Tras
mi papel como compañero de trabajo, como profesional, como vecino o como
cliente del bar queda siempre un yo más profundo, más oculto.
Tras
mi papel, queda un “más allá” escondido por esas máscaras, por esa apariencia
que a veces también como
hipocresía pero con más frecuencia
como dosis de buena voluntad, buena educación o necesidad de convivir, deja atrás el rostro que me muestra con total sinceridad.
Detrás, está ese prisma de infinidad de
caras que somos cada uno de nosotros, caras imposible de ser contempladas
simultáneamente.
Pero
al llegar a casa, a los que me quieren, cae una buena parte de los personajes
que manejo en el teatro del mundo. Muestro mi persona sin tapujos, porque los
que me quieren no necesitan ver mis máscaras sino a mi -dentro de los límites que exige la convivencia , el respeto
mutuo y la igualdad-.
Hay
malos tratos fácilmente observables y cuantificables. Se miden en número de marcas en el cuello,
roturas, moratones en los brazos o incluso puñaladas.
Otros
son más ocultos y subjetivos. Me siento culpable, mi autoestima está por los
suelos, él o ella es mi controlador y mi conciencia, yo soy la responsable de
todo lo malo, su servidora o el proveedor de efectivo. Aquí, valorar la línea
entre maltrato y normalidad es más etérea, más inconcreta, más parcial.
Unas
lo soportan porque todavía no ha llegado a las manos, otros porque es
ocasional, otras porque cuando no está le van buscando la vuelta o porque es ya
tal su dependencia que les resulta imposible romper y comenzar de nuevo.
Desde
fuera nos resulta relativamente fácil
valorar lo que desde dentro resulta invalorable, afirmar “qué haría yo”
en decisiones que yo no tengo que tomar.
Por
eso sólo me atrevo a sugerir –es una forma de hablar-.
Sugiero
que si las ideas tienen que estar acalladas; los deseos, ocultos; las dudas,
íntimas; las emociones, rechazadas. Que sí te hacen dudar de quien eres, que si
tienes que seguir utilizando máscaras o interpretando papeles; es hora de
reconstruir o de abandonar. Porque nadie que te quiere te oculta ni te reprime.
Nadie que te quiere evita que te muestres. Nadie que te quiere te prohíbe el
espacio para ser tú, ni te convierte en personaje.
Digo
reconstruir o abandonar porque aunque difícil, dependiendo del grado y de la voluntad de cambiar, quizá todo no
esté perdido.
En
nuestra complejidad, desde ese punto de vista en el que la educación y la
experiencia nos han colocado es difícil ver las cosas de otra manera. Por eso
aunque cuesta, es necesario y positivo la intervención de una tercera persona.
No
del pariente o del amigo que necesariamente tiene una posición en este
conflicto, sino de un profesional que desde sus conocimientos, experiencia y
neutralidad sea capaz de abrirnos los ojos, de ponernos en otra perspectiva y de
dilucidar hasta qué punto el causante del problema está dispuesto a cambiar o
no.
Necesitamos
a ese tercero que amplíe nuestra visión y nuestra subjetividad, que ayude a
descubrir como anormal lo que se tomaba como normal.
Que me ayude a reconocerme como soy
y a olvidar esa imagen triste y patética que esa otra persona ha hecho que me
crea y que si es necesario descubra también conmigo la fuerza necesaria para después de la ruptura, volver a empezar.
Sólo
en casa puedo estar con ese pijama desgastado, repantingado en el sofá. Sólo en
casa echo una cabezada después de comer y sólo en casa me acurruco debajo de la
manta de cuadros.
Sólo
en casa de los que me quieren puedo estar de vez en cuando y con confianza
insoportable. Sólo allí soportan que detrás de todas las máscaras sea mis
ideas, mis deseos, mis dudas y mis emociones.