martes, 22 de febrero de 2011

DEL NECESARIO CONFLICTO GENERACIONAL.

Si hiciéramos una estadística sobre las actividades a las que dedican su tiempo los padres que tienen hijos adolescentes seguramente constataríamos que pasan una buena parte de su vida discutiendo con sus hijos. Y es que el conflicto es una parte inherente a esta relación.

Existen conflictos “pequeños” y conflictos “grandes”: el corte de pelo, la ropa, los adornos forman parte de esos pequeños conflictos caseros con los que los jóvenes quieren distinguirse de los mayores. Cambios en sus costumbres sexuales, ideas políticas o morales son esos otros problemas que los padres calificamos de graves y que además nos hace sentirnos a veces un poco fracasados, un poco frustrados, ya que no hemos sido capaces de trasmitir lo que a nosotros nos parece bueno e incuestionable.

Pero el conflicto como la adolescencia y en contra de lo que pudiera parecer, no sólo hay que pasarlo sino que es bueno.

En el comportamiento del adolescente podemos distinguir dos tipos de conductas: aquellas propias de su edad, la mayoría de las cuales cambiarán cuando se vayan haciendo adultos y aquellos nuevos comportamientos o ideas que se diferencian de las de sus padres y que constituirá un cambio en la sociedad cuando les tomen el relevo.

Saltarse los límites impuestos por los adultos en forma de horarios, normas en el instituto, etc., no pensar a medio plazo y dejar la preparación de los exámenes para última hora, probar y pasarse algún día en el consumo de alcohol y de otras drogas... son comportamientos que si bien pueden ser peligrosos si no se saben controlar o encauzar, son al mismo tiempo los típicos comportamientos de muchos adolescentes con los que han desesperado a sus padres y educadores. Estos comportamientos, sobre todo los que pueden acarrear graves consecuencias, necesitan de la acción preventiva, permanente y aparentemente inútil del adulto, acción que les oriente y les corrija, a veces con la palabra pero sobre todo con el ejemplo.

Por otro lado, todo ese conjunto de conocimientos, creencias, moral, costumbres, y hábitos que trasmitimos a nuestros hijos se construye avanzando sobre lo heredado y los avances, los cambios, suelen crearnos problemas. No todo cambio es bueno o mejor que lo anterior, pero el inmovilismo impide la posibilidad de progresar: el que actúa puede acertar o equivocarse pero el que se equivoca puede aprender, rectificar y mejorar.

Es verdad que lo nuevo puede provocar un gran retroceso ético –pensemos por ejemplo en la Alemania nazi- pero también es verdad que, como ya pensaban los ilustrados, hay que ser optimista: considerar legalmente iguales al hombre y a la mujer, universalizar el derecho al voto o la educación obligatoria han sido el resultado de enfrentamientos a veces muy largos y difíciles pero que han dado lugar a un avance social que nadie puede cuestionar.

Muchos de estos avances sociales han sido en su momento conflictos generacionales, novedades de los jóvenes a pesar de sus padres y abuelos. El gran reto consiste en aportar novedades que nos favorezcan o nos hagan mejores a todos.

La tradición que recibimos en nuestro proceso educativo nos sitúa en un lugar en el mundo, en una perspectiva, en una posición desde la que juzgamos lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, lo bello y lo feo... Tradición necesaria para poder avanzar y no tener que comenzar constantemente de cero, pero tradición que no es infalible, que no es inmejorable, que no es única y que debe adaptarse.

No podemos cerrarnos a los cambios ni refugiarnos en una educación puramente trasmisora y repetitiva aunque este no cerrarse nos suponga, a unas generaciones y a otras, convivir con el conflicto.

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