martes, 21 de mayo de 2013

DECIDIR Y ACTUAR.

Dicen que la esperanza es lo último que se pierde. Debemos estar pues en una situación muy crítica -y de hecho lo estamos- cuando social y personalmente tenemos la impresión de una realidad sin futuro. Un oscuro futuro laboral que parece se va a largar en el tiempo, que nos arrastra a muchos de los que ya somos adultos y que va a arrastrar a todos nuestros hijos. En esta situación los más pesimistas creen que da igual qué elección tomar, que todas son igual de malas. Los menos pesimistas creemos que tomar una buena decisión siempre es importante, sobre todo cuando las posibilidades de éxito son reducidas. Tendremos que analizar la realidad, conocernos, tener conciencia de la meta que perseguimos, de los recursos para conseguirla y de las posibilidades de hacerlo. Analizar la realidad, conocerla, hacernos conscientes de dónde estamos, de nuestra situación de partida, será el primer paso. Aquí no debemos confundir el “principio de placer” con el “principio de realidad”. Guiándonos por el principio de placer, nuestras actividades irán encaminadas a conseguir satisfacción inmediata y a evitar cualquier situación que nos genere malestar. Si nos guiamos por el principio de realidad, aprovecharemos nuestra experiencia para conseguir un equilibrio entre el bienestar actual y el futuro. La experiencia es también fundamental para conocernos, y conocernos es fundamental para tomar una buena decisión. La percepción universal y estática no existe. Nuestra percepción es siempre subjetiva, es nuestra: depende de nuestra personalidad, de nuestras emociones, de nuestros intereses, de nuestras expectativas. Pero además, todas estas circunstancias cambian a lo largo del tiempo y con ellas cambia nuestra forma de ver la realidad. Por eso, en la medida en que nos vamos conociendo vamos teniendo una visión más ajustada de cómo son las cosas, de cómo las “deformo” en función de cualquiera de las circunstancias que me rodean: mi situación anímica, mis intereses en un momento dado o la influencia de las personas con las que convivo. Si me conozco puedo juzgar con más objetividad cuáles son mis capacidades, las dificultades reales que voy a encontrar y mis posibilidades de éxito. Mis acciones variarán si pienso que los éxitos o fracasos dependen directamente de mí o de si creo que son circunstancias externas las que los deciden, de si tengo la impresión de que sólo hay una manera de hacer las cosas o de que diversos caminos me pueden llevar al mismo fin. La combinación de estos elementos dará lugar a que dé más importancia a la habilidad, al esfuerzo o la suerte. Un comportamiento activo da por hecho que mis actos son importantes, que yo puedo modificar la realidad y que esa modificación me acercará o alejará de mi meta. Da por hecho además que existen muchos caminos posibles, alternativas diferentes, y que yo soy quien debe de manejarlas. Mantendrá una posición positiva en cuanto al control que tengo del futuro y en cuanto a conseguir las metas que me propongo: tengo que esforzarme, desarrollar mis habilidades y aplicarlas. Un comportamiento pasivo se fundamentará en la creencia de que las circunstancias son mucho más importantes que mis acciones, que nada depende de mí. Tenderá a creer que sólo hay una alternativa, que mi margen de acción es muy limitado y que por lo tanto ni merece la pena esforzarse, ni mis habilidades son útiles: mi futuro está sobre todo, en manos de la suerte. Ni todo depende de nosotros ni todo depende de la suerte. El azar es un factor a tener en cuenta, un factor que escapa a nuestra voluntad, pero sólo uno. Lo que a veces llamamos suerte no es sino consecuencia del esfuerzo y de la habilidad -la suerte también se busca- y en muchas ocasiones, alcanzar la meta a la que he decido llegar depende fundamentalmente de uno mismo.

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