Una de las diferencias fundamentales entre el ser humano y el
resto de los animales –incluidos los más evolucionados- es la utilización del
lenguaje. Una cosa es unir unos pocos gestos simbólicos como hacen los
chimpancés y otra la construcción de frases, la trasmisión de ideas abstractas.
Un niño de dos años sólo escuchando a los adultos desarrolla un lenguaje muy
superior al de los chimpancés.
Pero la utilización del lenguaje como instrumento de comunicación
va más allá de la capacidad para construir frases con significado,
gramaticalmente correctas y comprensibles por el interlocutor. La utilización
de un lenguaje entre personas exige el compromiso de escuchar y de decir la
verdad.
Un diálogo o una conversación carecen de todo sentido si no existe
ese compromiso implícito de prestar atención y escuchar, asimilar lo que el
otro dice y darle respuesta respondiendo a sus enunciados. Carece de sentido si no existe el compromiso
de decir la verdad: si aceptamos la mentira la comunicación humana desaparece
como tal.
Por eso una entrevista, una conversación entre varias personas,
una discusión entre diversos puntos de vista, se convierten en absurdas si no
se respetan los presupuestos anteriores.
Desgraciadamente, estamos ya demasiado acostumbrados a que estas
características del lenguaje aparentemente sencillas desaparezcan en
entrevistas o tertulias entre periodistas y políticos.
Podemos distinguir al menos tres tipos de entrevistas. Aquellas en
las que el entrevistado no conoce las preguntas pero aun así se trae preparadas
de casa unas respuestas generales y evasivas: responde lo que ha preparado
independientemente de lo que le pregunten. El entrevistador se conforma.
Aquellas en las que las preguntas están ya acordadas, hechas a la
medida del entrevistado, las respuestas por supuesto preparadas, y en las que
en algunos casos el entrevistador “hace la ola”. Las dora, reafirma y aplaude.
Y aquellas entrevistas en las que con preguntas acordadas o no el
periodista no se conforma con vaguedades, insiste y repregunta hasta llegar a
la respuesta o a poner en evidencia a un entrevistado que no quiere responder.
Estos periodistas temidos, señalados, de los que muchos huyen son los
verdaderos informadores, no se conforman con ser comparsa y buscan llegar al
fondo independientemente de a quién se encuentren en él. Aquí se pasa de un
acto de propaganda a una entrevista real.
En el ámbito de las tertulias entre informadores o de tertulias a
las que también asiste un político, son frecuentes las reafirmaciones parciales
o sacadas de contexto incluso cuando el
interesado está presente diciendo lo contrario. De “me parece bien la forma en
la que el ayuntamiento x realiza la gestión de residuos” se pasa directamente a
“está diciendo que le parece bien las actuaciones que el alcalde del
ayuntamiento x cacique y corrupto realiza”. Y volvemos a empezar: “me parece
bien cómo se gestionan los residuos independientemente de otros aspectos”, a lo
que se responde: “qué podemos esperar de un candidato que aprueba la gestión
caciquil y corrupta”.
Si pervertimos el lenguaje dejando de lado su función trasmisora,
de intercambio y contraposición de ideas. Si prescindimos de la verdad convirtiéndolo
en un instrumento exclusivo de propaganda más que de información, el lenguaje deja
de cumplir sus funciones principales.
Hace muchos años, en el famoso TBO existía una sección “diálogo de
besugos”. Conversaciones entre dos interlocutores que siempre comenzaban: -
“Buenos días”. A lo que el otro interlocutor respondía: –“Buenas tardes”. Si
cada uno sólo se responde a sus preguntas, si sólo conversa consigo mismo
independientemente de lo que ocurra afuera, ¿para qué nos sirve conversar?