lunes, 19 de septiembre de 2016

Y UNO APRENDE QUE REALMENTE ES FUERTE.

Para los que contamos los años por cursos septiembre es el equivalente al comienzo del año natural, ese comienzo de año -pospuesto hasta después de reyes- que tan dado es a propósitos y cambios.
Con el ánimo de que estos propósitos de septiembre no sean tan vanos como suelen ser los de enero, es ahora momento de plantearnos nuevos retos, novedosas formas de actuar que sustituyan a las que parece no nos llevan por muy buen camino.
Hay muchos posibles cambios tanto generales como particulares, pero me parece especialmente importante fijarme en  aquellos en los que estamos cayendo desde hace ya demasiados años y que están dando muestras de las graves equivocaciones que venimos cometiendo.
No soy muy partidario de ir cambiando de nombres para hablar siempre de lo mismo, pero lo daré por bueno si sirve para poner sobre la mesa los problemas que persisten.
Se habla ahora de “padres helicóptero”, “padres apisonadora” y “padres guardaespaldas”, aunque los tres tipos vienen a resumirse en lo mismo: padres que sobrevuelan constantemente sobre sus hijos, van por delante allanando el camino o se convierten en su sombra con la intención de evitar cualquier dificultad o daño que puedan ir encontrando sus vástagos.
Esta conducta prolongada en el tiempo nos ha llevado a situaciones que nos parecen ficción, pero que son verídicas: padres que acompañan a su hijo a una entrevista de trabajo y a su salida preguntan al entrevistador cómo le ha ido, que acuden a la universidad para hablar con los profesores sobre exámenes y pruebas mientras el interesado está “a lo suyo”: en casa o de vacaciones, progenitores de universitarios encargados de matrícula y papeleo en general.
Esta situación que va llegando a lo más alto de la pirámide, tiene su base en el miedo y error del que partimos los padres y  en la infravaloración de nuestros hijos, aspectos que marcan la educación que les damos desde su infancia.
Tenemos miedo a que no puedan alcanzar las exigencias de una sociedad cada vez más exigente, nos parece que les hacemos un favor evitándoles cualquier dificultad y pensamos que ellos por sus medios son incapaces de solucionar sus problemas. Como consecuencia, les sustituimos en los asuntos que son suyos cuando nuestra función –adaptada a cada edad- no es sustituir, sino acompañar y orientar. Estamos maleducando cuando anulamos su independencia y su autonomía para solucionar sus problemas.
Estamos creando –teniendo en cuenta que toda generalización es injusta- una generación que se queda inmóvil ante las dificultades porque no tiene recursos para solucionarlas. Y no tienen recursos porque nosotros, sus padres, nos les hemos dejado que los adquieran.
Ahora que comienza el curso podemos aprovechar para replantearnos qué tipo de adulto estamos educando, podemos aprovechar para modificar nuestros hábitos –y los suyos- y podemos ser conscientes de algunos comportamientos cada vez más generalizados, realizados con toda la buena voluntad del mundo, pero perjudiciales.
A partir de septiembre los padres no comenzamos el curso, ni tenemos tareas, ni nos ponen exámenes: los tienen nuestros hijos, es su responsabilidad y su trabajo. Una cosa es la ayuda puntual y otra sentarse todos los días con ellos o ponerles profesores a jornada completa.
Las notas no califican a nuestros hijos, califican fundamentalmente sus conocimientos y sus actitudes escolares.  Como individuo no está menos capacitado ni es peor quien saca peores notas: hay alumnos de sobresaliente incapaces de moverse por el mundo.
Las calificaciones no son una competición entre alumnos ni mucho menos entre padres. Vale mucho más un seis conseguido por el alumno, que un nueve en el trabajo que tan bien le ha salido a su padre.
“Y uno aprende que realmente puede aguantar, que uno realmente es fuerte, que uno realmente vale, y con cada adiós uno aprende.”  José Luis Borges.

No hay comentarios:

Publicar un comentario