jueves, 23 de enero de 2014

ESE CHAVAL QUE LLEVAMOS DENTRO.

Cualquier día se nos cae el alma a los pies cuando ese chaval que llevamos dentro ve en el espejo a un señor mayor que le mira extrañado, cuando descubre que venden recopilaciones con las canciones que antes eran alternativas, que se pierde en el movil con la ultima actualización del android o que un chico que ya se afeita le pide la paga y le dice que vaya pensando en el carné de conducir.
Cualquier día comienza a hacer balance de lo que ya va siendo su vida, de las decisiones que ha tomando: de los aciertos y de los errores, de la suerte o la falta de ella, de la influencia positiva o negativa de quienes le han rodeado.
En esa valoración y con la perspectiva del tiempo irá considerando cómo se ha ido haciendo. Irá viendo la importancia de quienes le han rodeado. Pensará quizá que ha acertado siempre, o quizá que debió ser más calculador o más impulsivo.
Dicen que a partir de la cuarentena uno tiene el rostro que él mismo se ha ido haciendo.  Hacernos es consecuencia de vivir.
Nos toca en suerte una familia y casi también en suerte los amigos de la infancia. Nos toca el colegio al que vamos y el profesor correspondiente. No sé muy bien hasta dónde llega la capacidad de elegir, hasta dónde "estamos escritos" en nuestro ADN o en nuestra cultura, pero parece que algún margen queda para que nuestras decisiones no sean un mero mecanismo: es ahí donde empezamos a construirnos.
Pero nadie se hace a sí mismo. "Me he hecho a mi mismo" es tan imposible como sacarse así mismo de los pelos cuando uno se está ahogando. Para bien o para mal necesitamos de los demás y dicen también que uno es como la media de las cinco personas que más cerca tiene.
Quizá ya lo intuía San Ignacio cuando dijo que había que rodearse de personas mejor que uno. Quizá por eso los padres damos tanta importancia a las amistades de nuestros hijos, aunque también tendríamos que preguntarnos ¿qué tipo de amistad para los demás es mi hijo? Y por eso,  ahora con la perspectiva del tiempo, podemos darnos cuenta de cómo han influido en nosotros los que nos han rodeado.
Calculador o impulsivo, precavido o temerario, conservador o kamikace.
Parafraseando a Kant podemos decir que las emociones sin razón son ciegas y que la razón sin emociones está perdida, aunque también existe eso de la intuición que nos ofrece aunque de forma mucho más etérea otro tipo de conocimiento.
Decidir es razonar y lanzarse, aunque no pueda decirse exactamente en qué proporción. A veces por pensar demasiado no actuamos, y otras nos lanzamos sin apenas pensar.
No existe guía ni manual. Los consejos y la experiencia nos pueden ayudar o no. Nuestra personalidad y nuestra educación condicionará nuestras elecciones, y esa cosa que llamamos sentido común nos puede ayudar pero también entorpecer.
Uno no sabe como acertar.
Algunos se agotan en eternas elucubraciones en las que pretenden no dejar ningún cabo suelto, tener todo atado y bien atado, tener previstas todas las posibles opciones y consecuencias de la decisión que tome. En el otro extremo están los que se tiran de cabeza si mirar si hay agua en la piscina, se mueven por el impulso sin calcular su fuerza o las consecuencias. En medio, muchas graduaciones.
Vamos siendo mayores. Más experiencia pero más dificultades para cambiar. Menos caminos para elegir, encarrilados en nuestras decisiones muchas ya irrevocables, con experiencia para compartir y ojalá que también con capacidad para dejar que se equivoquen -porque está bien aprender de los demás pero nada sustituye a los errores propios-.
Mucho recorrido pero mucho por recorrer, mucho todavía por aprender.
Y para eso, la primera muestra de inteligencia: no empecinarse en las equivocaciones, reconocerlas y rectificar. Me asombran, y me desconciertan los que afirman que no se arrepienten de nada, los que dicen no haberse equivocado nunca. O son poco críticos o muy conformistas o poco inteligentes.
No es cuestión de instalarnos en la añoranza, de lamentarnos por lo que hubiera sido si... No es cuestión de entrar en crisis y querer retroceder adoptando la patética posición de querer parecer veinte o treinta años más joven de lo que se es. Pero tampoco es cuestión de pensar que ya está todo hecho y de eliminar a ese chaval que llevamos dentro. Porque aunque en alguno de esos flash nos veamos como ese señor o señora entrados ya en años, la ilusión y los retos, la incertidumbre y las posibilidades, siguen esperando que continuemos vivos.

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