos en negar o satanizar lo que no se adapta a la imagen que yo tengo del mundo, cuando pienso que todo tiempo pasado fue mejor, que todo lo nuevo es peor que lo anterior. Ni todo antes fue mejor, ni todo antes fue peor.
 Sólo los grandes genios y líderes sociales han sido capaces de cambiar estos principios desde lo más profundo, la mayoría tendremos que hacerlo como diría Aristóteles “tal como lo haría un hombre sensato”: diferenciando –creo yo- lo fundamental de lo accidental. ¿Hasta dónde llega la sensatez? ¿dónde comienza la imprudencia? es ya una cuestión personal de talante y educación.
Creo que hay que ser un poco temerario. Si nos dejamos llevar tendemos a buscar la seguridad: nos asustamos ante lo nuevo, nos refugiamos en lo que tenemos. Perdemos así el tren de la realidad. Y si la realidad nos sobrepasa, nos quedamos atrás, no entendemos a las nuevas generaciones ni el mundo que me rodea.

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