jueves, 23 de enero de 2014

ENSEÑAR A HACER O EDUCAR PARA LA VIDA.

A ocho meses de la aplicación de la LOMCE el Ministerio de Educación ha trasmitido a los editores las líneas generales que a su parecer deben seguir los nuevos libros de texto.
Entre las cuestiones importantes señalan que los textos estén orientados a desarrollar habilidades que se apliquen en la vida,  potenciando “el saber hacer” sobre “el saber” –a secas-.
Potenciar una enseñanza más práctica que memorística es una cuestión antigua. La Ley General de Educación de 1970 supuso ya un cambio entre la famosa lista de los reyes godos que aún recitan nuestros padres y una nueva forma de aprender. Pero en el actual contexto de la LOMCE resulta sospechosa y peligrosa esa insistencia en lo productivo -en el saber hacer-, a costa de otros conocimientos y de otras aptitudes no vinculadas en principio con ese aspecto puramente económico.
Una de las cuestiones que ya se ha criticado de esta ley es su excesiva dedicación a la formación de técnicos. Su fijación por la productividad en detrimento de otros saberes parece “de segunda categoría”, saberes que la ley ha olvidado o ha liquidado sin concretarlos en una materia.
Hablan de saber práctico, de saber hacer, de saber para la vida real. Pero, ¿qué es práctico? ¿qué es saber hacer? ¿qué es la vida real?
Si la economía prima sobre el resto de las actividades humanas parece evidente que entendemos por vida real lo que concierne a la producción, reduciendo así al individuo a un puro elemento del proceso productivo.
Criticada desde dentro del propio partido y en contra de los principios que inicialmente parecían defender se cae en un reduccionismo orientado a una solo actividad.
Pero el individuo y la sociedad es algo más. Su relación con otras personas, con su trabajo, con su forma de vida, y las bases sobre las que se levanta el individuo no son exclusivamente productivas. La educación tampoco puede serlo.
Lo más práctico, lo más real, el ámbito en el que “tenemos que hacer” es la vida. Vida entendida como el conjunto de todas las circunstancias y situaciones en las que nos encontramos.
Enseñar una materia garantiza pocas cosas. Pero si alguna vez hemos oído hablar del problema del bien, de la dignidad humana o de la justicia; si alguna vez hemos estudiado preguntas y respuestas sobre lo práctico y más allá de lo práctico, si conocemos los errores y los aciertos que cometieron otros; quizá en nuestra vida cotidiana nos planteemos si mi vida es buena, si es justo el trato que recibo y el que doy; quizá vayamos más allá de lo evidente, quizá no volvamos a caer en la misma piedra.
La educación tiene que estar pensada para personas no para instrumentos y no podemos caer en la contradicción de pedir mucho dando poco. Pedimos ahora iniciativa, emprendedores, ideas nuevas; ¿podemos esperar estas cualidades en individuos a los que nunca se les ha enseñado nada más allá de lo inmediato?
Si estamos habituamos a un razonamiento exacto y preciso, sin posibilidad de interpretación y siempre dirigido a lo concreto y material, nuestra forma de pensar será similar. Si no nos habituamos al razonamiento crítico, a cuestionar lo que me ofrecen, a buscar principios y alternativas, a una cierta insatisfacción en busca siempre de una mejora; difícilmente lo haremos.
Enseñar solo para hacer en el ámbito de la realización de tareas es recortar nuestras posibilidades, limitar nuestra vida y no enseñarnos a manejarnos en ella. “Enseñarnos” exclusivamente para ser buenos productores es también perjudicar a la economía, porque todas esas aptitudes olvidadas benefician al individuo y a la sociedad, sociedad que comprende también el mundo de la producción y de la competitividad.

Educar es más complejo, más rico y más humano que una especie de adiestramiento.

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