No son frecuentes ni necesarias
grandes y reseñables gestas para poner de manifiesto la relación que existe entre
unos padres y sus hijos. Son las pequeñas cosas, las cotidianas, esas que
fatiga y cansa repetir un día si y otro también las que van mostrando nuestra
dedicación a esta tarea que muchas veces nos parece tan poco agradecida.
Como tantos grandes quehaceres -como
la propia vida- múltiples pequeñas cosas van formando una mayor e importante. Y
como en tantos grandes quehaceres, pequeños errores pueden causar grandes
catástrofes.
“Son cosas de niños”. Justificamos
así comportamientos y actitudes que no son “cosas de niños”, sino cosas que se
enseñan y que se practican. Infravaloramos las posibilidades de nuestros hijos
y bajamos el nivel exigencia: si pensamos que es imposible que espere sentado
en la consulta del médico, que comparta sus juguetes o que haga sólo sus
ejercicios de matemáticas; nunca esperaremos que lo haga ni le enseñaremos a
hacerlo. Nuestras expectativas marcan el nivel, y con frecuencia ellos son
mucho más capaces de lo que pensamos.
Nos pone nerviosos, lo pasamos
peor que ellos, e incluso nos da miedo que se enfade, que llore, que coja un
berrinche. Como consecuencia hacemos todo lo posible para que esto no ocurra,
cedemos a todos sus deseos y construimos un espiral del que nunca saldremos ni
ellos ni nosotros: iremos cediendo en cada vez más cosas y más importantes, nos
chantajearán de por vida si no aceptamos que sentirse mal porque no te dan lo
que quieres o por ver que el mundo no está a tu servicio, no es un mal
aprendizaje. Fechas señaladas ahora para ver si los regalos de Navidad
literalmente te “sepultan” o son razonables.
Por otra parte es evidente que
los hijos necesitan que les dediquemos tiempo y es evidente que tener un hijo
cambia la vida de día y de noche. Pero no es tan evidente que una familia tenga
que girar exclusivamente alrededor de los deseos de ese niño que va creciendo.
Con demasiada frecuencia no es el niño el que se adapta a la costumbres de su
casa o a las necesidades de sus padres,
son estos los que dejan de tener un atisbo de vida propia y se dedican con
exclusividad a que su hijo no tenga que esperar media hora antes de ir a
entrenar o tenga ¡ya! preparada la cena.
Lo encumbramos de tal forma que
nos sentimos agredidos cuando alguien, incluidos sus maestros, le llaman la
atención. Mucho más si es un señor que está por el parque o el chico de la
tienda de chuches. Nada puede lesionar esa imagen de perfección que proyectamos
sobre nuestro vástago.
Junto a estas, otra infinidad de
causas de sobra conocidas y de sobra olvidadas.
Por si tuviéramos alguna duda,
piensan que no somos buenos padres si soltamos una reprimenda en público, si no
salimos corriendo a la mínima caída en el parque o si le decimos que arregle
sus propios problemas.
No podemos perder la perspectiva:
un niño feliz no es lo mimo que un niño consentido y es difícil que un niño
consentido sea un adulto feliz. La felicidad está relacionada con construir un
carácter capaz de valorar, de esperar, de trabajar. Capaz de estar satisfecho
sin ser el centro del mundo, de tener una personalidad propia, de dirigir su
vida incluso contra la opinión mayoritaria, de verse con realismo y de
aceptarse sin idealismos inalcanzables, de esforzarse para alcanzar lo que se
desea y de marcarse su ritmo para vivir sin agobios.
No son frecuentes las grandes y
reseñables gestas a lo largo de una vida. Como otros grandes quehaceres,
múltiples pequeñas cosas van formando la más grande. Pero nunca serán capaces
de la más pequeña y correcta decisión si no les hemos enseñado a hacerlo, si
les hemos educado en un mundo falso que sólo existe entre las cuatro paredes de
su casa.
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