Alemania es como el vecino perfecto que siempre está en boca de
nuestros padres como ejemplo de casi todo. Al final no es el más admirado sino
el más odiado, aunque el pobre ni tenga la culpa ni sea perfecto.
No se trata de convertirnos en otra Alemania ni de que ellos no
tengan que aprender nada de nosotros, pero creo que pueden ser un referente o
al menos un elemento comparativo a la hora de mirar como gestionamos nuestro
pasado y cómo lo han hecho ellos.
Acabada y perdida la guerra mundial los alemanes que compartían la
ideología nazi y miembros del partido nacional socialista no desaparecieron, la
mayoría siguió ejerciendo sus trabajos bajo la gestión aliada primero y en el
restablecido gobierno alemán de 1949 después.
Sin embargo dos o tres décadas más tarde, tras un esfuerzo por no
ocultar y por enseñar claramente a las nuevas generaciones su historia, la
inmensa mayoría de los alemanes era consciente de los horrores que supuso el
gobierno nazi desde 1933 hasta el final de la guerra y era firme su voluntad de
que esta historia no se olvidara para que no fuese repetida.
En este contexto, a prácticamente ningún alemán le resulta
llamativo que la simbología que pueda recordar el nazismo esté prohibida ni que
los elementos que ensalzaban de alguna forma este período histórico desaparezcan.
A todos les parece adecuado que sólo aquellos elementos que sirvan para no
olvidar, aquellos que sirvan para que las nuevas generaciones tengan presente
qué ocurrió en ese período histórico -el sufrimiento de la propia ciudadanía
alemana, el genocidio y la destrucción que generó la ideología
nacionalsocialista- se mantengan.
Aquí, pasados más de cuarenta años del final del franquismo,
seguimos en disquisiciones inútiles sobre desenterramientos, fosas comunes,
edificios y calles, en debates de opereta como el ducado de los Franco. Digo
inútiles, porque la solución a todas estas cuestiones que se nos plantean en
España no está en el tema concreto del nombre de una calle o similar, sino en
una cuestión anterior y más profunda: que todavía en nuestro país hay quien
encuentra motivos para justificar cuarenta años de dictadura con sus
fusilamientos, exiliados y represión.
Mientras exista un número significativo de ciudadanos que se sienta
agredido, ofendido o simplemente molesto porque se retiren símbolos que exaltan
el franquismo, porque no se quiera tolerar organizaciones que reivindican la
ideología franquista o incluso por algo tan humano como dar sepultura decente a
los que reposan en fosas comunes, nuestra democracia convivirá con herederos de
aquella época y correrá el peligro de cometer los mismos errores.
Podíamos aprender algunas cosas.
Se puede mantener para recordar y no para honrar.
Ocultar no soluciona, enquista. Alemania se tomó muy en serio la
explicación de su historia sin paños calientes. Aquí la guerra civil, el
franquismo y la transición son esos temas a los que nunca se llega en los
programas de cada curso, los que en importancia quedan detrás de la Hispania
romana o la reconquista.
Prohibir la exaltación del fascismo no es acabar con la libertad
de expresión. No se puede esconder en esta libertad de expresión la voluntad de
acabar con la libertad.
Dos cuestiones ineludibles. Primero, tenemos que ser conscientes
de que la dictadura franquista fue un período oscuro de nuestra historia que
tenemos que sacar a la luz. Segundo, los jóvenes tienen que conocer y aprender
de ese período para que nunca se vean en una situación similar.
No somos Alemania. Tampoco podemos ser un país que décadas después
es incapaz de dar luz a su historia y de mantener a parte de sus víctimas en
fosas comunes. No podemos ser un país en el que quitar la estatua de un
dictador genere un debate nacional. Y si lo somos, estamos condenados a repetir
nuestra historia a que –como decía Machado-, una de las dos Españas vuelva a
helarnos el corazón.
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