sábado, 12 de enero de 2013

VOLVER

Cuando siendo joven escuchaba aquello de “veinte años no es nada” me parecía una exageración, como los amores trágicos propios de cantes y coplas. Ahora sigo sin saber si esos amores trágicos son una exageración, pero ya voy estando de acuerdo con que veinte años son bastante menos de lo que en un principio parecen. La tentación es volver. Vuelven a nuestro recuerdo lugares, personas, momentos que un día fueron especialmente significativos, especialmente importantes, emotivos... Las grandes o pequeñas crisis de ir cumpliendo años, de ser padres cuando casi nos vemos todavía como jóvenes estudiantes o de vernos reflejados en nuestros propios hijos, puede remover el gusanillo, generar el deseo de recuperar algo de lo que dejamos atrás, de volver a esos lugares, a esas personas, a esos momentos. Pero es imposible: cambia el lugar, cambian las personas, cambia el tiempo y todo es cambiado por el recuerdo. Aquella casa en la que casi una decena de adolescentes pasábamos las tardes de verano, unos venidos al pueblo a pasar las vacaciones y otros siempre de allí, escuchando a Pink Floid o a Dire Straits, iniciando los primeros escarceos amorosos en aquel huerto que a las noches -detrás de la casa- se convertía en una improvisada tertulia sobre lo humano y lo divino, sobre los planes y las aventuras vividas durante el invierno. Los amigos de entonces: unos queriendo cambiar el mundo, otros modernos y siempre a última, otros retraídos y callados sin más aspiración aparente que dejar pasar el tiempo. Los líderes, los estudiosos, los adelantadillos, los ligones. Han cambiado. Hemos cambiado nosotros. Nuestras ideas, nuestros sentimientos, nuestras expectativas, nuestras ilusiones, nuestras experiencias... nuestra forma de ver el mundo, nuestra forma de ser en el mundo. Por eso no suele ser buena idea volver. Cuando regresamos a ese lugar del que tenemos un recuerdo especial es muy frecuente que nos decepcionemos. Ahora la casa está cerrada, su puerta y ventanas de madera descuidadas, y el huerto es un impracticable terreno lleno de matojos en el que parece imposible que un día, aquellas piedras que apenas se ven fueran improvisados bancos de tertulia. La relación con los amigos de entonces –excepto contadas excepciones- se agota en recordar aquellos tiempos, hemos cambiado tanto que poco tenemos en común. Todo tiene su lugar pero también tiene su momento, su tiempo. Y la memoria a veces sin saberlo, y otras con “toda su buena voluntad” ha conservado en nuestra mente una supuesta realidad que nunca sucedió. La memoria es un mecanismo engañoso y sobreprotector. Engañoso porque lo que para nosotros es un recuerdo cierto y fiable no es lo que realmente en su día percibimos: a lo que percibimos añadimos opiniones de otras personas o imágenes que nosotros no vimos. Con el tiempo podemos recrear lo ocurrido en función del estado anímico en el que nos encontramos: ante situaciones difíciles o poco satisfactorias, decepciones con mis amigos o fracasos amorosos, puedo idealizar el pasado y reconstruirlo como una realidad ideal. Incluso puedo creer recordar situaciones de mi infancia sin haberlas vivido nunca, han sino construidas a partir de las narraciones de otras personas. Sobreprotector porque tiende a conservar los recuerdos agradables, las situaciones satisfactorias y a protegernos de las menos agradables y traumáticas. Sobreprotector porque es selectiva y elimina todo aquello que no concuerda con la forma de verme a mi mismo y de ver la realidad. Vivimos con nuestro pasado, con nuestra experiencia, y a partir de ella proyectamos el futuro. Pero el futuro es lo que está por venir y nunca puede ser un retorno a lo que fue, una añoranza de lo que vivimos una vez.

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