jueves, 23 de enero de 2014

ALGO MÁS QUE TÉCNICOS.

Durante siglos los mayores acumulaban la experiencia necesaria para enseñar a los más jóvenes. Eran respetados y reconocidos por la sabiduría que les habían dado los años, ostentaban el poder en la familia y, en las sociedades más primitivas formaban el consejo –de ancianos- que impartía justicia y daba órdenes e indicaciones a los más jóvenes.
Esto era posible porque a pesar de que ya en el siglo V a.C., Heráclito de Éfeso había observado que la realidad estaba en perpetuo cambio y lo había sintetizado en su lapidaria frase: “todo cambia y nada permanece”, las modificaciones técnicas, sociales y culturales se producían a un ritmo lo suficientemente lento como para que a lo largo de muchas generaciones las formas de cultivo o las técnicas para fabricar utensilios se mantuvieran constantes. Lo que el hijo había aprendido de su padre servía para su propio hijo y la experiencia de los ancianos servía para los más jóvenes.
Sin embargo con la llegada de la modernidad, de la producción industrial y de la revolución tecnológica del siglo XX, los cambios se aceleran y la experiencia de los mayores ya no sirve: nuevos aparatos, nuevos sistemas operativos, redes sociales o el riego programado por ordenador escapan a la experiencia y a los conocimientos de los mayores que son ahora los que tienen que recurrir a los más jóvenes.
Por eso a mediados del siglo XX surge una nueva etapa: la etapa en la que el aprendizaje es más necesario que nunca porque se necesita responder al reto de un mundo en constante cambio. Al mismo tiempo, el trabajo se organiza de forma diferente y parece que junto a los cambios tecnológicos, los cambios de situación, los retos y la propia vida en su conjunto se aceleran.
Es pues la época de la tecnología y de los técnicos. Pero también la época del trabajo en equipo y de la necesidad de adaptarse a una realidad que nos pone ante nuevas dificultades a un ritmo
hasta ahora desconocido.
Trabajar en equipo significa “aprender a hacer” con los demás: el trabajo individual es cada vez menos frecuente, las tareas ahora se desarrollan en grupos de trabajo y exigen potenciar las habilidades sociales, la capacidad de escuchar y de compartir, asumir el mérito o demérito colectivo, desarrollar la capacidad negociadora, la aptitud para la argumentación... Hay que aprender a no tener soluciones para todos los problemas, al mismo tiempo que se tiene confianza en nuestra capacidad para resolverlos.
En la sociedad en la que los cambios eran lentos los problemas llegaban también lentamente, eran más previsibles y las soluciones válidas durante largos períodos. Cuando los cambios y las novedades se aceleran, las nuevas situaciones surgen también de forma vertiginosa: no da tiempo para prever y más que nunca, es imposible tener una lista de soluciones para cada caso. En su lugar, la capacidad de adaptación es necesaria.
Y de todo esto resulta que a pesar de lo que algunos creen, esta nueva “cultura del cambio acelerado” no sólo necesita de una preparación técnica encaminada directamente a la producción y al beneficio económico directo e inmediato.
Una visión global, integradora, reflexiva, crítica, abierta, empática, básica -en su sentido de base sobre la cual edificar-, es también necesaria. Aunque difícilmente cuantificable en términos económicos es un preámbulo –quizá incómodo- para poder asentarnos y desarrollarnos como personas, como personas consideradas al margen del proceso productivo pero también como personas inmersas en este proceso.
Por eso, pensar que los planes de estudio deben limitarse sólo a instruir es un error, educar es algo mucho más amplio, complejo y global –como la vida misma-. Y por eso un acercamiento a materias sociales y humanas en todas sus vertientes, es necesario.

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