No vamos a quitarles mérito por sus horas de estudio pero, aunque
está mal que yo parte implicada lo diga, no todo el mérito es suyo. Como sus
padres que somos, hemos pasado etapas muy parecidas a las suyas y este final
también es una llegada para nosotros.
En su vida escolar han padecido cambios importantes: de casa a la
guardería o a infantil, de infantil a primaria, de primaria a secundaria y así
sucesivamente. Cambios a los que han tenido que adaptarse a veces con gran
esfuerzo.
Nosotros, fuimos dos al hospital y volvimos tres. Con la
“decepción” de que no llegó ni con un pan debajo del brazo ni con un manual de
instrucciones. Tuvimos que aprender que se puede vivir sin dormir y que una
pequeña diferencia del agudo, el grave o el vibrato de su lloro era la
diferencia entre tengo hambre, calor, frío, cacas o sólo quiero tomarte el pelo
y salir de la cuna.
Nuestros hijos están ahora nerviosos pensando que estudios van a
seguir y si les llegará la nota para entrar en lo que les gusta. Nosotros,
hicimos también nuestras cábalas y pasamos nuestros nervios esperando si el
punto por proximidad o familia numerosa nos llevaba al centro de al lado de
casa o a otro media hora más allá.
Tuvimos -como ellos con sus estudios- que organizar nuestros
turnos de trabajo para llevarlos al cole, a inglés, hacer la compra mientras
está en inglés, tú los recoges y los llevas a natación, el viernes tenemos
pediatra, ¡cómo que el viernes si te dije que cambié el turno!, pues llama a tu
madre a ver si puede que yo imposible…
Y cuando ya todo se iba calmando nos llegó esa enfermedad
necesaria, larga y dura: la adolescencia.
Tuvimos que aprender a convivir con un individuo parecido a
nuestro hijo pero que siempre decía que no, refunfuñaba por todo y hacía justo
lo contrario de lo que tú decías.
Años duros en los que tuvimos que aceptar cuestiones
fundamentales. Primero, que éramos los peores padres del mundo: los que menos
dejaban salir, los que les compraban el móvil más barato y los que menos datos
les ponían. Segundo –y más grave- que un día, así de repente, nosotros, cuarentones
jóvenes y modernos nos dimos cuenta que nos habíamos convertido en nuestros
propios padres cuando nos escuchamos diciendo aquella maldita frase que nos
habíamos jurado no decir jamás: “mientras estés en mi casa harás lo que yo
diga” o su variante, “porque lo digo yo y basta”. Y tercero, porque muy a
nuestro pensar y con gran remordimiento de conciencia uno de esos días
especialmente guerreros en los que nosotros estábamos especialmente cansados
deseamos tener el ticket del Corte Inglés para devolverlos.
Es verdad que tampoco tenemos que hacernos los mártires porque las
satisfacciones también nos llegaron. Y también es verdad que no hace falta
mucho para que nos sintamos satisfechos.
Cuando comienzan a decir “papá” “mamá” se nos olvidan las horas
que no hemos dormido, sus primeros rayujos en un folio los colgamos en el
frigorífico como si fuera un Picasso, nos quedamos absortos mirando como pone
los gomets rojos en el triángulo y los azules en el círculo, y cuando empieza
con la flauta y todo el mundo escucha sonidos asonantes y desagradables
nosotros escuchamos como mucho algún desafine, pero con estilo.
Nuestros hijos en cada etapa salen un poco más al mundo. Al de
verdad, al real, al que está más allá de las cuatro paredes de casa y del
centro escolar, y nuestra mayor aportación a su felicidad son los recursos con
los que los hemos dotado para moverse por él, para solucionar problemas en
lugar de crearlos, para tener su personalidad… en definitiva, para construir su
propia vida.
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