Cuando
me canso de buscar argumentos, escuchar otros, pensar, repensar, criticar y
autocriticarme, me refugio en la belleza.
No
en la que yo pueda crear –ojalá supiera crea alguna-, sino en la que otros con
sus palabras, sus trazos, su color, sus historias o siete “miserables” notas
son capaces de construir. Mundos alternativos, burbujas, instantes que no
necesitan convencer. Vivencias, sentimientos, experiencias que no admiten
réplica ni contrarréplica, que no son verdaderas ni falsas, que son todo lo que
tienen que ser: suyas.
A
veces, atrapados en convencionalismos, lo políticamente correcto o lo que se
espera de nosotros, renunciamos a aquello que nadie nos puede negar ni refutar:
que esto es lo que yo siento, lo que yo pienso, lo que yo vivo, lo que yo quiero y lo que yo expreso.
Que
no necesitas explicarte para que te acepten, que no tienes que convencer para
que te quieran. Que así, sin buscarlo, surgen “dos o tres segundos de ternura”
y con ellos, música y poesía –Luis Eduardo Auté-.
Reivindicamos
la verdad y el bien, pero la belleza ha quedado desacreditada. Convertida en
superficialidad, en apariencia, incluso en “salón de estética” pensado para
ocultar, hemos olvidado su poder para atraparnos, separarnos del ruido y quedar
enfrentados a nosotros mismos en ese momento en el que nos absorbe del resto
del mundo.
Capaz
de diluir el tiempo, de hacernos reír cuando estamos tristes o de hacernos parar
cuando circulamos acelerados. Capaz de abstraernos de nuestros problemas, de
entrar en nosotros mismos y de decir algo sin decirlo.
Nadie
en el cine o en un concierto comenta con sus vecinos de fila su opinión sobre
la ikurriña o la ultraderecha en Francia. Nos unimos sin preguntas en las
escenas, en los temas, en el último movimiento y con cara “como de no estar allí”
quedamos absortos, unidos. Así, incluso sin quererlo, la belleza tiene una
función política.
Me
decía un amigo que nunca iba a dejar de ir al coro de su pueblo, de ir a
ensayos y conciertos porque en su pueblo –con graves enfrentamientos entre los
vecinos- el coro era el único lugar en el que todos se unían sin importar su
filiación política.
Podíamos
aprender de la música. Podíamos aprender del arte.
Quizá
el disgusto del resto no es compatible con la armonía, quizá sacar cuentas y
poner hasta el último miligramo de equilibrio y de control no es posible en un
ámbito en el que quedo cautivado por palabras, imágenes o notas.
Decían
los clásicos que la belleza era incompatible con el mal. Nunca hizo mal a nadie
la belleza. Bello y bueno es conciliar y reconciliar. Malo ¿y feo? es separar y
enfrentar. Y si la belleza –el arte, la cultura- se utilizan para separar, es
una gran perversidad.
Cuando
me canso, me refugio en la belleza.
En
la belleza de la amistad sin etiquetas partidistas, en la belleza del respeto,
de la disconformidad mientras ríes en una cena sanferminera. En la belleza de
ver que todo esto es posible.
”Confundido”
en su amplio abanico paso unos minutos viviendo en una canción, poniendo mi
imaginación al servicio del texto de una novela o mis sentidos y sentimientos
entre los personajes de una película. Pongo mi vida en una historia ridícula en
la que muero de risa o en un drama en el que la belleza es sufrir con los
protagonistas.
Saco
mis experiencias del anonimato atraído por esos mundos en principio ajenos que
consiguen incorporarme a su cosmos, al mismo tiempo que yo los incorporo a mi
vida.
Quizá
demasiado atrapados por las reglas y los cánones estamos perdiendo
espontaneidad y vida. Estamos perdiendo experiencias personales y colectivas
menos controlables pero más profundas. Más bellas porque nos unen y nos
conectan por debajo de las apariencias que con frecuencia nos separan.
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