Dicen
algunos malpensantes que el pasado seis de febrero, al grito de “no pasarán”, los ministros de
interior del G6 -los seis países más grandes de la Unión Europea- se
apresuraron a firmar en Cracovia medidas “con el objetivo de mejorar la lucha
contra el terrorismo internacional, la inmigración irregular y la delincuencia
organizada”.
No
deja de ser significativo que el paquete de medidas acordadas aborde
conjuntamente a los grupos de delincuentes más peligrosos que nos amenazan:
terroristas, delincuencia organizada y emigrantes. De todos es sabido que los
miembros de Al Qaeda queriendo volar trenes, la mafia rusa estableciéndose en
la costa y los subsaharianos medio muertos que llegan en patera a las playas
son un grave problema para nuestra seguridad.
Y
a igual problema, igual solución: la vía policial.
Vallas de cinco metros,
concertinas –nombre procedente del instrumento musical atribuido por los
soldados de la primera guerra mundial a las alambradas con cuchillas-, modernos
dispositivos para la detección de pateras o más policía en la frontera, parecen
no ser suficientes para que dejen de intentar acceder a esta urbanización de
lujo que quiere estar blindada a cal y canto.
Quizá algún día una ministra nos
cuenta que es el espíritu aventurero de los subsaharianos el que les impulsa a
acometer marchas por el desierto, estancias en campamentos insalubres o
travesías en pateras que apenas flotan. Quizá incluso nos dicen que son
admirables porque emprenden estas aventuras sin las seguridades de los jóvenes
españoles. No sé hasta cuando les van a durar las ruedas de molino.
No sé cómo son de sinceros los lamentos de los
ministros cuando cuatrocientos inmigrantes mueren en las costas de Lampedusa o
al menos catorce lo hacen intentando llegar a nado a Ceuta. No sé qué
construcción mental son capaces de hacer para compatibilizar estos lamentos
para los muertos, mientras multan y deportan a los vivos –curiosa idea por
cierto la de multar a los que llegan en pateras-. No sé cómo se hacen
compatibles esos lamentos con la venta de armas que perpetúan los conflictos muchas
veces origen de esa emigración desesperada -402,6 millones de euros vendidos
por España a países africanos en ocho años-.
Hace uno años, intentaban
convencernos de que eran las leyes las que producían un efecto llamada. Querían
convencernos de que leyes más tolerantes con la emigración agravaban el
problema. Ahora, cuando parece que nuestra situación puede provocar más el
rechazo que la llamada, las avalanchas siguen llegando porque la explicación a
este fenómeno no está en el efecto llamada sino en el efecto huida que provoca
la pobreza en los países de origen.
Sirve de argumento también el
afirmar que no podemos ser los receptores de todos los emigrantes que quieren
entrar en nuestro país. Es verdad. Pero la opción no puede ser poner barreras
que, como en muchas películas de ciencia ficción, separen a los ricos de los
pobres.
La solución, ¿un nuevo muro de la
vergüenza?
Si las condiciones de vida en los
países originarios son aceptables, el flujo migratorio será mínimo. Nadie por
gusto deja su país, su pueblo, a su familia. Nadie por gusto arriesga su vida
durante meses ni hipoteca buena parte de sus existencia para pagar el viaje.
La cooperación para el desarrollo
y la pacificación de la zona son claves fundamentales para solucionar este
problema. Pero este desarrollo y esta paz son imposibles si las inversiones
extranjeras se llevan la riqueza sin dejar beneficios, y si política y
activamente mantenemos los conflictos.
Ni vallas de cinco metros, ni
concertinas, ni modernos dispositivos para la detección de pateras, pueden
poner freno a la necesidad de sobrevivir.