jueves, 28 de junio de 2018

UN BARCO

Hagamos un experimento. Ponga en un platillo de la balanza a 629 personas que navegan en pateras y son rescatadas en mitad del Mediterráneo: 123 menores –algunos sin acompañar-, siete mujeres embarazadas, algunas personas que han sufrido torturas, otras que han sido víctimas de trata y otras con necesidades de protección internacional. Añádanle problemas de salud relacionados al menos con deshidratación, quemaduras de diferentes tipos y las consecuencias del hacinamiento.
Coloque en el otro platillo cualquier argumento, motivo o razón en contra de su acogimiento.
Y ahora, con nombre y apellidos –no opinando en la barra del bar o vomitando en las redes sociales- decida si los recibe en nuestro país o los abandona a su suerte en medio del mar.
Si ha elegido la segunda opción quizá esté muy orgulloso, pero en mi opinión tiene usted un problema grave. O carece de las más mínima empatía con otras personas –trastorno de conducta y personalidad tratado en psiquiatría-, o sufre de un exceso de egoísmo que dificulta sus relaciones personales -inmoderado y excesivo amor a sí mismo, que hace atender desmedidamente al propio interés, sin cuidarse del de los demás-, o “padece” de un nacionalismo radical que otorga derechos en función de en qué lado de la frontera se ha nacido o es víctima de la demagogia populista ultra que se basa en la manipulación y se alimenta de alguno de los trastornos anteriores.
Evidentemente es verdad que los países ricos no podemos traernos a todos los habitantes de los países pobres pero en este panorama, no sólo nos encontramos con el reto de hacer unas políticas que a medio plazo permitan vivir en los países de origen sin necesidad de estas emigraciones necesarias y suicidas, sino que al mismo tiempo nos encontramos con un flujo migratorio imparable que no va a esperar el desarrollo de esas políticas. Y es aquí donde necesitamos decisiones inmediatas.
El muro de Trump para separar Estados Unidos de México nos escandaliza, pero cada vez son más los muros que separan a Europa del resto.
La presidenta Merkel perdió muchos votos a favor de la ultraderecha alemana como castigo a su política de apertura a la emigración y ahora, dentro de su propio partido, recibe las críticas de los sectores mas conservadores. Los presidentes de Polonia y Hungría toman medidas anti inmigración y con Eslovaquia y República Checa se niegan a acoger la cuota de refugiados establecida por la Unión Europea. El italiano Matteo Salvini, ministro del interior y miembro del xenófobo partido La Liga, bloquea los puertos a los barcos con emigrantes. Malta dice que ese asunto no va con ellos aunque el Aquarius está a pocos kilómetros de su costa. Y Europa, como Unión, ni tiene una política propia ni es capaz de hacer que sus miembros asuman los compromisos prácticamente ridículos que ha adquirido: acoger a 120.000 personas en dos años en una población europea de 741 millones de personas.
Nos toca definir activamente qué Europa queremos. Nos guste o no, somos unos de los protagonistas de este momento histórico y tenemos que decidir con nuestros actos si la integración, la aceptación, la tolerancia o la aplicación y extensión de los Derechos Humanos son sólo conceptos que aceptamos sobre el papel y en los currículos escolares o los seguimos aplicando cuando exigen nuestro esfuerzo.
En una época en la que bueno se identifica con placentero y cómodo es difícil comprender que hacer lo bueno a veces nos lleva a una situación menos agradable y más incómoda.
Es hora que los valores europeos de los que siempre hemos presumido se hagan prácticos, de hacer todo lo posible para que dentro de unas décadas los libros de historia no hablen un gran retroceso ético en la Europa de comienzos del XXI.


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