viernes, 23 de enero de 2009

LOS PADRES Y EL MIEDO.

El miedo es uno de esos sentimientos desagradable pero necesario, característico de animales y seres humanos cuya función principal es protegernos básicamente de las amenazas para nuestra supervivencia pero también de todas aquellas situaciones que sin llegar a poner en peligro nuestra supervivencia ponen en peligro nuestra felicidad.
La inseguridad, la falta de control, el desconocimiento... son con frecuencia causa del miedo: nuevos ambientes, no tener una respuesta establecida ante una nueva situación o la incertidumbre ante el futuro activa en nosotros este mecanismo que se convierte en negativo si nos paraliza pero que es positivo si nos sirve para mantenernos alerta, atentos a los cambios o amenazas. Positivo si activa los recursos necesarios para superar la situación que lo causa.
En este contexto general del ser humano, el miedo es todavía más intenso cuando nuestros temores no amenazan nuestra integridad sino la de otras personas con las que mantenemos un fuerte vínculo afectivo, y todavía es más profundo si las respuestas ante las nuevas situaciones ya no dependen directamente de nosotros. En otras palabras, ser padre y “padecer de miedos” parece que van indisolublemente unidos.
Desde la primera noticia del embarazo comienzan los temores sobre el desarrollo del niño, sobre los riesgos del parto..., temores que continuarán cuando el niño vaya creciendo y vaya descubriendo el mundo sin que estemos muy seguros de que sepa distinguir lo posible de lo peligroso.
Al principio temeremos sus posibles enfermedades, su adaptación al cole, su desarrollo... Situaciones de cierto riesgo, muy preocupantes para los padres, pero situaciones en la que nosotros estamos allí como una garantía de seguridad para el niño y para nosotros mismos: vamos al ginecólogo, luego al pediatra, les protegemos de sus primeras caídas cuando comienzan a andar, de los coches cuando cruzamos la calle, controlamos su alimentación y les damos sus jarabes para que no se pongan enfermos.
Aunque nuestros amigos con hijos mayores nos lo dicen no acabamos de creérnoslo: ”Estáis en lo mejor” “Mientras los llevas de la mano...”; y es que ese temor, ese miedo, es mucho más intenso cuando en la siguiente etapa escapen a nuestro control tanto las situaciones como las respuestas, respuestas que ya no dependerán de nosotros sino de nuestros propios hijos.
Quizá comencemos por pensar si cruzarán en verde cuando vayan yendo solos al colegio pero en poco tiempo tendremos que enfrentarnos al hecho de que a la vuelta de cualquier esquina estarán el alcohol, el tabaco, los porros, las pastillas, el sexo.
Aunque para los padres es inevitable –o debería serlo-, tener miedo no es malo. Lo perjudicial es no saber reaccionar adecuadamente ante este sentimiento. El miedo no puede llevarnos a la angustia o a la impotencia, no puede llevarnos a agobiar a nuestros hijos, ni a temer situaciones imaginadas más allá de la realidad, no puede paralizarnos. Como mecanismo de alerta y de defensa debería servirnos para no bajar la guardia, para permanecer atentos y ser conscientes lo antes posible de los riesgos reales y de los actos de nuestros hijos; para valorar de forma adecuada la situación, su comportamiento e ir dando autonomía en la medida que nos van demostrando que son capaces de dar respuestas adecuadas ante las nuevas situaciones.
Que comiencen a caminar solos es un proceso necesario y bueno. Que algunas veces se equivoquen, inevitable. Que vayan construyendo su propio mundo cada vez más separado del nuestro, postivo. Que sean más los factores que escapan a nuestro control, ineludible.Nuestra responsabilidad será aprender a aceptar estos peligros, ser realistas con la situación y aguantar la tensión constante entre la autonomía que demandan y su capacidad para manejarla.

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