Para los que contamos los años por cursos
septiembre es el equivalente al comienzo del año natural, ese comienzo de año -pospuesto
hasta después de reyes- que tan dado es a propósitos y cambios.
Con el ánimo de que estos propósitos de septiembre
no sean tan vanos como suelen ser los de enero, es ahora momento de plantearnos
nuevos retos, novedosas formas de actuar que sustituyan a las que parece no nos
llevan por muy buen camino.
Hay muchos posibles cambios tanto generales como
particulares, pero me parece especialmente importante fijarme en aquellos en los que estamos cayendo desde hace
ya demasiados años y que están dando muestras de las graves equivocaciones que
venimos cometiendo.
No soy muy partidario de ir cambiando de nombres
para hablar siempre de lo mismo, pero lo daré por bueno si sirve para poner
sobre la mesa los problemas que persisten.
Se habla ahora de “padres helicóptero”, “padres
apisonadora” y “padres guardaespaldas”, aunque los tres tipos vienen a
resumirse en lo mismo: padres que sobrevuelan constantemente sobre sus hijos,
van por delante allanando el camino o se convierten en su sombra con la
intención de evitar cualquier dificultad o daño que puedan ir encontrando sus
vástagos.
Esta conducta prolongada en el tiempo nos ha llevado
a situaciones que nos parecen ficción, pero que son verídicas: padres que
acompañan a su hijo a una entrevista de trabajo y a su salida preguntan al
entrevistador cómo le ha ido, que acuden a la universidad para hablar con los
profesores sobre exámenes y pruebas mientras el interesado está “a lo suyo”: en
casa o de vacaciones, progenitores de universitarios encargados de matrícula y
papeleo en general.
Esta situación que va llegando a lo más alto de la
pirámide, tiene su base en el miedo y error del que partimos los padres y en la infravaloración de nuestros hijos,
aspectos que marcan la educación que les damos desde su infancia.
Tenemos miedo a que no puedan alcanzar las
exigencias de una sociedad cada vez más exigente, nos parece que les hacemos un
favor evitándoles cualquier dificultad y pensamos que ellos por sus medios son
incapaces de solucionar sus problemas. Como consecuencia, les sustituimos en
los asuntos que son suyos cuando nuestra función –adaptada a cada edad- no es
sustituir, sino acompañar y orientar. Estamos maleducando cuando anulamos su
independencia y su autonomía para solucionar sus problemas.
Estamos creando –teniendo en cuenta que toda
generalización es injusta- una generación que se queda inmóvil ante las
dificultades porque no tiene recursos para solucionarlas. Y no tienen recursos
porque nosotros, sus padres, nos les hemos dejado que los adquieran.
Ahora que comienza el curso podemos aprovechar para
replantearnos qué tipo de adulto estamos educando, podemos aprovechar para
modificar nuestros hábitos –y los suyos- y podemos ser conscientes de algunos
comportamientos cada vez más generalizados, realizados con toda la buena
voluntad del mundo, pero perjudiciales.
A partir de septiembre los padres no comenzamos el
curso, ni tenemos tareas, ni nos ponen exámenes: los tienen nuestros hijos, es
su responsabilidad y su trabajo. Una cosa es la ayuda puntual y otra sentarse
todos los días con ellos o ponerles profesores a jornada completa.
Las notas no califican a nuestros hijos, califican fundamentalmente
sus conocimientos y sus actitudes escolares. Como individuo no está menos capacitado ni es
peor quien saca peores notas: hay alumnos de sobresaliente incapaces de moverse
por el mundo.
Las calificaciones no son una competición entre
alumnos ni mucho menos entre padres. Vale mucho más un seis conseguido por el
alumno, que un nueve en el trabajo que tan bien le ha salido a su padre.
“Y uno aprende que realmente puede aguantar, que
uno realmente es fuerte, que uno realmente vale, y con cada adiós uno aprende.” José Luis Borges.
No hay comentarios:
Publicar un comentario