viernes, 6 de abril de 2018

SOLIDARIDAD ESTRUCTURAL.

En situaciones especialmente catastróficas surge en algunos ciudadanos un sentimiento de empatía, de unión por los que de alguna forma se han visto afectados por esa catástrofe. Estábamos acostumbrados a que esos desastres tuvieran lugar en países lejanos: terremotos, tsunamis o hambrunas. Sin embargo, la crisis económica nos ha traído las desgracias a la puerta de nuestra casa y aunque a veces no las hayamos querido ver –vivimos en el mismo territorio pero en mundos paralelos- el paro o los trabajos mínimamente pagados han traído consigo una enorme tasa de familias que no pueden cubrir sus necesidades básicas, un aumento de la pobreza infantil y energética, y por diferentes motivos, una mayor marginación: dos millones y medio de niños son pobres, se han realizado más de 600.000 desalojos hipotecarios, el impago en facturas de gas o electricidad se ha disparado y ha aumentado la xenofobia. Aquellas huchas del domund para países tercermundistas conviven ahora con bancos de alimentos para nuestros vecinos, con recogida de material escolar para compañeros de la misma clase y con donaciones para medicamentos de niños y jubilados. Es verdad que somos un país solidario y que cada campaña bate el record de la anterior, pero la solidaridad como un acto voluntario ante un hecho puntual no es suficiente. La solidaridad tiene que estar presente en la estructura de la sociedad: en sus leyes, en el reparto de la riqueza de forma proporcional y justa. Poder comprar el material escolar, comer carne un día a la semana, tener una vivienda o poder pagar la electricidad no puede depender ni de las donaciones, ni de que haya personas dispuestas a dedicar su tiempo a ONGs. La buena voluntad, la solidaridad como hábito individual es una virtud ética. Pero la virtud ética tiene que convertirse en norma jurídica para que esa solidaridad individual sea solidaridad estructural consolidada y garantizada por los poderes públicos. No sólo tenemos que ir poniendo parches a cada situación concreta sino que tenemos que analizar cuáles son las causas de esa situación y realizar los cambios necesarios para que en lugar de crear estos hechos, la estructura social los evite. En este momento crecemos por encima de la media europea, pero ese crecimiento de la riqueza no se refleja en los sueldos sino que aumenta la diferencia entre los que más tienen y los que menos. En los años más duros de depresión las grandes fortunas han aumentado en España un 50%, el país –con diferencia- que más han aumentado en relación a la media europea, al mismo tiempo que comenzada la recuperación es uno de los países que menos han aumentado los salarios y más ha incrementado la precariedad. Ha habido una importante crisis económica, pero también ha habido una profunda crisis en el sistema de redistribución de la riqueza, en la justicia social. Y una de las cuestiones más graves: no sólo es pobre el que no tiene trabajo, sino que personas que trabajan sus ocho horas siguen siendo pobres porque los sueldos y sus condiciones de trabajo no son suficientes. Hablar de redistribución de la renta se relaciona inmediatamente con subida de impuestos, cosa que provoca un rechazo casi inmediato. Pero la redistribución de la renta ni es sólo una cuestión de voluntad individual ni es necesariamente una cuestión de impuestos gestionados por el estado. La redistribución de la riqueza comienza con unos salarios justos, con un reparto de los beneficios en las nóminas que reduzca la vergüenza cada vez más cotidiana en las empresas: beneficios multimillonarios y sueldos escasos en condiciones laborales cada vez peores en las que no sólo se han perdido derechos, sino que es “peligroso” solicitar los derechos que legalmente te pertenecen.

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