miércoles, 23 de marzo de 2011

PADRES E HIJOS, ¿HABLAMOS?

El paso de la “educación ordeno y mando” a la educación “todos somos iguales” ha supuesto un desprestigio del concepto de “diálogo”, ya que esta práctica se ha relacionado con la falta del ejercicio de la autoridad, del coleguismo y de ese igualitarismo antieducativo en el que la diferencia entra padre e hijo ha desaparecido o incluso se ha invertido: el padre propone y el hijo dispone.

Por eso, quienes relacionan dialogar con no ejercer la autoridad, con dar demasiadas alas, con renunciar a ejercer la paternidad, rechazan automáticamente la propuesta de establecer un diálogo entre educadores y educados. Pero casi todo en su justa medida puede ser positivo.

Por supuesto, no podemos dejar de ejercer nuestro papel de educadores; pero si basamos la educación en imponernos por nuestra posición de superioridad o chantajear con te compro o no te compro, las consecuencias a medio plazo son más negativas que positivas. Esto no quiere decir que haya momentos en los que imponernos o premiar no sea positivo y necesario; lo que quiere decir es –sobre todo cuando van creciendo- que imponer o premiar no puede ser la base de la educación, porque el fin de todo este proceso es formar adultos libres y responsables, no adultos dependientes del chantaje o la pura coacción.

Si utilizamos nuestra posición de autoridad nos funcionará mientras nuestros hijos sean pequeños; pero si la aplicamos con demasiada frecuencia, cuando vayan creciendo se irán apartando de nosotros, perdiendo la confianza, viendo más a un opositor que a un padre.

Si abusamos del chantaje iremos ascendiendo progresivamente en la escala de premios hasta que nos demos cuenta o no podamos asumir sus demandas; con lo cual su comportamiento se nos escapará completamente de las manos y, lo que es más grave, serán incapaces de tomar decisiones correctas porque nunca han juzgado lo positivo o negativo basándose en razones, sino en el premio que iban a conseguir.

El diálogo bien entendido no consiste en ceder ante todo, sino en escuchar a nuestros hijos y en explicar las decisiones que tomamos los padres. Porque enseñar no es solo mandar, orientar no es solo reprimir y formar no es lo mismo que crear autómatas.

¿Cuándo comenzamos a dialogar? Un niño pequeño no es capaz de entender que ese jarabe horrible que le damos se lo tenga que tomar por su bien, pero tampoco tenemos que infravalorar su capacidad de comprensión.

Aunque esas razones no cambien todavía su comportamiento, conforme van creciendo y les vamos enseñando la diferencia entre lo bueno y lo malo, se van acostumbrando a escuchar argumentos y no sólo imposiciones, van siendo capaces de entender por qué hacemos una cosa y no otra;. Este proceso se desarrollará progresivamente desde la infancia hasta la madurez.

Pero no podemos olvidar que para dialogar hace falta saber de qué se habla, que los que participan en el diálogo se respeten y que además de hablar, escuchen.Una de las razones por las que la práctica del diálogo perdió su valor, fue por ser tomada erróneamente como la libre expresión de las ideas de hijos o alumnos pensando que sus ideas tenían el mismo valor que las de sus padres o profesores. Pero una cosa es comentar, conversar, criticar, preguntar sobre un tema del que mínimamente se sabe algo; y otra pensar que esos comentarios o críticas tienen el mismo valor cuando los hace un niño que cuando los hace un padre.

Dialogar exige ponernos en el lugar del otro para darles nuestras razones de forma adecuada a su edad y a su punto de vista. Cuando nuestros hijos van creciendo el diálogo se nos va complicando, porque dialogar no consiste solo en explicarnos, sino también en ser capaces de ceder ante sus argumentos.

Por otra parte, escuchar a nuestro hijo evita que acabemos conviviendo con un estraño.

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