miércoles, 5 de marzo de 2014

NO PASARÁN.

Dicen algunos malpensantes que el pasado seis de febrero,  al grito de “no pasarán”, los ministros de interior del G6 -los seis países más grandes de la Unión Europea- se apresuraron a firmar en Cracovia medidas “con el objetivo de mejorar la lucha contra el terrorismo internacional, la inmigración irregular y la delincuencia organizada”.
No deja de ser significativo que el paquete de medidas acordadas aborde conjuntamente a los grupos de delincuentes más peligrosos que nos amenazan: terroristas, delincuencia organizada y emigrantes. De todos es sabido que los miembros de Al Qaeda queriendo volar trenes, la mafia rusa estableciéndose en la costa y los subsaharianos medio muertos que llegan en patera a las playas son un grave problema para nuestra seguridad.
Y a igual problema, igual solución: la vía policial.
Vallas de cinco metros, concertinas –nombre procedente del instrumento musical atribuido por los soldados de la primera guerra mundial a las alambradas con cuchillas-, modernos dispositivos para la detección de pateras o más policía en la frontera, parecen no ser suficientes para que dejen de intentar acceder a esta urbanización de lujo que quiere estar blindada a cal y canto.
Quizá algún día una ministra nos cuenta que es el espíritu aventurero de los subsaharianos el que les impulsa a acometer marchas por el desierto, estancias en campamentos insalubres o travesías en pateras que apenas flotan. Quizá incluso nos dicen que son admirables porque emprenden estas aventuras sin las seguridades de los jóvenes españoles. No sé hasta cuando les van a durar las ruedas de molino.
No sé  cómo son de sinceros los lamentos de los ministros cuando cuatrocientos inmigrantes mueren en las costas de Lampedusa o al menos catorce lo hacen intentando llegar a nado a Ceuta. No sé qué construcción mental son capaces de hacer para compatibilizar estos lamentos para los muertos, mientras multan y deportan a los vivos –curiosa idea por cierto la de multar a los que llegan en pateras-. No sé cómo se hacen compatibles esos lamentos con la venta de armas que perpetúan los conflictos muchas veces origen de esa emigración desesperada -402,6 millones de euros vendidos por España a países africanos en ocho años-.
Hace uno años, intentaban convencernos de que eran las leyes las que producían un efecto llamada. Querían convencernos de que leyes más tolerantes con la emigración agravaban el problema. Ahora, cuando parece que nuestra situación puede provocar más el rechazo que la llamada, las avalanchas siguen llegando porque la explicación a este fenómeno no está en el efecto llamada sino en el efecto huida que provoca la pobreza en los países de origen.
Sirve de argumento también el afirmar que no podemos ser los receptores de todos los emigrantes que quieren entrar en nuestro país. Es verdad. Pero la opción no puede ser poner barreras que, como en muchas películas de ciencia ficción, separen a los ricos de los pobres.
La solución, ¿un nuevo muro de la vergüenza?
Si las condiciones de vida en los países originarios son aceptables, el flujo migratorio será mínimo. Nadie por gusto deja su país, su pueblo, a su familia. Nadie por gusto arriesga su vida durante meses ni hipoteca buena parte de sus existencia para pagar el viaje.
La cooperación para el desarrollo y la pacificación de la zona son claves fundamentales para solucionar este problema. Pero este desarrollo y esta paz son imposibles si las inversiones extranjeras se llevan la riqueza sin dejar beneficios, y si política y activamente mantenemos los conflictos.

Ni vallas de cinco metros, ni concertinas, ni modernos dispositivos para la detección de pateras, pueden poner freno a la necesidad de sobrevivir.

TODO NO SIGUE IGUAL.

Aunque parezca paradójico el contexto de la crisis también supuso una cierta dosis de optimismo en cuanto que se supone que los períodos de crisis son ocasiones para la autocrítica y la renovación. En cuanto que son una ocasión de destrucción de lo que no funciona y al mismo tiempo una ocasión para construir algo nuevo y mejorado, una oportunidad para aprender de los errores y superarlos.
En ese sentido, quizá con una excesiva dosis de optimismo, algunos pensamos que iba ser una buena oportunidad para rectificar y corregir deficiencias y errores del pasado. Buena ocasión para una regeneración democrática y ética que trajera consigo potenciar la participación ciudadana, incidir en una economía más humana o en la lucha contra la corrupción.
Sin embargo, a la vista de los acontecimientos, esas esperanzas se han frustrado. Se ponen más trabas para que los ciudadanos se expresen, hablar de personas en el proceso económico sigue “sin tener sentido”, los esfuerzos relacionados con la corrupción no se dedican a resolverla sino a poner trabas a la justicia que quiere esclarecerlos.
Parece que todo sigue igual, pero no.
La crisis ha sido un “buen momento” para llevar a cabo importantes modificaciones aunque no las esperadas.
Remontamos -o remontaremos- con trabajos precarios, salarios recortados, los servicios sociales convertidos en servicios de pago. Remontaremos en una sociedad en la que sólo los que tengan capacidad económica podrán disfrutar de bienes básicos.
Reglas implícitas se han roto.
El estado del bienestar no sólo se había convertido en un estado más justo en el que con independencia de la renta todo ciudadano tiene acceso a unos bienes básicos de cierta calidad, sino que implicaba también un acuerda tácito de paz social.
La reducción de la diferencia entre los que más y los que menos tienen, los servicios que el estado prestaba, parecían ser aceptados –de forma general- como suficientemente justos. Los criterios de aplicación de la distribución y redistribución de la renta parecían suficientes.
En un primer momento las rentas se distribuyen en forma de sueldos o ganancias, estas cantidades varían en función del nivel profesional, tipo de trabajo, funcionamiento del negocio, etc. En este nivel de reparto las diferencias de renta y por tanto de capacidad de acceso a bienes y servicios son considerables.
En un segundo nivel y a través de los impuestos, se redistribuye la renta de forma que los que más tienen paguen más y los  que menos tienen más se beneficien. Se reducen así las diferencias.
Desde luego que existen aspectos mejorables: el control de quienes se aprovechan de esta situación para acceder a prestaciones que no les corresponde o la falta de proporcionalidad en el pago de impuestos.  Pero en cualquier caso, interferir en eso que llaman las leyes de mercado se consideraba positivo.
El neoliberalismo, aprovechándose de la crisis y de la falta de perspectiva de la mayoría de la sociedad, ha impuesto su principio de “mercado y más mercado” anulando los procesos reguladores del mismo, reduciendo el papel del estado sobre todo en asuntos sociales.
Todo no sigue igual.
Por primera vez desde casi siempre los hijos vivirán peor que los padres. Los que tienen más tendrán cada vez más a costa de los que tienen menos. Los que tienen menos, cada vez estarán más abajo porque les resultará imposible acceder a una educación que les permita mejorar o al menos mantenerse. Y tras cincuenta años de mejora, nuestros hijos se verán en una línea de salida mucho más retrasada que la de sus padres.