sábado, 1 de junio de 2013

¿EDUCAR PARA PENSAR?

Metieron en una jaula a cinco chimpancés, en el centro una escalera y en lo alto de la escalera unos plátanos. Cuando uno de los chimpancés comenzaba a subir por la escalera para coger los plátanos, duchaban al resto con agua fría. Tras varias duchas, cada vez que uno de ellos intentaba acercarse a la escalera los demás lo cogían, le impedían subir y le golpeaban. Tenían hambre, los plátanos estaban a su alcance, pero el grupo no dejaba que uno comiera a cambio de la ducha fría del resto. Con esta situación en la jaula se sustituyó a uno de esos chimpancés por otro que jamás había sido duchado, pero al ver que cuando uno de los otros se acercaba a la escalera el resto le golpeaba, él también lo hizo. Poco a poco todos chimpancés del principio fueron sustituidos por otros que nunca habían sufrido el castigo del agua fría, pero todos seguían golpeando al que se acercaba a la escalera.
Si alguno de estos chimpancés hubiese sido capaz de decir al resto “¿por qué pasamos hambre y agredimos al que se acerca a la escalera teniendo allí los plátanos?”, ninguno hubiera sido capaz de dar una explicación pero casi todos o todos habrían pensado cosas del tipo: siempre ha sido un tipo raro, poniendo pegas a todo, la cosa llevar la contraria, siempre se ha hecho así. Cuestionar las conductas que se dan por aceptadas, las costumbres, las formas; ir más allá de lo que la mayoría no cuestiona; incordiar con el eterno “por qué” sin conformarse nunca, intentar llegar al fondo, a la última cuestión… es el ejercicio más profundo del pensamiento. El que a lo largo de la historia ha tenido la osadía de preguntar ha sido calificado de loco, raro o endemoniado, ha sido víctima de la burla de sus contemporáneos e incluso condenado a muerte. El resto, en su mayor parte, ha permanecido fiel a esa base inculcada aunque sin saber si sus pies eran de barro. Y es que cuestionar lo que se considera obvio e incuestionable es problemático e incómodo, tanto para el grupo como para el individuo.
Los grupos se configuran como sistemas: conjunto de individuos organizados entre sí, sistemas en los que siempre hay individuos con mayores privilegios que otros. Cuestionar la legitimidad, la justicia, el fundamento de su organización es rechazado por estos privilegiados y también por la mayoría que aunque con deficiencias, encuentra en el grupo cierta protección y estabilidad. Tampoco como individuo es fácil enfrentarse. Cuestionar el suelo sobre el que nos levantamos, dudar de lo que damos por seguro, asumir la inseguridad, la incertidumbre y el miedo que nos producen, es una actitud vital contraria a una de las necesidades fundamentales del ser humano: la seguridad.
Si nos atenemos a estas dos formas de “estar en la existencia” podemos establecer dos formas de educación: la que va encaminada a educar personas que basen su vida en la aceptación y la comodidad que esto conlleva o la que va encaminada a educar personas que ejerzan su pensamiento asumiendo la incomprensión social, la crítica de la mayoría, quizá sus burlas y la incertidumbre de buscar sin saber a dónde le llevan sus preguntas.
La primera es sencilla, lo establecido premia las réplicas y demoniza al resto. La segunda es más complicada, ¿cómo formamos personas preparadas para la duda y el cuestionamiento en un sistema educativo que como tal tiene que mantener una organización, una jerarquía, unos principios establecidos y de obligado cumplimiento? Lo mejor no es lo más fácil, pero sobre todo ahora que tanto se invoca la iniciativa y la innovación, no podemos olvidar una base de contenidos sobre la que construir pero tampoco establecer una educación basada en una actitud replicante, en la escucha pasiva, en la repetición memorística o en la aceptación acrítica.

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