jueves, 3 de marzo de 2016

MALOS TRATOS.

Tras mi papel como compañero de trabajo, como profesional, como vecino o como cliente del bar queda siempre un yo más profundo, más oculto.
Tras mi papel, queda un “más allá” escondido por esas máscaras, por esa apariencia que a veces también como hipocresía pero con más frecuencia como dosis de buena voluntad, buena educación o necesidad de convivir, deja atrás el rostro que me muestra con total sinceridad.
Detrás, está ese prisma de infinidad de caras que somos cada uno de nosotros, caras imposible de ser contempladas simultáneamente.
Pero al llegar a casa, a los que me quieren, cae una buena parte de los personajes que manejo en el teatro del mundo. Muestro mi persona sin tapujos, porque los que me quieren no necesitan ver mis máscaras sino a mi -dentro de los límites que exige la convivencia , el respeto mutuo y la igualdad-.
Hay malos tratos fácilmente observables y cuantificables. Se miden en número de marcas en el cuello, roturas, moratones en los brazos o incluso puñaladas.
Otros son más ocultos y subjetivos. Me siento culpable, mi autoestima está por los suelos, él o ella es mi controlador y mi conciencia, yo soy la responsable de todo lo malo, su servidora o el proveedor de efectivo. Aquí, valorar la línea entre maltrato y normalidad es más etérea, más inconcreta, más parcial.
Unas lo soportan porque todavía no ha llegado a las manos, otros porque es ocasional, otras porque cuando no está le van buscando la vuelta o porque es ya tal su dependencia que les resulta imposible romper y comenzar de nuevo.
Desde fuera nos resulta relativamente fácil  valorar lo que desde dentro resulta invalorable, afirmar “qué haría yo” en decisiones que yo no tengo que tomar.
Por eso sólo me atrevo a sugerir –es una forma de hablar-.
Sugiero que si las ideas tienen que estar acalladas; los deseos, ocultos; las dudas, íntimas; las emociones, rechazadas. Que sí te hacen dudar de quien eres, que si tienes que seguir utilizando máscaras o interpretando papeles; es hora de reconstruir o de abandonar. Porque nadie que te quiere te oculta ni te reprime. Nadie que te quiere evita que te muestres. Nadie que te quiere te prohíbe el espacio para ser tú, ni te convierte en personaje.
Digo reconstruir o abandonar porque aunque difícil, dependiendo del grado y de la voluntad de cambiar, quizá todo no esté perdido.
En nuestra complejidad, desde ese punto de vista en el que la educación y la experiencia nos han colocado es difícil ver las cosas de otra manera. Por eso aunque cuesta, es necesario y positivo la intervención de una tercera persona.
No del pariente o del amigo que necesariamente tiene una posición en este conflicto, sino de un profesional que desde sus conocimientos, experiencia y neutralidad sea capaz de abrirnos los ojos, de ponernos en otra perspectiva y de dilucidar hasta qué punto el causante del problema está dispuesto a cambiar o no.
Necesitamos a ese tercero que amplíe nuestra visión y nuestra subjetividad, que ayude a descubrir como anormal lo que se tomaba como normal.
Que me ayude a reconocerme como soy y a olvidar esa imagen triste y patética que esa otra persona ha hecho que me crea y que si es necesario descubra también conmigo la fuerza necesaria para después de la ruptura, volver a empezar.
Sólo en casa puedo estar con ese pijama desgastado, repantingado en el sofá. Sólo en casa echo una cabezada después de comer y sólo en casa me acurruco debajo de la manta de cuadros.
Sólo en casa de los que me quieren puedo estar de vez en cuando y con confianza insoportable. Sólo allí soportan que detrás de todas las máscaras sea mis ideas, mis deseos, mis dudas y mis emociones.