domingo, 21 de marzo de 2010

Vida y muerte.

Hay llamadas de teléfono que nunca debieran hacerse. Mensajes que nunca debieran llegar. Pero ni es el teléfono ni son los mensajes. Es la vida: la amistad, la alegría, la vitalidad, el futuro, la impotencia, la fuerza, el deseo... todo frustrado. Porque nadie sabrá nunca enseñarnos a no sufrir.

Ayer era ya tarde cuando me llamaron, un compañero del centro me dice que dos alumnas mías, Elena y Leyre, han tenido un accidente de tráfico. Elena ha muerto y Leyre, probablemente, lo hará en unos pocos días.

Me quedo sentado. Llueven los mensajes.

Vino a mi mente la simpatía, la extroversión, la risa, el entusiasmo, la pasión que ponía Elena en los debates, el carácter con que defendía sus ideas. Esta misma mañana, manifestaba su impresión ante un video que mostraba el asesinato de una niña.

Vino a mi mente Leyre, más silenciosa y tímida. Más anónima, aunque también ocasionalmente apasionada. Me vinieron sus familias, sus novios, todo lo que esperaban, sus dudas, su miedo a la selectividad.

Esta mañana el centro estaba silencioso, quien más o quien menos susurraba en los pasillos sin atreverse a levantar la voz. Era como un luto improvisado por jóvenes que de repente se han topado con algo muy lejano, algo que siempre les pasa a los demás cuando son mayores.

Me he ido acercando a su clase. Desde ayer estoy pensando qué puedo decir: tengo que seguir explicando la ética tomista, tengo que hablar o tengo que sentarme y aguantar mis lágrimas mientras veo sus mesas vacías. Estoy ya llegando y todavía no sé que debiera hacer.

Quizá como profesor de filosofía debiera aprovechar la ocasión para reflexionar sobre la vida, sobre la religión o la aceptación de que el hombre es un ser para la muerte. Quizá tendría que enseñarles las fases por las que van a pasar, la inevitabilidad del duelo, el papel del tiempo, cómo superar pensamientos negativos. Quizá como adulto debiera mostrar mi entereza ante la adversidad, ante la pérdida definitiva.... quizá.

Entro en clase, la mayoría de los chicos tienen la mirada perdida, a duras penas aguantan las lágrimas, alguno llora. Las chicas, sobre todo las más amigas -sus compañeras de mesa-, lloran desconsoladas mientras otras les arropan.

Quizá debiera dar una lección de racionalidad. Pero ni como profesor, ni como adulto, ni como persona puedo ocultar que junto a esa racionalidad, o incluso por encima de ella, están las emociones. Emociones que necesitan salir, expresarse, compartirse.

Ni yo mismo me acuerdo ahora de aquel tema sobre la razón y las pasiones: si buenas unas, si malas otras. La teoría es inútil cuando los sentimientos reciben la realidad como un sunami que nos invade hasta los más profundo.

Como profesor, como adulto, pero sobre todo como persona; me siento en mi mesa y rompo a llorar, por Elena y por Leyre. Soy incapaz de pronunciar una palabra. Miro las caras llenas de vida y pienso que ojalá fuera capaz de enseñarles a vivir con la muerte, con su dolor, con su sufrimiento. No me lo enseñaron en la facultad.

Más adelante hablaremos de la fe, del materialismo, de la angustia existencialista. Racionalizaremos sobre la muerte y la encerraremos en conceptos fríos y lejanos, esos que manejamos cada día sin saber de verdad qué significan. Mataremos la realidad desde libros que ya se escribieron muertos. Sólo este año, entenderemos un poco mejor, esas palabras que normalmente nos resultan vacías.

Más tranquilos, todos en silencio, dejamos pasar el tiempo mirando al infinito como si esa fuera la solución. Suena el timbre.

Apenas he dicho ni alguna palabra, pero me da la impresión de que ha sido la clase más importante de toda mi vida.

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