Cuando hablamos de jóvenes y de adolescentes, estamos
demasiado acostumbrados a insistir en su falta de capacidad de esfuerzo, en sus
carencias para plantearse y asumir retos, en su falta de constancia y déficit
de interés o en sus problemas de concentración; si yo dijera que no sólo son
capaces de todo esto sino que además lo hacen de forma cotidiana, pensarían que
soy tan optimista que llego a deformar la realidad de manera preocupante o que
estoy contando una historia de ciencia ficción.
Sin embargo, muchos de nuestros
alumnos e hijos pasan horas esforzándose, superándose, asumiendo retos,
concentrados en una actividad y adquiriendo habilidades para alcanzar nuevos
objetivos.
Que lo hagan, significa que no
son incapaces de hacerlo. El problema es que dediquen esa capacidad exclusiva e
intensivamente a unos aspectos de su vida y que no la apliquen de forma más
generalizada.
Evidentemente no estoy hablando
de sus estudios, sino de los videojuegos.
Aunque ya tradicionalmente esta
forma de entretenimiento está marcada
como prácticamente la causa de todos los males, no podemos confundir el uso con
el abuso. Su mala prensa proviene del exceso de dedicación por parte de los
usuarios, pero utilizados de forma adecuada no sólo no son negativos, sino que
desarrollan determinadas capacidades y destrezas como ese afán de superación o
habilidades como la manipulación fina, la facilidad para elaborar estrategias,
la comprensión de las consecuencias o el desarrollo de los reflejos.
Los prejuicios, hay que dejarlos
por el camino: la letra no sólo con sangre entra; el ordenador, internet o la
tablet no son sinónimos de falta de rigor. Entretenerse, aprender y adquirir
capacidades no son incompatibles.
Aunque es verdad que no todo el
aprendizaje puede convertirse en una actividad sin esfuerzo, también es verdad
que no es necesario que el aprendizaje tenga que estar necesariamente
relacionado con “sacrificio”. El concepto de “trabajo” no hay que tomarlo sólo
en su significado de obligación que realizamos con poco menos que sufrimiento;
sino como una ocupación que puede ser agradable y deseable. De la misma forma,
estudiar y aprender puede convertirse en una tarea entretenida al mismo tiempo
que potencia capacidades positivas que podremos utilizar cuando ese aprendizaje
no sea tan atractivo.
Durante los últimos cursos se ha
invertido en medios informáticos, pero aunque ya se ha conseguido un primer
beneficio al utilizar en la escuela una herramienta cercana a la vida cotidiana
de los alumnos se puede ir más allá, aunque esto exige un cambio más profundo.
Queda muy bien decir que se han
colocado no sé cuantas pizarras digitales, pero si se utilizan como sustituto
del proyector o poco más, no rentabilizamos su coste y perdemos grandes oportunidades para llegar de otra manera a
nuestros alumnos.
Un cambio didáctico de esta
envergadura no es fácil. Estamos todavía demasiado cerca del “busto parlante”
que daba clases en el siglo XIX, todavía pretendemos que chicos y chicas que
pasan el día en constante actividad y recibiendo enormes cantidades de
información en infinidad de formatos multimedia e interactivos pasen varias
horas escuchando a unos señores que tiza en mano “monologuean” incansables, y
esta nueva metodología no es efectiva si sólo se aplica de forma aislada por
algunos profesores.
Es necesaria una planificación
global que dé primero la formación necesaria a los enseñantes, que secuencie su uso y programe también la
aplicación de las habilidades obtenidas a la forma de estudio tradicional porque
antes o después, en papel o en libro electrónico, habrá que ponerse ante unos
contenidos y estudiarlos.
No sólo no podemos navegar contra
corriente, sino que tenemos que aprovechar la dirección del viento en beneficio
del aprendizaje.