jueves, 28 de junio de 2018

FIN DE CURSO. ¡ENHORABUENA PADRES!

En fechas de fin de curso y sobre todo en los finales que suponen un cambio de se agolpan las graduaciones y felicitaciones a nuestros hijos por haber llegado hasta allí.
No vamos a quitarles mérito por sus horas de estudio pero, aunque está mal que yo parte implicada lo diga, no todo el mérito es suyo. Como sus padres que somos, hemos pasado etapas muy parecidas a las suyas y este final también es una llegada para nosotros.
En su vida escolar han padecido cambios importantes: de casa a la guardería o a infantil, de infantil a primaria, de primaria a secundaria y así sucesivamente. Cambios a los que han tenido que adaptarse a veces con gran esfuerzo.
Nosotros, fuimos dos al hospital y volvimos tres. Con la “decepción” de que no llegó ni con un pan debajo del brazo ni con un manual de instrucciones. Tuvimos que aprender que se puede vivir sin dormir y que una pequeña diferencia del agudo, el grave o el vibrato de su lloro era la diferencia entre tengo hambre, calor, frío, cacas o sólo quiero tomarte el pelo y salir de la cuna.
Nuestros hijos están ahora nerviosos pensando que estudios van a seguir y si les llegará la nota para entrar en lo que les gusta. Nosotros, hicimos también nuestras cábalas y pasamos nuestros nervios esperando si el punto por proximidad o familia numerosa nos llevaba al centro de al lado de casa o a otro media hora más allá.
Tuvimos -como ellos con sus estudios- que organizar nuestros turnos de trabajo para llevarlos al cole, a inglés, hacer la compra mientras está en inglés, tú los recoges y los llevas a natación, el viernes tenemos pediatra, ¡cómo que el viernes si te dije que cambié el turno!, pues llama a tu madre a ver si puede que yo imposible…
Y cuando ya todo se iba calmando nos llegó esa enfermedad necesaria, larga y dura: la adolescencia.
Tuvimos que aprender a convivir con un individuo parecido a nuestro hijo pero que siempre decía que no, refunfuñaba por todo y hacía justo lo contrario de lo que tú decías.
Años duros en los que tuvimos que aceptar cuestiones fundamentales. Primero, que éramos los peores padres del mundo: los que menos dejaban salir, los que les compraban el móvil más barato y los que menos datos les ponían. Segundo –y más grave- que un día, así de repente, nosotros, cuarentones jóvenes y modernos nos dimos cuenta que nos habíamos convertido en nuestros propios padres cuando nos escuchamos diciendo aquella maldita frase que nos habíamos jurado no decir jamás: “mientras estés en mi casa harás lo que yo diga” o su variante, “porque lo digo yo y basta”. Y tercero, porque muy a nuestro pensar y con gran remordimiento de conciencia uno de esos días especialmente guerreros en los que nosotros estábamos especialmente cansados deseamos tener el ticket del Corte Inglés para devolverlos.
Es verdad que tampoco tenemos que hacernos los mártires porque las satisfacciones también nos llegaron. Y también es verdad que no hace falta mucho para que nos sintamos satisfechos.
Cuando comienzan a decir “papá” “mamá” se nos olvidan las horas que no hemos dormido, sus primeros rayujos en un folio los colgamos en el frigorífico como si fuera un Picasso, nos quedamos absortos mirando como pone los gomets rojos en el triángulo y los azules en el círculo, y cuando empieza con la flauta y todo el mundo escucha sonidos asonantes y desagradables nosotros escuchamos como mucho algún desafine, pero con estilo.
Nuestros hijos en cada etapa salen un poco más al mundo. Al de verdad, al real, al que está más allá de las cuatro paredes de casa y del centro escolar, y nuestra mayor aportación a su felicidad son los recursos con los que los hemos dotado para moverse por él, para solucionar problemas en lugar de crearlos, para tener su personalidad… en definitiva, para construir su propia vida.



No hay comentarios:

Publicar un comentario