martes, 21 de agosto de 2012

YO ACIERTO, YO ME EQUIVOCO.

Ya desde la adolescencia, el tema de la libertad es un tema que resulta atractivo. Pero también desde entonces las consecuencias de su ejercicio: equivocarme o responder de mis actos, son aspectos que nos cuesta aceptar.
A lo largo de la historia múltiples pensadores, clases sociales, colectivos e individuos, han pensado que el ser humano es capaz de ser libre y de decidir por si mismo. En consecuencia, han apelado a la responsabilidad y han reclamado un mayor margen de libertad individual y social.
De la misma forma que unos la han reivindicado, otros la han negado. Ya los estoicos en el S. III a.C. pensaron que toda la realidad estaba regida por una ley racional según la cual todo está ya establecido y la única posibilidad era aceptar el destino. La Reforma protestante subordinó la libertad a la sabiduría divina: si Dios lo sabe todo,  el hombre carece de libertad y está predestinado. Y desde el determinismo científico de Freud, Marx o la dotación genética, se ha reducido la complejidad humana a una única causa que te encauza sin opciones.
Recientemente Ángel Escribano ha expuesto en su libro “La fórmula del destino” un planteamiento que interpreto como una nueva manera de encajar destino y libertad, valorando ambos aspectos y teniendo en cuenta aquello que depende de nosotros y aquello que depende del exterior.
A modo de fórmula matemática dice: el destino es igual a la suma de nuestro pensamiento más las acciones que realizamos en función de nuestras ideas, dividido por el riesgo que aceptamos, multiplicado por más-menos el principio de incertidumbre. Me explico.
Nuestro comportamiento depende de nuestro pensamiento: pensamos por ejemplo en qué queremos trabajar. En función de este  pensamiento realizamos unas acciones: si mis acciones responden a lo que yo quiero y por tanto me preparo, mi futuro –mi destino- podrá ser como yo  lo he pensado. Cuando tomo una decisión siempre asumo un riesgo que conozco y que asumo: quizá dedique mucho tiempo y dinero pero no sea lo suficientemente bueno para conseguir ese trabajo. Y por último, siempre existen una serie de factores que para bien o para mal no dependen de mis pensamientos, de mis acciones, ni del riesgo que asumo: un empresario ve por casualidad mi trabajo y me contrata o tengo un accidente que me impide trabajar en lo que yo inicialmente quería.
Aunque habría que pensar también en las circunstancias desde las que parto, de los cuatro factores que se señalan tres están en mi mano y sólo uno –el principio de incertidumbre- escapa a mi control. Este último es inevitable, pero parece que mi vida está más en mis decisiones, que en las circunstancias que escapan a mis elecciones y actos.
La libertad exige imaginar, arriesgarse, asumir las consecuencias, reinventarse, distinguirse del resto. En principio, nos produce incertidumbre, inseguridad, miedo, aislamiento.
Asumir el destino, asumir la inevitabilidad de lo que nos rodea y sucede, nos permite vivir tranquilos, sin responsabilidades y sin esfuerzos. Aceptar sin capacidad crítica nuestras circunstancias, nos hace ser aceptados por el grupo a costa de perder la individualidad, la novedad y la diferencia.
Unas veces porque las circunstancias han jugado en mi contra, pero otras muchas porque no he tomado una buena decisión, no he actuado en función de la decisión tomada o no he aceptado un riesgo; cuando pasa el tiempo “hecho balones fuera” responsabilizando a los demás de mi falta de decisión, de mi falta de voluntad o de mi incapacidad para arriesgarme.
La fórmula del destino es la fórmula de la libertad. La libertad no absoluta para imaginarme, hacerme y arriesgarme; para construirme y construir.

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