jueves, 27 de septiembre de 2018

TIEMPO TRAIDOR

Para los que cuentan el año por sanfermines estamos en fechas de fin de año, en fechas de hacer valoraciones, renovar propósitos y de ser conscientes de que eso de “ya falta menos” es verdad. No es que para este tipo de cosas sea muy observador, pero sin darme cuenta, por la derecha y aprovechando el ángulo muerto, el tiempo –traidor- me ha adelantado a un paso imposible de seguir. Niños y adolescentes íbamos adelantados a su ritmo. Las semanas, los meses, los cursos trascurrían lentamente. Teníamos que sentarnos a esperarlo y aburridos por la espera tirábamos de él para acelerar la llegada de las próximas fiestas. No entendíamos cuando decían que un señor de sesenta años había muerto joven, y la época del racionamiento iba más o menos después de Felipe II. Más tarde y durante un largo período fuimos más o menos acompasados. Él traía nuevas músicas, nuevas ropas, nuevas costumbres, nuevas modas… y nosotros, manteniendo el ritmo las aceptábamos y las asumíamos como nuestras. Llegaron algunas señales. Los policías comenzaron a parecernos muy críos y los grupos que nos gustaban publicaban sus discos en recopilatorios para Navidad. Nos empezó a molestar que en los bares de toda la vida nos empujaran y que no pudiéramos estar hablando tranquilamente. Las nuevas músicas, las nuevas ropas, las nuevas costumbres, las nuevas modas… ya no iban con nosotros. Antes, eso de que “veinte años no es nada” nos parecía una exageración; ahora, casi estábamos de acuerdo. Y sin darnos cuenta, ya teníamos que estar buscando instituto para nuestros hijos. “Cuarenta es la vejez de la juventud, cincuenta es la juventud de la vejez” Victor Hugo. Resistiéndonos a ser realistas a veces parece que nuestra mente -joven como hace veinte años- está encerrada en un cuerpo que no es el nuestro. Pero, si aceptamos lo que se ve en el espejo, nos empezamos a dar cuenta que cuando contamos alguna historia, los más jóvenes nos miran con cara de “batallitas del abuelo”. Y el tiempo se hace más relativo que nunca. Las Navidades cada vez llegan antes, pasada la Virgen de agosto ya estamos sacando los abrigos y el hijo del vecino que hace nada jugaba en el parque ya está en la universidad. Nos acordamos perfectamente de aquella semana de “vacaciones” que nos dieron cuando murió Franco y lo que nosotros contamos ahora está más lejano en el tiempo que las historias de postguerra y estraperlo que nos contaban a nosotros. Adelantados a traición ahora las cosas cambian sin darnos tiempo a asimilarlas y sí, morirse con sesenta años es una muerte prematura. En este contexto podemos encerrarnos en aquello de que cualquier tiempo pasado fue mejor, aunque lo único verdadero es que cualquier tiempo pasado fue diferente. Hubo cosas mejores y peores. Nosotros decidimos y vamos decidiendo qué merece la pena conservar y que no. Los más jóvenes renuevan, aceptan o rechazan lo que nosotros vamos dejando en el camino. En ese proceso de cambio, de avance o progreso –aunque no siempre nos parezca ni tal avance ni tal progreso- podemos ser una “red de experiencia” al servicio de los más inexpertos o un lastre para los jóvenes que traen novedades. Podemos intentar extraer lo positivo de nuestra veteranía aplicable a este momento o convertirnos en el cascarrabias que refunfuña ante cualquier novedad y reniega de todo lo que le es desconocido. El tiempo fluye, transcurre, no existe la foto fija sino el desarrollo. Con él, el mundo en perpetuo cambio y nosotros inmersos en su seno. Imprudentes por impaciencia al principio e imprudentes por exceso de cautela al final. Jóvenes impacientes por comernos el mundo, mayores temerosos porque cambie la realidad en la que nos sentimos cómodos. Tiempo traidor que nos lo fiaba muy largo y que acelera progresivamente el final.

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