jueves, 27 de septiembre de 2018

HIJOS PERFECTOS.

Con la llegada de las máquinas y la consiguiente revolución industrial, el mundo de los artesanos se vio abocado al fracaso, se cerraron los tradicionales talleres y la producción de objetos se convirtió en más rápida, más barata y más perfecta. Sin embargo, con el paso del tiempo y contra el pronóstico inicial, la venta de objetos artesanales ha ido aumentando en las últimas décadas y un número considerable de compradores estamos dispuestos a pagar más por estos productos artesanales, que por otros que proceden de la industria y de la más precisa exactitud de la robótica actual. Y es que unida a esa imperfección está su personalidad, su originalidad, su carácter individual, su distinción que lo hace único y diferente de cualquier otro. En otros aspectos de nuestras vidas y en de la de nuestros hijos, no somos todavía capaces –por regla general- de hacer una valoración similar. En esta época nuestra en la que predomina lo exclusivamente medible, se han establecido cuáles deben ser las medidas “normales”. Eminentes pedagogos, psicólogos o similar, han establecido las pautas del desarrollo del niño que ellos consideran normal. El sistema educativo ha establecido unos niveles rígidos y casi inmutables para cada curso. Y todos nos hemos creído que salirse de estos estándares hay que considerarlo al menos preocupante si no una muestra de anormalidad o de enfermedad. Es verdad que diagnósticos actuales responden a problemas reales que en otro tiempo no se diagnosticaban, pero los que estamos en este mundo de niños y adolescentes tenemos una acentuada impresión de que se produce un abuso, y de que problemas que son diagnosticados, tratados y medicados, no son sino formas de ser de niños que se salen de las pautas que a priori se han establecido como “normales” unidas a la idea de que los padres quieren hijos perfectos que por tanto tienen que responder a estos estándares. Hay padres que a su hijo muy movido lo diagnostican en casa como hiperactivo. Que al que se distrae con el vuelo de una mosca lo convierten inmediatamente en un trastorno de déficit de atención y al que no come solo cuando el libro de moda dice que tiene que comer, lo llevan al psicólogo. Es frecuente que estos estándares ideales se trasladen al ámbito de las calificaciones escolares: sacar buenas notas es sinónimo de bueno, sacar todo diez de perfección. Evidentemente, a cada uno hay que exigirle lo máximo que puede dar, pero lo máximo dentro de unas horas de trabajo razonable y no a costa de un estrés continuo, de mil clases particulares o de que los fines de semana no existan. Tenemos que olvidarnos de esa especie de olimpiadas entre padres en el patio de la escuela o en comidas familiares. Tenemos que aceptar que si con ese trabajo continuo y dosificado nuestro hijo saca un seis, pues es de seis ¿y?. Entre otras cuestiones, porque estas calificaciones son sólo una parte de una persona mucho más compleja. Muchos alumnos con calificaciones de sobresaliente no tienen una vida ni más satisfactoria ni más feliz que otros que sacaban peores notas. Ni siquiera en cuestiones laborales son mejores, porque la vida, las relaciones personales, saber responder ante las dudas o los fracasos no se califica y son facetas tan importantes o más que los conocimientos que un día concreto tenían de geología o de matemáticas –o de filosofía-. Presionar más allá de las posibilidades reales o llevarlos a un nivel de exigencia extremo, en lugar de generar perfección genera personalidades con baja autoestima, con una imagen negativa de uno mismo, frustrado, con un alto nivel de ansiedad e inseguridad. Tenemos “ejemplares” únicos y diferentes, mejores en unas cosas y peores en otras, ninguno perfecto. “Ejemplares” a los que no podemos frustrar por nuestro empeño en la perfección. 

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