Aunque parezca paradójico el contexto de la crisis también supuso una
cierta dosis de optimismo en cuanto que se supone que los períodos de crisis
son ocasiones para la autocrítica y la renovación. En cuanto que son una
ocasión de destrucción de lo que no funciona y al mismo tiempo una ocasión para
construir algo nuevo y mejorado, una oportunidad para aprender de los errores y
superarlos.
En ese sentido, quizá con una excesiva dosis de optimismo, algunos
pensamos que iba ser una buena oportunidad para rectificar y corregir
deficiencias y errores del pasado. Buena ocasión para una regeneración
democrática y ética que trajera consigo potenciar la participación ciudadana, incidir
en una economía más humana o en la lucha contra la corrupción.
Sin embargo, a la vista de los acontecimientos, esas esperanzas se han
frustrado. Se ponen más trabas para que los ciudadanos se expresen, hablar de
personas en el proceso económico sigue “sin tener sentido”, los esfuerzos
relacionados con la corrupción no se dedican a resolverla sino a poner trabas a
la justicia que quiere esclarecerlos.
Parece que todo sigue igual, pero no.
La crisis ha sido un “buen momento” para llevar a cabo importantes
modificaciones aunque no las esperadas.
Remontamos -o remontaremos- con trabajos precarios, salarios recortados,
los servicios sociales convertidos en servicios de pago. Remontaremos en una
sociedad en la que sólo los que tengan capacidad económica podrán disfrutar de
bienes básicos.
Reglas implícitas se han roto.
El estado del bienestar no sólo se había convertido en un estado más
justo en el que con independencia de la renta todo ciudadano tiene acceso a unos
bienes básicos de cierta calidad, sino que implicaba también un acuerda tácito
de paz social.
La reducción de la diferencia entre los que más y los que menos
tienen, los servicios que el estado prestaba, parecían ser aceptados –de forma
general- como suficientemente justos. Los criterios de aplicación de la
distribución y redistribución de la renta parecían suficientes.
En un primer momento las rentas se distribuyen en forma de sueldos o
ganancias, estas cantidades varían en función del nivel profesional, tipo de
trabajo, funcionamiento del negocio, etc. En este nivel de reparto las
diferencias de renta y por tanto de capacidad de acceso a bienes y servicios
son considerables.
En un segundo nivel y a través de los impuestos, se redistribuye la
renta de forma que los que más tienen paguen más y los que menos tienen más se beneficien. Se
reducen así las diferencias.
Desde luego que existen aspectos mejorables: el control de quienes se
aprovechan de esta situación para acceder a prestaciones que no les corresponde
o la falta de proporcionalidad en el pago de impuestos. Pero en cualquier caso, interferir en eso que
llaman las leyes de mercado se consideraba positivo.
El neoliberalismo, aprovechándose de la crisis y de la falta de
perspectiva de la mayoría de la sociedad, ha impuesto su principio de “mercado
y más mercado” anulando los procesos reguladores del mismo, reduciendo el papel
del estado sobre todo en asuntos sociales.
Todo no sigue igual.
Por primera vez desde casi siempre los hijos vivirán peor que los
padres. Los que tienen más tendrán cada vez más a costa de los que tienen
menos. Los que tienen menos, cada vez estarán más abajo porque les resultará
imposible acceder a una educación que les permita mejorar o al menos
mantenerse. Y tras cincuenta años de mejora, nuestros hijos se verán en una
línea de salida mucho más retrasada que la de sus padres.
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