jueves, 28 de agosto de 2014

Convivir, obligar, convencer.

Establecer un equilibrio entre convivir, obligar y convencer, resulta complicado.
Convivir en paz exige respetó y libertad. Pero, ¿hasta dónde deben llegar los límites del respeto y de la libertad?
Si respondemos que el respeto a la libertad debe de ser total, tendremos que aceptar todas las opciones posibles como por ejemplo los matrimonios acordados para niñas de diez años o la práctica de la ablación. Sí respondemos que con límites, tendremos que establecer cuáles son esos límites.
Las modernas sociedades occidentales son sociedades complejas en cuanto a las opciones religiosas y éticas que conviven en el mismo territorio. Esta complejidad, muy diferente al panorama uniforme de otros lugares y de otros tiempos, exige nuevos mecanismos que garanticen la convivencia, una nueva actitud tolerante con los que no piensan como nosotros. Pero tolerante  ¿hasta dónde?
Parece que los Derechos Humanos pueden ser una buena base para diferenciar qué se puede aceptar y qué no. Pero no es suficiente.
En un nivel diferente a estos Derechos y también en el caso de opiniones éticas contrapuestas, hemos establecido un sistema de mayorías para dirimir los conflictos. Las mayorías establecerán las leyes que permitirán o condenarán. Sin embargo el sistema de las mayorías también plantea sus problemas.
Siendo el sistema de mayorías un mecanismo absolutamente democrático, puede convertirse en un arma de doble filo: ¿es conveniente legislar contra una forma de entender la realidad que sin ser mayoritaria tiene una aceptación considerable que va a suponer una nueva ley con el próximo gobierno? ¿En qué situaciones y hasta qué punto la mayoría debe legislar contra las minorías? ¿Podemos considerar un conflicto superado cuando es la fuerza de la ley y la coacción del Estado quien dirige y sanciona las conductas aunque la cuestión siga latente? 
Por supuesto que legislar es necesario, pero es más fácil legislar que convencer y es mejor convencer que legislar. 
Una posición ética no puede conformarse con obligar a actuar de una determinada manera: nadie es bueno por obligación. Uno es bueno, cuando pudiendo elegir, elige lo bueno.
Podemos encontrar varios escenarios posibles: dos actitudes y dos situaciones. Primero, tengo mi opinión pero reconozco que la mía es una de las opiniones posibles y por tanto admito que se elijan otras opciones. Segundo, creo que mi postura es la única correcta y que por tanto es inaceptable cualquier otra. Tercero, las decisiones posibles son decisiones individuales de adultos sin repercusión en terceros. Cuarto, son decisiones que de una forma u otra afecta a terceros que no han elegido.
En el primer caso –reconozco otras opiniones posibles-: admito una amplia pluralidad, la acepto y la tolero. En el segundo –sólo la mía es correcta-: quienes establecen lo positivo parte del esquema “bueno o malo” sin matices: lo mío es bueno, el resto me ataca. Las normas entonces solo pueden reflejar mi posición.
En el tercero –la decisión no afecta a terceros-, es más fácil aceptar posturas diferentes ya que la cuestión atañe exclusivamente al individuo adulto que decide. En el cuarto -sí afecta a terceros-, es más difícil aceptarlas, porque la cuestión excede al individuo que decide y afecta a la situación de otros.
En 1766 el marqués de Esquilache es expulsado de España y Carlos III huye de Madrid. El detonante, la prohibición del marqués que impide a los madrileños la capa larga y los grandes sombreros. Si bien el motivo era razonable ya que estas prendas facilitaban que los ladrones ocultaran el rostro y las armas, imponer por decreto contra la costumbre y los gustos de los madrileños le costaron su expulsión. 

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