miércoles, 20 de septiembre de 2017

DOS O TRES SEGUNDOS DE TERNURA.

Cuando me canso de buscar argumentos, escuchar otros, pensar, repensar, criticar y autocriticarme, me refugio en la belleza.
No en la que yo pueda crear –ojalá supiera crea alguna-, sino en la que otros con sus palabras, sus trazos, su color, sus historias o siete “miserables” notas son capaces de construir. Mundos alternativos, burbujas, instantes que no necesitan convencer. Vivencias, sentimientos, experiencias que no admiten réplica ni contrarréplica, que no son verdaderas ni falsas, que son todo lo que tienen que ser: suyas.
A veces, atrapados en convencionalismos, lo políticamente correcto o lo que se espera de nosotros, renunciamos a aquello que nadie nos puede negar ni refutar: que esto es lo que yo siento, lo que yo pienso, lo que  yo vivo, lo que yo quiero y lo que yo expreso.
Que no necesitas explicarte para que te acepten, que no tienes que convencer para que te quieran. Que así, sin buscarlo, surgen “dos o tres segundos de ternura” y con ellos, música y poesía –Luis Eduardo Auté-.
Reivindicamos la verdad y el bien, pero la belleza ha quedado desacreditada. Convertida en superficialidad, en apariencia, incluso en “salón de estética” pensado para ocultar, hemos olvidado su poder para atraparnos, separarnos del ruido y quedar enfrentados a nosotros mismos en ese momento en el que nos absorbe del resto del mundo.
Capaz de diluir el tiempo, de hacernos reír cuando estamos tristes o de hacernos parar cuando circulamos acelerados. Capaz de abstraernos de nuestros problemas, de entrar en nosotros mismos y de decir algo sin decirlo.
Nadie en el cine o en un concierto comenta con sus vecinos de fila su opinión sobre la ikurriña o la ultraderecha en Francia. Nos unimos sin preguntas en las escenas, en los temas, en el último movimiento y con cara “como de no estar allí” quedamos absortos, unidos. Así, incluso sin quererlo, la belleza tiene una función política.
Me decía un amigo que nunca iba a dejar de ir al coro de su pueblo, de ir a ensayos y conciertos porque en su pueblo –con graves enfrentamientos entre los vecinos- el coro era el único lugar en el que todos se unían sin importar su filiación política.
Podíamos aprender de la música. Podíamos aprender del arte.
Quizá el disgusto del resto no es compatible con la armonía, quizá sacar cuentas y poner hasta el último miligramo de equilibrio y de control no es posible en un ámbito en el que quedo cautivado por palabras, imágenes o notas.
Decían los clásicos que la belleza era incompatible con el mal. Nunca hizo mal a nadie la belleza. Bello y bueno es conciliar y reconciliar. Malo ¿y feo? es separar y enfrentar. Y si la belleza –el arte, la cultura- se utilizan para separar, es una gran perversidad.
Cuando me canso, me refugio en la belleza.
En la belleza de la amistad sin etiquetas partidistas, en la belleza del respeto, de la disconformidad mientras ríes en una cena sanferminera. En la belleza de ver que todo esto es posible.
”Confundido” en su amplio abanico paso unos minutos viviendo en una canción, poniendo mi imaginación al servicio del texto de una novela o mis sentidos y sentimientos entre los personajes de una película. Pongo mi vida en una historia ridícula en la que muero de risa o en un drama en el que la belleza es sufrir con los protagonistas.
Saco mis experiencias del anonimato atraído por esos mundos en principio ajenos que consiguen incorporarme a su cosmos, al mismo tiempo que yo los incorporo a mi vida.
Quizá demasiado atrapados por las reglas y los cánones estamos perdiendo espontaneidad y vida. Estamos perdiendo experiencias personales y colectivas menos controlables pero más profundas. Más bellas porque nos unen y nos conectan por debajo de las apariencias que con frecuencia nos separan.

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