viernes, 5 de noviembre de 2010

CASTIGAR.

Tanto padres como profesionales de la educación dudan sobre la conveniencia o no del castigo en el proceso educativo. Para los detractores, el castigo puede crear más efectos negativos que positivos: problemas de ansiedad, de conducta no asumida por el individuo... Para los defensores, un castigo aplicado con sentido común que por supuesto no sea físico –habría que discutir sobre el famoso “cachete pedagógico”-, no es si mucho menos la única forma de educación, pero sí es necesaria. De todas formas su correcta aplicación no es tarea sencilla.

Evidentemente, no podemos premiar ni sancionar actos que no han sido establecidos como buenos o malos. Por eso, el primer paso será establecer unas normas. Estas normas tienen que ser claras y concretas, pocas y que se cumplan. Que se entienda perfectamente que se puede hacer o no, que no sean excesivamente generales como “tienes que portarte bien”; que no haya tantas que sea prácticamente imposible acordarse o cumplir todas; y que cuando se pongan, se cumplan estrictamente y no se conviertan en una sucesión de excepciones.

En principio, es más positivo reforzar una conducta que sancionarla. Reforzar una conducta significa añadir algo positivo como consecuencia de ella para que así se repita: cuando el niño comienza a hablar todos le prestamos atención y nos alegramos, reforzamos así su conducta y la repite. Castigamos una conducta cuando si se produce, añadimos algo negativo para que desaparezca: si haces el vago todo el año no irás de vacaciones. Como es más fácil saber qué es lo bueno que hacerlo, tanto jóvenes como adultos necesitamos frecuentemente sanciones para cumplir con nuestro deber: nos suspenden en los estudios o nos quitan puntos del carné, pero en niños y adolescentes es especialmente importante saber aplicar correctamente una sanción.

Sus características más importantes serían: que el fin del castigo es conseguir el cambio de conducta y no el miedo a la penalización; por eso la sanción debe ir acompañada de alternativas de comportamiento, sólo si ofrecemos otras posibilidades de acción la mala conducta puede desaparecer. Que el castigo sirve para aprender que toda acción tiene sus consecuencias. Y que para que sea efectivo debería tenerse en cuenta las siguientes propiedades: su aplicación debe ser inmediata y no a medio o largo plazo, y tiene que tener una relación directa con la falta. Los castigos lejanos no se relacionan con el acto realizado y los que se alargan en el tiempo es difícil mantenerlos. Además, son más efectivos los castigos relacionados con la reparación del daño causado que otras sanciones sin relación: pintar una pared que han ensuciado es más efectivo que no salir el sábado.

Si se abusa de los castigos, llegará un momento en el que perderán su efectividad. Y si no son adecuados, sus consecuencias pueden ser negativas: si no le dejamos salir nunca o si le castigamos sin realizar deporte estará más nervioso, irascible y por tanto más conflictivo. Si le castigamos a leer en su cuarto, a poner la mesa o amenazamos al niño con ponerle una inyección; conseguiremos que odie la lectura, las tareas domésticas y ya veremos que hacemos con el niño cuando lleguen las vacunas.

Deben ser proporcionales a la falta cometida y no arbitrarios. Por eso, para no dejarnos llevar por momentos de enfado, debe estar establecido con antelación que sanción corresponde a cada falta.

No debemos amenazar con castigos que no vamos a cumplir: “no vas a ver la tele en todo el curso”, no lo cumplimos, nos quita autoridad y lo hace inútil.

Y por último, siempre hay que dejar abierta la posibilidad de superar la sanción, estar abierto a una "recuperación", para que así nuestro hijo tenga siempre la posibilidad de encontrar salidas y de hallar otras opciones para actuar.