jueves, 12 de febrero de 2015

ALGUNAS FORMAS DE CAUSAR LA INFELICIDAD.

No son frecuentes ni necesarias grandes y reseñables gestas para poner de manifiesto la relación que existe entre unos padres y sus hijos. Son las pequeñas cosas, las cotidianas, esas que fatiga y cansa repetir un día si y otro también las que van mostrando nuestra dedicación a esta tarea que muchas veces nos parece tan poco agradecida.
Como tantos grandes quehaceres -como la propia vida- múltiples pequeñas cosas van formando una mayor e importante. Y como en tantos grandes quehaceres, pequeños errores pueden causar grandes catástrofes.
“Son cosas de niños”. Justificamos así comportamientos y actitudes que no son “cosas de niños”, sino cosas que se enseñan y que se practican. Infravaloramos las posibilidades de nuestros hijos y bajamos el nivel exigencia: si pensamos que es imposible que espere sentado en la consulta del médico, que comparta sus juguetes o que haga sólo sus ejercicios de matemáticas; nunca esperaremos que lo haga ni le enseñaremos a hacerlo. Nuestras expectativas marcan el nivel, y con frecuencia ellos son mucho más capaces de lo que pensamos.
Nos pone nerviosos, lo pasamos peor que ellos, e incluso nos da miedo que se enfade, que llore, que coja un berrinche. Como consecuencia hacemos todo lo posible para que esto no ocurra, cedemos a todos sus deseos y construimos un espiral del que nunca saldremos ni ellos ni nosotros: iremos cediendo en cada vez más cosas y más importantes, nos chantajearán de por vida si no aceptamos que sentirse mal porque no te dan lo que quieres o por ver que el mundo no está a tu servicio, no es un mal aprendizaje. Fechas señaladas ahora para ver si los regalos de Navidad literalmente te “sepultan” o son razonables.
Por otra parte es evidente que los hijos necesitan que les dediquemos tiempo y es evidente que tener un hijo cambia la vida de día y de noche. Pero no es tan evidente que una familia tenga que girar exclusivamente alrededor de los deseos de ese niño que va creciendo. Con demasiada frecuencia no es el niño el que se adapta a la costumbres de su casa o  a las necesidades de sus padres, son estos los que dejan de tener un atisbo de vida propia y se dedican con exclusividad a que su hijo no tenga que esperar media hora antes de ir a entrenar o tenga ¡ya! preparada la cena.
Lo encumbramos de tal forma que nos sentimos agredidos cuando alguien, incluidos sus maestros, le llaman la atención. Mucho más si es un señor que está por el parque o el chico de la tienda de chuches. Nada puede lesionar esa imagen de perfección que proyectamos sobre nuestro vástago.
Junto a estas, otra infinidad de causas de sobra conocidas y de sobra olvidadas.
Por si tuviéramos alguna duda, piensan que no somos buenos padres si soltamos una reprimenda en público, si no salimos corriendo a la mínima caída en el parque o si le decimos que arregle sus propios problemas.
No podemos perder la perspectiva: un niño feliz no es lo mimo que un niño consentido y es difícil que un niño consentido sea un adulto feliz. La felicidad está relacionada con construir un carácter capaz de valorar, de esperar, de trabajar. Capaz de estar satisfecho sin ser el centro del mundo, de tener una personalidad propia, de dirigir su vida incluso contra la opinión mayoritaria, de verse con realismo y de aceptarse sin idealismos inalcanzables, de esforzarse para alcanzar lo que se desea y de marcarse su ritmo para vivir sin agobios.
No son frecuentes las grandes y reseñables gestas a lo largo de una vida. Como otros grandes quehaceres, múltiples pequeñas cosas van formando la más grande. Pero nunca serán capaces de la más pequeña y correcta decisión si no les hemos enseñado a hacerlo, si les hemos educado en un mundo falso que sólo existe entre las cuatro paredes de su casa.

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