jueves, 18 de febrero de 2016

EL FINAL DEL MONÓLOGO

Cuando hablamos de jóvenes y de adolescentes estamos demasiado acostumbrados a insistir en su falta de capacidad de esfuerzo, en sus carencias para plantearse y asumir retos, en su falta de constancia, déficit de interés o en sus problemas de concentración. Si yo dijera que no sólo son capaces de todo esto sino que además lo hacen de forma cotidiana, pensarían que soy tan optimista que llego a deformar la realidad de manera preocupante o que estoy contando una historia de ciencia ficción.
Sin embargo, muchos de nuestros alumnos e hijos pasan horas esforzándose, superándose, asumiendo retos, concentrados en una actividad y adquiriendo habilidades para alcanzar nuevos objetivos.
Que lo hagan, significa que no son incapaces de hacerlo. El problema es que dediquen esa capacidad de forma exclusiva e intensiva a unos aspectos de su vida y que no la apliquen de forma más generalizada.
Evidentemente no estoy hablando de sus estudios, sino de los videojuegos.
Aunque ya tradicionalmente esta forma de entretenimiento está  marcada como prácticamente la causa de todos los males, no podemos confundir el uso con el abuso. Su mala prensa proviene del exceso de dedicación por parte de sus usuarios y de las temáticas dominantes. Pero utilizados de forma adecuada no sólo no son negativos, sino que desarrollan determinadas capacidades y destrezas como ese afán de superación o habilidades como la manipulación fina, la facilidad para elaborar estrategias, la comprensión de las consecuencias o el desarrollo de los reflejos.
Los prejuicios, hay que dejarlos por el camino: la letra no sólo con sangre entra; el ordenador, internet o la tablet no son sinónimos de falta de rigor. Entretenerse, aprender y adquirir capacidades no son incompatibles.
Aunque es verdad que no todo el aprendizaje puede convertirse en una actividad sin esfuerzo, también es verdad que no siempre es necesario que el aprendizaje tenga que estar relacionado con “sacrificio”. El concepto de “trabajo” no hay que tomarlo sólo en su significado de obligación que realizamos con poco menos que sufrimiento; sino como una ocupación que puede ser agradable.
Al mismo tiempo estudiar y aprender puede convertirse en una tarea entretenida que potencia capacidades positivas, capacidades que podremos utilizar cuando ese aprendizaje no sea tan atractivo.
Durante los últimos cursos se ha invertido en medios informáticos, pero aunque ya se ha conseguido un primer beneficio al acercar a los alumnos una herramienta cercana a su vida cotidiana se puede ir más allá, aunque esto exige un cambio más profundo.
Queda muy bien decir que se han colocado no sé cuantas pizarras digitales, pero si se utilizan como sustituto del proyector o poco más, no rentabilizamos su coste  y perdemos grandes oportunidades para llegar de otra manera a nuestros alumnos.
Este cambio didáctico no es fácil. Estamos todavía demasiado cerca del “busto parlante” que daba clases en el siglo XIX, todavía pretendemos que chicos y chicas que pasan el día en constante actividad y recibiendo enormes cantidades de información en infinidad de formatos multimedia e interactivos pasen varias horas escuchando a unos señores que tiza en mano “monologuean” incansables, y esta nueva metodología no es efectiva si sólo se aplica de forma aislada por algunos profesores.
Es necesaria una planificación global que dé primero la formación necesaria a los enseñantes, que  secuencie su uso y programe también la aplicación de las habilidades obtenidas a la forma de estudio tradicional porque antes o después, en papel o en libro electrónico, habrá que ponerse ante unos contenidos, estudiarlos y profundizar.

No sólo no podemos navegar contra corriente, sino que tenemos que aprovechar la dirección del viento en beneficio del aprendizaje. 

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